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El imposible triunfo de Luz Long, el favorito de Hitler, en los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936

Luz Long y Jessie Owens.

Javier Martín Galindo

elDiario.es —

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Alto, rubio y de ojos azules, el saltador de longitud Luz Long era el prototipo de deportista que Adolf Hitler necesitaba para demostrar sus tesis sobre la supremacía de la raza aria. Se celebraban en Berlín los Juegos Olímpicos de 1936 y el acontecimiento era idóneo para que los atletas alemanes mostraran al mundo la superioridad de sus privilegiados genes. Sin embargo, los genes de Long solo le alcanzaron para lograr la medalla de plata, por detrás del campeón estadounidense Jesse Owens. A ojos de los dirigentes nazis, perder el oro no fue el peor pecado que Long cometió aquel día.

El objetivo de Hitler en Berlín era doble. Por un lado, probar al mundo la capacidad de la Alemania nazi para organizar los Juegos Olímpicos más fastuosos de la historia. Por otro, demostrar la superioridad atlética de la raza aria. El primer propósito lo logró, con la complicidad del COI. El gobierno alemán se volcó con el evento, consiguió ocultar durante dos semanas la sordidez del régimen y transmitió al mundo, con la inestimable ayuda de la propaganda de Goebbels, la imagen de un país feliz, moderno, próspero y emprendedor. El evento fue embellecido más tarde en el celuloide por la directora y propagandista Leni Riefenstahl, una cineasta de indiscutible talento, aunque en esta ocasión al servicio de una causa vil.

El éxito del segundo objetivo es más dudoso. Aunque Alemania dominó el medallero con 89 metales, atletas judíos de diferentes nacionalidades consiguieron varias medallas para incomodidad del régimen nazi. Pero fueron los atletas de raza negra los que más quebraderos de cabeza provocaron a los dirigentes del Tercer Reich. Sobre todo el atleta Jesse Owens. Desde su palco de honor, Hitler tuvo que presenciar cómo un negro nacido en Alabama superaba a todos sus rivales blancos y se convertía en el indiscutible rey de los Juegos, al ganar cuatro medallas de oro en atletismo.

Compañerismo y dignidad

En la tercera jornada de la competición de atletismo se disputaba el salto de longitud, con Owens, plusmarquista mundial, como máximo favorito. El día anterior ya había ganado su primer oro en los 100 metros lisos y ese mismo día corría las series de los 200. Su más destacado adversario en el foso de longitud era el alemán Carl Ludwig Long, más conocido como Luz Long, que poseía el récord de Europa. Uno era negro, atlético y elástico; el otro, rubio, alto y elegante. Sus técnicas eran diferentes y sus mundos también.

La prueba de clasificación de la mañana empezó con un récord olímpico de Long en el primer salto, lo que le garantizaba el pase a la final que se disputaba por la tarde. Mientras tanto, Owens hizo dos nulos en sus primeros intentos, quedando al borde de la eliminación. Le quedaba solo una oportunidad para conseguir la marca mínima de 7,15 metros y clasificarse para la final. No podía fallar. Fue entonces cuando Luz Long, su ario competidor, su más peligroso contrincante, se acercó a él, se presentó y tuvieron un breve intercambio de palabras.

El alemán sugirió a Owens que no debía buscar en cada intento el salto de su vida. En opinión de Long, el de Alabama debía olvidarse de ajustar tanto la batida y ser más conservador en el tercer salto, dejando una distancia prudencial entre la tabla y su pie. El estadounidense aceptó el consejo y en su tercer intento se fue hasta los 7,64 metros. La conversación fue desvelada años más tarde por el propio Jesse Owens en una charla con el hijo de Long, recogida en el documental ‘Jesse Owens regresa a Berlín’.

Un abrazo por la igualdad

En la final mantuvieron una atractiva pugna por el oro, batiendo varias veces ambos el récord olímpico. Luz Long mantuvo el cara a cara con Owens, obligando al americano a saltar más allá en cada intento, pero en los dos últimos saltos Owens mostró su superioridad. El alemán era un extraordinario saltador, el mejor de Europa en ese momento y probablemente del mundo de no haber existido Jesse Owens, pero el americano, sencillamente, estaba a otro nivel.

Terminada la competición, Long se dirigió hacia Owens para felicitarlo con un abrazo. Ambos celebraron sus respectivas medallas dando juntos la vuelta de honor al estadio. La fraternidad entre un negro de Alabama y un rubio de Leipzig, delante de los jerifaltes nazis, resultaba más elocuente que cualquier discurso por la igualdad que pudiera ser pronunciado. “Tuvo mucho coraje al confraternizar conmigo enfrente de Hitler”, recordaría Owens. “Se podrían fundir todas las medallas y copas que gané, y no valdrían nada frente a la amistad de 24 quilates que hice con Luz Long en aquel momento”.

Las numerosas medallas conseguidas por los atletas negros agitaron unos Juegos concebidos para demostrar la superioridad aria. Goebbels describió en sus diarios estas victorias como “una desgracia”. Según él, “la raza blanca debía estar avergonzada” por verse derrotada de esa manera. Hitler, que abandonó el estadio sin estrechar la mano de Owens, le dio la vuelta al argumento y recurrió al desprecio. Para él los atletas negros eran básicamente animales. Su superioridad física solo demostraba que eran unos salvajes que no debían tener cabida en Olimpiadas futuras.

El inicio de una bonita amistad

La amistad entre Owens y Long no murió en Berlín. De vuelta a casa, ambos mantuvieron una relación epistolar mientras sus vidas continuaban su curso. Owens comprobó lo efímera que era la gloria para un atleta de raza negra en la América de 1936. “Cuando regresé a mi país, después de todas las historias sobre Hitler, no podía montarme en la parte delantera del autobús. Tenía que entrar por la puerta de atrás”, afirmó tiempo después. “Yo no fui invitado a estrechar la mano de Hitler, pero tampoco fui invitado a la Casa Blanca a estrechar la mano de mi presidente”. Roosevelt ni siquiera le envió un mensaje de felicitación.

Long fue reclutado por Alemania para luchar en la Segunda Guerra Mundial. En su última carta a Owens, escrita desde el frente, le pedía que, si le sucedía algo, contactara con su hijo en Alemania y le hablara de su padre, de sus logros y su vida. La misiva resultó tristemente profética. Poco después, durante la invasión aliada a la isla de Sicilia, Long fue herido y falleció cuatro días más tarde. Jesse Owens cumplió su promesa y viajó a Alemania para entrevistarse con Kai Long. El encuentro entre ambos aparece en el citado documental 'Jesse Owens regresa a Berlín', que vio la luz en 1966. El estadounidense siempre mantuvo el contacto con la familia de Luz Long y aceptó la petición de Kai Long para ejercer de padrino en su boda.

En 1964, a título póstumo, Luz Long fue el primer atleta en ser condecorado con la Medalla Coubertin, un premio instaurado para distinguir a aquellos deportistas cuyo comportamiento, durante el desarrollo de su actividad olímpica, refleje de manera ejemplar el espíritu deportivo.

Hay quien considera que la historia de la conversación previa al tercer salto de la clasificación es apócrifa, una fantasía que Owens contó al hijo de Long para adornar la realidad. Observadores presenciales afirmaron no haber visto charlar a ambos durante toda la ronda clasificatoria. A quién le importa. Sucediera o no exactamente como Owens lo relató, la amistad entre dos personas de mundos y orígenes tan diferentes, en medio del más difícil de los contextos, fue real. Los detalles precisos son superfluos. A veces, como se afirma al final de 'Quién mató a Liberty Valance', merece la pena imprimir la leyenda.

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