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Leo y el himno nacional: final de cuentas

Messi cantando el himno con Dibu Martínez y Lautaro Martínez

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La noche triunfal de Leo Messi se acompañó del ritual purificador de la argentinidad al palo. Se plegó al canto del himno con sus compañeros de equipo. Abrió bien la boca como si se tratara de un conjuro contra una yeta de tantos años sin poder levantar personalmente la Copa América. Su voz brotó del cuerpo con una exigencia que se hizo realidad: conseguir esta vez los laureles eternos que promete la canción patria. 

En ese Maracana casi vacío, las palabras cantadas de Messi atravesaron el aire para cerrar una parábola temporal de malentendidos. En el texto del himno primero aparece el sonido: el texto pide prestar atención al “ruido” de las rotas cadenas. Recién después apela a otro sentido: “ved el trono a la noble igualdad”. Al comienzo, entonces, la oreja, luego los ojos. Con Messi se ha invertido  el orden: había que verlo cantar eso que, en rigor, era inaudible.  Quizá el capitán lo hizo muchos años para sí, y con la voz de su conciencia internalizaba el sentimiento. No valía. El televidente no podía constatarlo. Y como La Pulga ni siquiera ponía cara de “miren cómo canto el himno argentino”, fue considerado un ídolo impuro y demasiado universal por un sector de la prensa deportiva, lanzada a la búsqueda metafísica de la esencia en las canchas. 

Su mutismo le costó caro: dijeron que encubría un déficit, una deuda con la comunidad. Se lo acusó de desconocer la letra. Algunos debieron sospechar que la había reemplazado por “Els Segadors”, el himno oficial de Cataluña.  Eso no era posible. Messi es un cultor de la dicción de origen: el “visca Catalunya” no entra en disputa con el “vamo vamo Argentina”. El pa amb tomàquet jamás reemplazará al asado. Por otra parte, ¿cómo podría olvidar algo que se inocula con rigor mnemotécnico desde la primaria? Eso le sucedió sin embargo a Carlos Menem durante un acto en Morón junto con el intendente con pasado lopezreguista, Juan Carlos Russelot, a principios de la década del noventa. Una cámara los filmó riéndose como niños traviesos frente al fallido y el canto errático. La política privatizadora podía perdonar esos deslices u olvidos: el fútbol nunca. Al menos según los mandatos vigentes en los últimos años. Durante el Mundial 78, los jugadores del seleccionado no cantaban: cómo iban a competir en vibrato e intensidad con los miembros de la Junta Militar que estaban en el palco de la cancha de River Plate.

La cuestión del himno cobra un vuelco interesante Italia 90, cuando Diego Maradona se sulfura ante la rechifla de las tribunas locales, en el momento que debe ser escuchado el emblema musical patrio. Hemos leído sus labios: “hijos de puta”, le espeta Diego al público napolitano. No es que Maradona quiso cantar aquella tarde (de hecho, no cantaba por lo general): se había alterado el instante de recogimiento antes del combate y, con el himno, el nuestro, hizo saber, no se jode. O sea que Messi ya estaba ahí en desventaja frente al otro diez. El jugador del Bacelona prescindía del ritual, como casi todos. No demostraba reflejos ante el grito sagrado. Prefería la circunspección y le colgaron el sambenito. Hasta sus compañeros encontraron en ese mutismo un motivo de chanza y le llegaron a cantarle “oíd mortales…” en el vestuario. “Con ellos me reía, pero me dolió que acá se dijeran un montón de boludeces”, confesó en 2013. Tenías razón, Leo.

Cantar es un verbo problemático. Desde las sesiones de torturas del comisario Lugones, durante la Década Infame, a la última dictadura, estuvo relacionado con la confesión que se arrancaba en la sala de torturas. Revelar algo so pena de un interminable sufrimiento. A Messi se le exigió que confesara su ADN más genuino a través de la música. “Yo no canto el himno a propósito. No me cambia nada y la boludez no me va. A mí y a todos nos llega cuando suena, pero cada uno lo vive a su manera. Los Pumas por ahí lloran y nosotros no”, tuvo que explicar Messi dos años después. O sea: la vibración importaba, le “llegaba”, pero él carecía de un acting. Y como el coeficiente patriótico se medía en su caso en decibeles imaginados, seguía estando en falta.

 Si el himno fue, desde la Revolución Francesa en adelante, el canto sincrónico de la nación en armas, el espectáculo y las representaciones publicitarias del ser nacional lo transformaron en una juerga autocelebratoria en la antesala de los partidos internacionales: somos los que más cantamos en las tribunas mundialistas, en eso nadie nos iguala, ¿cómo Messi se abstiene? ¿Qué le pasa? Lo curioso de esa reversión no es solamente la ausencia de su letra (marca acaso indeleble de la era global). Lo que cantan los hinchas chic es, en rigor, la introducción, de carácter instrumental, cuyos rasgos melódicos no son cómodos para la voz, ni siquiera la entrenada. El colectivo se acerca más al coro de Woodstock cuando replica a la orquesta con el “oh oh oh-oh” de los acordes finales. Esa mímesis encierra una idea de lo propio que se conecta con Argentum, el espectáculo musical que Mauricio Macri le ofreció en el Teatro Colón a los presidentes del G-20, a fines de 2018. Cuando el número concluyo, los bailarines y figurantes convirtieron al escenario en tribuna y, de modo futbolero, empezaron a gritar “Argentina, Argentina”. El presidente anfitrión no pudo contener sus lágrimas. Hasta levantó su puño (derecho) cerrado de la emoción.

A Messi le deben haber pesado en un lugar los señalamientos de los custodios de los símbolos. Durante la Copa América de 2019, en el mismo Maracaná de la final de este sábado, decidió cantar ante las cámaras. Me corrijo: ritmar el movimiento bucal. Era todavía imperceptible. A pesar de las consabidas limitaciones aurales, esa mímica de la fidelidad se consideró un giro radical. En un lugar, fue tan importante como la victoria ante Venezuela. Un periodista quiso saber qué secretas motivaciones permitieron que pulmones y garganta parecieran unirse esta vez al sentimiento que no puede parar. “Hoy tenía ganas y bueno… lo canté”, respondió con picardía. En otro partido, un niño que salió a la cancha con el seleccionado testificó su apego con el melos nacional: “Él está con la boca cerrada y tararea el himno. Es cierto, al himno no lo canta, pero lo tararea para adentro, yo lo escuché”.

Hasta acá no hemos hecho otra cosa que historizar el canto del mejor jugador del mundo. En esta Copa América ha sucedido algo completamente distinto. Se ha pasado a una etapa superior de la empatía. Todos hemos sido como el niño que había salido en su defensa: también pudimos, esta vez, escucharlo verdaderamente mientras lo miramos. “El capitán de la selección formó en la punta de la hilera celeste y blanca, al lado de Dibu Martínez apenas los alinearon en el estadio Olímpico a la hora de los himnos. Cuando sonó la canción creada por Vicente López y Planes y Blas Parera, el coro nacional le puso sus voces, con Messi abriendo bien grande la boca desde que los acordes le daban pie a la estrofa más cantada por los argentinos: Sean eternos los laureles”, celebró Olé. Había sido declarado definitivamente ciudadano celeste y blanco.

Verlo cantar es, si nos ponemos exigentes, inferir su voz en un todo y, ante todo, el resultado de las nuevas condiciones acústicas que ha generado el fútbol televisado en la era pandémica. En Siracusa, Sicilia, existe una antigua cantera conocida desde el siglo XVII como la Oreja de Dionisio. El padre jesuita Athanasius Kircher destaca en su Musurgia universalis sus propiedades “ecotectónicas”. La caverna posee una arquitectura del eco natural. Al oyente no se le escapa ninguna reverberación. La pretensión de escuchar “todo”, como en ese espacio, acompañó al diseño de los sistemas de vigilancia en la modernidad. El filósofo inglés Jeremy Bentham desarrolló la idea del panóptico como un mecanismo capaz de ver al preso sin que el guardia sea visto. Michel Foucault nos recuerda que, en un momento, Bentham también había pensado en un complemento panacústico, mediante tuberías que conducían desde las celdas a la torre central. Lo abandonó porque no podía evitar que los prisioneros oyeran al alcaide, así como el alcaide los oía a ellos. La situación de simetría era inaceptable para la lógica punitiva. El fútbol pandémico no solo incluye para las transmisiones cantos grabados e hiperrales: posibilita realizar ese proyecto. Los micrófonos están en condiciones de captar lo dicho adentro del campo. A veces hay que aguzar el oído, nada que no pueda entrenarse. “Bardeá, bardeá”, se creyó que Messi le había gritado al colombiano Jerry Miná, después de fallar su penal. “No, bailá, dijo bailá”, corrigió otro comentarista. 

Peter Szendy recuerda que no existe para la palabra voyeur un equivalente auditivo. Pero en eso nos hemos convertido, al menos en esta Copa. La cancha es la nueva Oreja de Dionisio. El espectáculo televisivo añade el componente sonoro que un partido a estadio lleno impide: la percepción del pormenor, desde el pelotazo a la invectiva. Y ahí reaparece el tema del himno con una interesante peculiaridad. Lo que descubrimos es que los jugadores no cantan juntos. A la hora de la entonación están lejos de ser un equipo: van a destiempo y quedan expuestos en su impericia cantábile. A veces desafinan, y mucho. Parece una situación preescolar, y uno tiene la tentación de decir que se juega como se canta, al amparo del solista virtuoso que por mucho tiempo prefirió callar. Pero la analogía sería algo injusta con lo que sucedió en la noche carioca, que terminó con el “dale campeón” con la melodía de la marcha peronista.

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