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Historia Mínima del rock en América Latina

Portada del libro Historia mínima del rock en América Latina

Abel Gilbert / Pablo Alabarces

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Introducción: romper mucho, poquito, nada

 

Después crecimos y nos fuimos del barrio

“Pato trabaja en una carnicería”, Moris (Mauricio Birabent), 1970

 

Una introducción a la introducción

Construir una historia del rock en América Latina implica un problema que se reitera en cada intento de latinoamericanizar la narrativa o el análisis de un fenómeno: la pregunta sobre su mera existencia. Sabemos que existió algo a lo que podemos llamar música rock en toda América Latina –con dificultades para definirla, como veremos; pero son dificultades mucho más ligadas a su amplitud y abundancia, a su extensión temporal y geográfica, que a su escasez–. Sabemos, también, que esa producción musical, y a la vez poética, está asociada a movimientos ampliamente culturales y generacionales –que, también, se definieron como francamente contraculturales y se construyeron, simultáneamente, como contra-generacionales: movimientos juveniles, enfrentados al mundo adulto; el tenor de ese enfrentamiento es un punto clave para analizar–. Sin embargo, nunca ha sido estudiado el modo en que, si así ocurrió, esos lenguajes se pusieron en movimiento a través del continente: de qué maneras, en qué direcciones, con qué acentos y con qué lenguas. El brasileño Caetano Veloso cantó su “Alegría, alegría” en el Tercer Festival de la Música Popular Brasileña de 1967, lo que significó una suerte de nacimiento del movimiento tropicalista: los músicos que lo acompañaban eran cinco argentinos, el grupo Beat Boys. Se trataba de un “conjunto ié-ié-ié”, como dice la prensa del momento, que un año más tarde grababan su primer disco, inaugurado por una versión en portugués, “A felicidade”, del hit del también argentino Palito Ortega, “La felicidad”, cantado en un “portuñol” desopilante.

Esa mescolanza parece contradecir la posibilidad de construir historias estrictamente locales: sin el diálogo que las músicas entablaron, una historia meramente local es fatalmente incompleta –incluso la argentina, que se autopercibe y se autopresenta como autosuficiente, como discutiremos–. Y ese recorrido ocurre casi desde el mismo momento en que se grabó “Rock around the clock” y se difundió por todo el continente entre 1954 (la grabación de Bill Haley), 1955 (la grabación de Nora Ney en Brasil), 1957 (la grabación del argentino Eddie Pequenino y sus Rockers) y 1958 (la grabación de la mexicana Gloria Ríos) –si aceptamos esa canción y su puesta en escena en los títulos del filme Blackboard Jungle, de 1955, como un punto de partida consensuado–.

(Ese consenso, sin embargo, no ha reparado en que dos de las tres primeras grabaciones de rock en América Latina fueron interpretadas por mujeres. Como veremos, la ignorancia frente al rol de las mujeres en el rock no es para nada distinta a la que impera en otras áreas de la vida latinoamericana).

 

(…)

Complementando la hipótesis de Néstor García Canclini de una hibridación finisecular y posmoderna, las culturas –y las músicas– nacionales fueron muy tempranamente transnacionales, moldeadas por relaciones pan-latinoamericanas y por la industria cultural de Estados Unidos –lo que se advierte con claridad en el caso de nuestro rock, pero también en la llamada “canción de protesta”, con la inestimable mediación cubana–. El “Rock de la cárcel” es grabado por el mexicano Enrique Guzmán y sus Teen Tops en 1960. En el mismo año, se edita en Madrid, México y Buenos Aires. El twist “Despeinada”, del argentino Palito Ortega, se lanza casi simultáneamente en 1963 en el original porteño y en la versión mexicana de Los Hooligans. El “descubrimiento” de la cantante folclórica “de protesta” argentina Mercedes Sosa, en el Festival de la Canción de Cosquín en 1965, se produce cuando canta a capella la “Canción del derrumbe indio”, del ecuatoriano Fernando Figueredo Iramain –y luego la edita, para complicar un poco más las cosas, un sello discográfico subsidiario de la holandesa Phillips, que pocos años más tarde grabará su disco dedicado a la obra de la chilena Violeta Parra–.

Podríamos llegar hasta Carlos Gardel, nacido en el sur francés, reclamado por Uruguay como hijo de su sangre y por Argentina como nacionalizado, un “zorzal” al menos rioplatense, de una u otra manera, muerto en Medellín, Colombia, en medio de una gira latinoamericana por Puerto Rico, Venezuela, Aruba, Curazao, Colombia, Panamá, Cuba y México, que había comenzado en New York, luego de filmar nueve filmes para la compañía estadounidense Paramount Pictures. Pero ya nos iríamos del campo y estaríamos proponiendo otro libro. Ejemplos como estos, sobran.

 

Una trama (pero no un catálogo)

Una historia del rock en América Latina, entonces, puede ser escrita, pero sólo si se organiza en la explicación de una trama, antes que en “historizar” una larguísima lista de discos, autores, intérpretes. Larguísima y fatalmente incompleta: sólo un mapa de China del tamaño de China podría dar cuenta de todo lo que se presentó, escuchó, escribió o simplemente percibió como “rock” en toda América Latina desde finales de los años 50.

Eso mismo constituye un problema que no puede ser resuelto: a qué llamaremos rock y, en consecuencia, a qué dedicaremos esta historia. No hay una definición de diccionario ni de enciclopedia; no hay una definición rítmica ni tímbrica, ni tampoco estilística. Las etiquetas de las bateas en las disquerías –mientras fueron el punto de encuentro natural con esos objetos– han cambiado sucesivamente de denominación, y no siempre han coincidido en distintas ciudades del continente: música joven, beat, moderna, progresiva, rock, rock nacional. La única posibilidad de recortar el campo y proponer un objeto –inevitablemente sujeto a polémica, nacional o regionalmente– es sujetarse a su propia auto postulación y a la percepción de sus consumidores. Por ejemplo: fue rock, sin dudas, toda la música exhibida o performada entre 1970 y 1971 en los sucesivos festivales de Santiago de Chile, Buenos Aires, Bogotá, Medellín y Avándaro. Ninguno de los asistentes a esos festivales dudó, en ningún momento, de que estaban recreando Woodstock, y que eso significaba su inscripción personal y colectiva en una contracultura que era, además, contra-generacional, como propusimos. Como dice el crítico literario uruguayo Gustavo Verdesio, el rock es hoy (y posiblemente siempre fue), tanto un tipo de música como una actitud, y un concepto además de una forma de recibirlo –lo que lo transforma en un fenómeno tan complejo de explicar como de interpretar–.

Además, los públicos de esos festivales pensaban (¿sabían?) que eso significaba ser modernos: incorporarse a una modernidad acelerada que en el mundo juvenil se definía centralmente por un consumo musical –que acarreaba otros consumos laterales, contestatarios, y por eso se pretendía una contracultura–.

La hipótesis que organiza esta historia, entonces, es que el rock latinoamericano se despliega en procesos de modernización truncos y en relación con estados de excepción políticos. En todos los casos nacionales –aunque lo más frecuente es que se propongan como nacionales lo que suelen ser escenas metropolitanas: en Buenos Aires, Santiago de Chile, Montevideo o Ciudad de México– es notorio un momento epigonal inicial, una invención ligada a la reproducción de la escena rocker iniciada en torno a Elvis Presley en los EE.UU.: lo que el historiador estadounidense Eric Zolov llamó el Refried Elvis, los refritos de Elvis. Pero, luego, el desarrollo de cada escena del rock está en profunda conexión con los modos de modernización de esas sociedades a lo largo y ancho del desarrollismo de los años sesenta, modernizaciones contradictorias, variadas, electrónicas (según afirmara José Joaquín Brunner) o híbridas (siguiendo la categoría popularizada por Néstor García Canclini). (…)

Los que los finales de los años cincuenta y comienzos de los sesenta pusieron en juego a través del rock & roll fue, como es bien sabido, una serie de imaginarios y otra serie de datos económicos. Entre los primeros, la invención de la juventud como actor social, político y cultural; entre los segundos, la invención de la juventud como sujeto de consumo, al que se podía dedicar una parte, incluso importante, del mercado de bienes materiales y simbólicos. Autos, ropas, filmes o discos, todo formaba parte de los nuevos productos especialmente pensados para su consumo masivo por los y las jóvenes, incluso cuando no estuvieran incorporados al mercado productivo –pero sí sus padres–. La velocísima adquisición e incorporación de estas novedades en los países latinoamericanos se explica por varias razones: la primera es la difusión de la industria cultural a través del cine y la radio –los discos extranjeros estarían reservados, durante mucho tiempo, a los grupos de alto poder adquisitivo o con acceso a los viajes internacionales–, pero junto a ella es decisivo el impacto de la fantasía modernizadora. América Latina se percibía como un continente atrasado, rural, tradicional –una percepción compartida por sus elites y por sus clases populares–. Modernizarse, entonces, fue el imperativo del momento.

Provisoriamente, modernización fue, a lo largo del siglo XX, la confluencia de procesos de urbanización, alfabetización, secularización y desarrollo de instituciones modernas, que en América Latina tuvo ritmos distintos. Incluso, puede hablarse de varias modernizaciones –la mayoría, autoritarias, de arriba hacia abajo, vinculadas con la integración en el mercado mundial capitalista–; pero, en particular, los años 1960 describen esa modernización como desarrollismo, vinculado a procesos de urbanización acelerada e industrialización dependiente de las inversiones estadounidenses. En ese paquete, estaba incluido la aparición de la televisión como el gran nuevo medio de comunicación que venía a reemplazar a los grandes modernizadores de los años 1930 y 1940 –la radiofonía y el cinematógrafo–. El reemplazo, como sabemos, jamás se produjo, sino que derivó en complementación y sinergia, junto a la prensa popular y la industria discográfica: ese mecanismo explota desde comienzos de la década de 1960, y está presente en todas las historias locales de desarrollo del rock en las distintas ciudades latinoamericanas –aunque con un peso especial en México, Argentina y Brasil, porque es allí donde se instalan las subsidiarias de las grandes discográficas estadounidenses–. Un cantante graba discos que se reproducen por la radio, para que luego actúe en televisión, mientras le hacen entrevistas en la prensa del espectáculo antes de filmar su primera película. El proceso se repitió hasta el aburrimiento y la saturación.

Pero, dijimos, son modernizaciones truncas, fallidas: el proceso desarrollista culmina, a mediados de los años 70, en dictaduras militares en buena parte del continente, que compiten entre sí, no por sus grados de modernidad, sino por su salvajismo represivo.

Por ello, la modernización se teje en relación con historias políticas regularmente excepcionales: que van desde el desarrollismo autoritario argentino hasta la crisis de la democracia uruguaya, desde la dictadura blanda brasileña hasta la violencia colombiana, para señalar sólo algunos ejemplos. Si la aparición del rock en el continente está ligada a la emergencia de nuevas culturas juveniles, la hipótesis de la modernización trunca permite leer los pliegues particulares, así como los puntos de contacto: se trata de una música que, en varios países, se despliega en medio de fuertes tensiones políticas que van desde el golpe militar (Brasil, Argentina, Uruguay, Chile, Perú) a la fuerte agitación o el conflicto armado (Colombia), pasando por una situación, nuevamente, excepcional: una democracia regulada y represiva que censura al rock como ninguna dictadura (México).

 

La fricción rockera con la fracción de izquierda

Por eso, esta historia postula una suerte de segunda hipótesis: la de una reiterada fricción del rock con las izquierdas continentales, tanto las educadas en los mandatos del realismo cultural soviético como las seducidas por la experiencia de la Revolución Cubana. El castrismo provoca ondas tectónicas en la región. Se podía llegar al socialismo saltando etapas. Esa hoja de ruta intentó ser ejemplar. No es este libro el lugar de revisarla. Digamos sí que, “entre la pluma y el fusil”, como se titula el libro de Claudia Gilman sobre los “dilemas y debates” del escritor que había adoptado a La Habana como nuevo centro de gravedad, se coló también una guitarra. Es en la isla donde se configura un modo de recepción del rock que, con mayor o menor reconocimiento de sus argumentaciones condenatorias, se replicó hacia el sur. La Cordillera de los Andes no fue una Sierra Maestra, como anhelaba Fidel Castro, pero sí un conducto metafórico de esas aprensiones. Ese es el motivo por el cual este ensayo comienza en aquella isla deseada. El recelo de las izquierdas hacia el rock se extiende en América Latina hasta el final de las transiciones democráticas en los años ochenta del siglo pasado, donde pueden aparecer ciertas aproximaciones –o, incluso, el desplazamiento de esas izquierdas a manos de movimientos juveniles despolitizados–. Como veremos, el rock latinoamericano se cuida, en general, de ser capturado por los protocolos de la Guerra Fría: le concede ese privilegio a la canción de protesta, aunque a veces coquetee, ocasionalmente, con ella –con más franqueza, hacia el final de las dictaduras y el inicio de los procesos de transición, ya cuando ninguno de los dos (ni el rock ni la protesta) son los mismos–. Lo suyo es, fundamentalmente, una paradoja que no se organiza políticamente: ser una crítica a la cultura de masas creada en el centro de la cultura de masas y sin tener otra aspiración que ser cultura de masas. Este aparente galimatías no es nuestro, sino del crítico estadounidense Greil Marcus, aunque podemos suscribirlo. En ese lugar y esa aspiración, el rock afirma que “rompe estructuras”, pero no se asume como insurreccional, sino sólo como contravencional: el corte de cabello y una noche o dos en una cárcel es suficiente. El martirio en 1973 de Víctor Jara, figura central de la Nueva Canción chilena, pero con sus simpatías y entreveros con el rock de su país, funciona como alerta, antes que como modelo; como límite, no como posibilidad. Lo mismo ocurre con el encarcelamiento, en 1967, de los brasileños Caetano Veloso y Gilberto Gil: se trata de situaciones excepcionales que definen una posibilidad que será minuciosamente evitada –y por eso mismo, no repetida–. Quince años más tarde, los distintos rocks nacionales podrán construir, sin ninguna vergüenza o pudor revisionista, hagiografías autobiográficas y geográficas que insistan sobre una resistencia que no se verifica en demasía; cuarenta años después, ese relato puede consagrarse como leyenda y como documental de Netflix. Pero los propios narradores, esas voces “nativas” de los rockeros –¡todos hombres, para colmo!–, ya se han transformado en rockstars, en estrellas del espectáculo; han sido actores de dramas políticos que no reclamaron su martirio, o que supieron apartarse a tiempo de su posibilidad.

A pesar de los puntos en común, el rock y la política fueron –¿son? – sensibilidades en colisión. Entendemos aquí sensibilidades en un sentido que evoca el de estructura de sentimiento propuesto por Raymond Williams; porque trabaja con los mundos simbólicos y con los mundos afectivos, y porque habla de lo que está emergiendo como nuevo, en respuesta a lo arcaico y a lo residual, pero con distinciones que las ponen en conflicto. Comparten, entre otros, el juvenilismo, pero difieren en el tratamiento de sus adultos correlativos –la guerrilla peronista argentina, por ejemplo, confía en los dictados de un militar setentón–; comparten la rebeldía, pero no la revuelta; comparten la confianza en la novedad, pero no en todas las novedades (la política duda de la guitarra eléctrica y de las sustancias alteradoras de conciencia, lo que la acerca, paradójicamente, al campo del conservadurismo artístico más tradicionalista, confluencia que veremos en la “Marcha contra la guitarra eléctrica” que encabeza la cantante Elis Regina en Rio de Janeiro, en 1967; el rock, por su parte, duda del socialismo hasta el punto de no nombrarlo). Comparten, paradójicamente, una sensibilidad: la homofobia. Pero el mundo de las izquierdas continentales lo ejercita, como veremos, como advertencia anti-rockera: “Los jipis son todos maricones y drogones”.

 

Una contracultura

Es que, como una frontera más que como una definición, el rock se propone, asume o nombra como una contracultura. Para ser más precisos: esa definición es tan potente que organiza nuestra periodización y, por ende, toda nuestra historia. Como dijimos, el consenso historiográfico afirma que hay un primer momento “importador”, al influjo de la invención estadounidense de 1954, que produce una “música joven”. A eso lo sigue un segundo momento en que el influjo de la “ola Beatle” –en todo el mundo occidental–, en confluencia con otros elementos que analizaremos, construye al rock como una contracultura y lo pone en relación con otra contracultura juvenil que insiste en llamarse a sí misma “revolucionaria”. Nuestra historia está centrada especialmente en ese segundo momento, especialmente cuando los Beatles maduran, a partir de 1966, y abandonan los conciertos para convertirse en músicos de estudio y, por ende, artistas cabales. El análisis de los modos de esa relación (mucho más conflictiva que amistosa, mucho más mutuamente excluyente que colaborativa) incluye un tercer período: aquel en que las dictaduras latinoamericanas se dedican a exterminar a los movimientos juveniles de la izquierda revolucionaria –donde “exterminar”, lo sabemos, no es una exageración ni una metáfora– y el rock sufre censuras y persecuciones, aunque no exterminio. Un cuarto período es aquel en que se producen las condiciones de internacionalización latinoamericana del rock que emerge de esa tercera etapa; el momento en que puede hablarse ampliamente de un rock latino o de un rock latinoamericano –no necesariamente denominan lo mismo–, la etapa en la que la banda argentina Soda Stéreo convoca multitudes y vende millones de placas en Buenos Aires, Santiago de Chile o Ciudad de México. Ese momento será narrado más sucintamente, aunque ocupará nuestras conclusiones.

Lo cierto es que, como dice el sociólogo jamaiquino Stuart Hall en 1969, una contracultura es una weltanschauung, una concepción del mundo, pero no una ideología: se pronuncia “en contra de”, lo que la vuelve potencialmente revolucionaria, pero nunca define el sentido posible de esa posible revolución. Puede llevar a sus sujetos hacia la protesta y la rebelión personal, pero no olvidemos que toda sociedad tiene “sus áreas de disidencia tolerada”: es decir, su locura permitida. La contracultura hippie –Hall habla de ella, y nosotros lo usamos por homología– parece ser más esa disidencia tolerada que una contra-definición revolucionaria de una sociedad. Se trata de un “momento expresivo” más que “activista”, dice Hall; aunque, en el caso estadounidense, contamina a los grupos militantes en el estilo, la dramaturgia, la definición de contra-valores y en el establecimiento de una nueva subjetividad. Los hippies estadounidenses compartían visiones del mundo con la militancia radical blanca y también, aunque con diferencias importantes, con la militancia negra. Hall no cree que el hipismo haya sido una mera reacción antipolítica: hay retirada y disociación, señala, pero no una oposición abierta y absolutamente disonante (para usar un adjetivo musical).

El rock latinoamericano también permite leer su construcción como contracultura de un modo enfático; pero su relación con la militancia política revolucionaria parece perseverar más en la reacción y el rechazo que en el diálogo, salvo excepciones que deberán ser objeto privilegiado de nuestro análisis y nuestro relato. Simultáneamente, implica ciertas definiciones de clase: el momento contracultural del rock latinoamericano es blanco y de clases medias –quizás, con las únicas excepciones de los brasileños Gilberto Gil y Milton Nascimento, a quienes incluimos como parte de esta diversa familia por razones que serán debidamente explicadas–, porque esa misma construcción como tal exige determinados capitales culturales que no pueden adquirirse fácilmente en sociedades tan estructuradas y estratificadas socialmente como las nuestras. (Por eso mismo, su relación con las militancias, mayormente universitarias, se vuelve tan necesaria de ser repensada). No se trata de “resistencias populares”, como diría el sociólogo francés Pierre Bourdieu: “La resistencia puede ser alienante y la sumisión puede ser liberadora. Tal es la paradoja de los dominados, y no se sale de ella”. Pero, además, la contracultura supone siempre “un cierto capital cultural”. Como veremos, ese capital abreva en formas a veces muy sofisticadas de las filosofías orientales o en sabidurías originarias ocultas por las concepciones burguesas tradicionales del mundo letrado; pero no necesariamente en el mundo de las clases populares –hasta, posiblemente, la aparición del punk–.

 

(…)

 

Una historia descentrada

El orden de esta narración no es completamente cronológico, como hemos dicho, ni reviste tampoco la condición de un catálogo. Ni siquiera hay un orden geográfico: de sur a norte o viceversa. Creímos necesario mantener ciertas autonomías –el rock mexicano, el rock brasileño, el chileno– porque constituían experiencias incomparables en torno de los problemas que estamos planteando y las preguntas que queríamos hacer. En cambio, preferimos unir al rock argentino y al uruguayo, convencidos de que el primero se fundó en Montevideo. Por su parte, el mundo andino nos exigía una entrada cruzada y combinada –a sabiendas minuciosas de que ni Colombia ni Perú son exclusivamente andinos–, que a su vez se intersectara con los devaneos incaicos de los argentinos de Arco Iris –como veremos, decisivos en una última etapa de esta historia–. Pero, asimismo, postulamos que la relación entre modernización y revolución, definitiva para la invención del rock latinoamericano, no comenzaba sino en Cuba, donde el debate adquirió un peso decisivo para un cúmulo de prescripciones y prohibiciones, la mayoría de ellas bastante paradójicas, pero performativas. A los fines de nuestra interpretación, la relación entre rock y política es mucho más interesante en México, Brasil y Chile que en el resto del continente; del mismo modo, los modos en que el mundo intelectual participa animadamente del debate sobre esa relación, tomando partido con intervenciones periodísticas o incluso militantes, es desproporcionado en los dos primeros casos respecto de todo el resto: para decirlo con alguna simpleza, los significados del rock se debaten en 1968 en la Universidad Nacional Autónoma de México o en la Universidade de Sâo Paulo, pero no en la de Buenos Aires. Por eso, podemos –propusimos– comenzar con el alzamiento zapatista de 1994, continuar con la passeata organizada por Elis Regina en Rio de Janeiro en 1967, saltar al triunfo de Allende en la Chile de 1970, acompañar a una banda de montevideanos que va de Punta del Este a Buenos Aires en 1965 y culminar con la declaración como Patrimonio Musical de la Nación peruana de “El cóndor pasa” en 2004. Todos esos hilos van construyendo el tapiz que queremos describir e interpretar.

Esta es, entonces, una historia descentrada, que no sólo no comienza en Buenos Aires, y que ni siquiera comienza en el continente, sino en las islas. Después de todo, hay cierto consenso en las historias políticas latinoamericanas en que, para hablar de la cultura en la década de 1960, hay que comenzar por La Habana en 1959. No tenemos por qué transgredir ese acuerdo.

Historia Mínima del rock en América Latina (Buenos Aires, El Colegio de México/Prometeo Libros, 2025; México, El Colegio de México, 2025)

Se presenta en la Feria del Libro el jueves 8 de mayo a las 16 en la Sala Alejandra Pizarnik

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