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Lecturas

Klickitat

Klickitat

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Esperé hasta el almuerzo. Después salí caminando, crucé el campo de deportes, pasé el grupo de chicos con los celulares, sin prestarle atención a nada. Aun así, sentí que alguien me llamaría o vendría a buscarme. No me di vuelta para ver las ventanas de la escuela donde podía haber alguna maestra, preguntándose a dónde iba yo.

Y una vez que estuve fuera de vista, doblando la esquina, ahí estaba Audra, justo donde dijo que iba a estar. Solo me miró y esperó, y después seguimos caminando sin hablar, pasamos el supermercado qfc, la primaria Beverly Cleary, en dirección a la autopista y la estación de tren max. Miré atrás una vez. Nadie nos seguía.

Cruzamos un estacionamiento, después el puente sobre las vías. Ya se oía el tren que llegaba así que corrimos a la plataforma.

Arriba del vagón nos sacamos las mochilas y nos sentamos en el piso. Audra me sonrió, se inclinó y me tocó el hombro. Tenía la mano derecha manchada de tinta, unas palabras demasiado borroneadas para entender lo que decía. Ella es zurda.

—Esta chica sabe muchas cosas —dijo—. Aprendía sola con libros en lugar de ir a la escuela, y sembraba su propia comida. Vivía escondida, era invisible, nadie podía encontrarla.

—¿Así que vamos al bosque? —dije.

—No. Al final la atraparon y la llevaron a otro lugar, dijeron que tenía que ir a la escuela.

—Dijiste que nadie podía encontrarla.

—Fue un accidente que la atraparan. No fue su culpa. Como sea, nos puede enseñar muchas cosas.

Se había sacado el aro de la nariz. Tenía las orejas cubiertas con el pelo, y no estaba enredado en los aros como siempre.

—¿Como qué? —pregunté.

—¿Qué?

—¿Qué nos va a enseñar? ¿Cómo ser como ella?

—No —dijo Audra—. Cómo ser nosotras mismas.

—Bueno —dije, no muy segura de lo que significaba eso.

Sentía el traqueteo de las vías contra las suelas de las zapatillas. El tren tomó una curva y se dobló como un acordeón.

—¿O qué crees que va suceder conmigo? —dijo Audra—.

Quieren que vaya a la universidad, que conozca a un chico, me case, y después nos levantemos todos los días y vayamos a un trabajo donde nos sentemos en cubículos y probablemente no haya ni ventanas.

Hablaba alto, algunas personas nos miraron. Abrí la mochila y toqué el buzo con cierre que me quedaba chico, pero después miré a Audra y la sensación se fue.

Eso es intentar ser alguien que no eres —dijo.

—¿De qué hablas?

—No hay nada peor que vivir así. Como ese chaleco o el buzo. ¿Crees que necesitarías todo eso si dejaras de tomar todas esas pastillas que te dan?

—No sé cómo sería.

—De todos modos, te sigue sucediendo. Todavía necesitas agarrarte de mí aun tomando pastillas, ¿o no? Así que tal vez ni las necesites.

—Si no las tomara, mamá y papá se darían cuenta. Mamá las cuenta todas las noches.

El tren iba por el puente cruzando el río. Abajo se veían solo un par de botes pequeños. No estaba lloviendo, pero parecía que se iba a largar.

—Sí, como sea —siguió Audra—. Solo piensa en cómo te sientes. Intenta sentir cómo es todo. No tiene sentido cómo son las cosas, o cómo han sido. O sea, ¿mamá y papá? ¿Queremos terminar como ellos, aburridos y tristes? ¿En frente de una computadora o una radio? ¿Con un celular pegado al cuerpo?

El tren entró en Plaza Pioneer, el centro de Portland. En la plataforma había un grupo de chicos, jugaban footbag, fumaban. Uno subió al tren. Tenía el pelo corto rubio y una banda adhesiva sucia en la mejilla. Su pantalón negro tenía tiras y bolsillos por todos lados. Entró con la bicicleta, una muy pequeña. Las puertas se cerraron y Audra se levantó y fue hacia él. Hablaban, pero no llegaba a escucharlos. Audra le preguntó algo, él negó con la cabeza. Ella señaló la bicicleta. Él señaló arriba y abajo. La miró y sonrió.

Audra giró y volvió a sentarse conmigo mientras el tren entraba en el túnel. Nos vi a las dos en el vidrio sucio de la ventanilla, cómo teníamos prácticamente la misma cara. La suya algo más fina, los contornos de sus ojos más oscuros.

—¿Conoces a ese chico?

—La verdad que no.

—¿De qué hablaban?

—Dice que va a bajar desde los cerros del zoológico de vuelta hasta Plaza Pioneer con esa bici. Los amigos le van a tomar el tiempo.

—¿Por qué no están en la escuela?

Audra no respondió.

El tren se detuvo en la estación que está abajo del zoológico. Estaba iluminada como una cueva, el chico de la bici bajó. Lo vimos parado frente al ascensor, moviendo la rueda delantera con una mano, con la otra sostenía el manubrio; entró en el ascensor y las puertas se cerraron detrás de él.

Salimos del túnel, de vuelta a la luz del día, y avanzamos en subida alejándonos de la ciudad.

—¿A dónde vamos? ¿A Beaverton? —dije.

—En la próxima bajamos —dijo Audra—. Seguimos en colectivo.

Tuvimos que esperar al lado de un estacionamiento, junto a Best Buy, Walmart y Home Depot. Cuando llegó, levantamos las mochilas y subimos.

—No falta tanto, creo —dijo Audra—. Es justo saliendo de la ciudad.

Estiré el brazo y le agarré la mano. Tenía los dedos secos y ásperos.

—¿Tienes miedo? —dijo.

—No.

—Está bien tener miedo. Deberías, de hecho.

—¿La chica sabe que estamos yendo? ¿No estará en la escuela?

—Ya veremos. La esperaremos. Tiene más tu edad que la mía, pero sabe muchas cosas.

—Yo sé cosas.

Audra se rio y miró para el otro lado, por la ventanilla. A una señora se le había volado el sombrero y le costaba agacharse para levantarlo.

—¿Entonces la chica ahora vive en una casa? —dije.

Subían y bajaban personas. Tiraban de la cuerda para que suene el timbre, se abrían camino por el pasillo. Yo pensaba en todo lo que había dicho Audra, en cómo la veía últimamente. Trataba de adivinar sus planes, algo que tenía que ver con esa chica y con vivir de un modo que no era el modo de nuestros padres. Ellos le habían dicho que cuando terminara el colegio solo podría vivir en casa si buscaba trabajo o se anotaba en el Portland State para seguir estudiando. No creía que fuera a elegir ninguna de las opciones.

Del otro lado de la ventanilla, líneas celestes aparecían entre las nubes, deslizándose rápido por el cielo. Traté de soltarme de la mano de Audra, pero ella me retuvo, así que la dejé.

Cuanto más nos acercábamos a la chica, menos ganas tenía de llegar, de conocerla. ¿Tenía celos? Audra había cambiado tanto, se había alejado tanto de mí desde que la conoció. Los libros que tenía en la habitación, pensé, eran de ella. Era como si Audra quisiera otra hermana, una chica que supiera todo sobre la naturaleza y cómo vivir ahí. Yo no sabía esas cosas.

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