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Argentina campeón
Opinión
La Selección más querida de la Historia

La selección más querida de la Historia

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Argentina le bailó a Francia un malambo con variedad de figuras durante casi una hora y media. La durmió con una tenencia de dos velocidades: una, de vaca paciendo en la pampa hasta la mitad de la cancha; y otra, una velocidad NASA, del medio hacia al arco de Lloris. Le hizo un gol por insistencia; y luego otro, que quedará en el Hall de la Fama del contragolpe. La obligó a ver la pelota en fotos, fascinó a Griezmann en el sentido de una aplicación de magia negra administrada por Mac Allister, que le hizo sombra para tenerlo cortito y escapársele al espacio-pozo que Francia cavó durante todo el campeonato entre los volantes que vuelven mal y los centrales aterrorizados por el anticipo. ¿Y Mbappé, el monstruo que brota de la tierra como la mano de Sissy Spacek en Carrie? Ahí, momentáneamente dormido entre la línea y un alambrado de cuatro postes bien parados: Molina, De Paul, Enzo Fernández y Romero.  

Fue la actividad incesante de Argentina, basada en su agresividad para negarse a compartir pelota y territorio, lo que desactivó al rival hasta hacerlo desaparecer. No sólo por un meticuloso control del arsenal de Francia, sino porque lo hizo implantándole problemas que no había imaginado. El más importante, el estacionamiento de Di María como wing izquierdo, llevando el partido a una disputa de uno contra uno entre él y Koundé, en la que no paró de imponerse por adentro y por afuera. En gran parte del largo momento en que a Francia no se la hallaba, Argentina hacía y sostenía la diferencia en el ángulo oeste de su ataque, variando entre el desborde y la descarga interior. 

Si en ese tramo Argentina fue tan superior a su adversario fue porque redujo el partido a una situación de individuos. En este caso, trabajando colectivamente para alimentar el desequilibrio en un punto clave, y fabricar allí su principal producto. Amenazas y hechos en un mismo teatro. En ese foie gras Argentina hundió varias veces su facón oxidado.  

El tiempo pasaba dulce, la victoria discurría hacía lo inevitable, ya estábamos pensando a qué escultor le encargábamos los monumentos y en quién nos podría presupuestar unas toneladas de bronce. Entonces, mientras se soltaban los “¡Ole!”, cosa a la que nunca hay que prestarse a hacer (sea en las tribunas o en la vida), llegó el penal de Otamendi a Muani, inmortalizado por su frase lápida: “Las finales no se juegan: se ganan”.  Pero ¡mirá vos qué desafiante! Bien, Randal. Abrazo. Y recuerda (se lo digo en español internacional para evitar chauvinismos): el surubí por la boca muere, y en boca cerrada no entran moscas. Tengo una más, pero no la digo porque cierran el diario. 

O sea, gol de Mbappé. La desgracia vino acompañada de otra: el inmediato empate en dos con una volea de una belleza a la que le agradecemos haber sido finalmente inútil, excepto como manifestación de sí misma. El 2 a 2 fue un hecho de injustica de los que abundan en el fútbol, el deporte bipolar. Podía ocurrir y ocurrió. Mbappé es una Bomba del Zar a la que es imposible seguirle el rastro de la mecha. No hay reguero. Con él, lo que apareció fue la versión más realista de la categoría “Final del Mundo”. No porque la facilidad con que Argentina desactivó a esa bomba mientras duró su dominio haya sido irreal, sino porque la realidad tiene su principal atributo en las sorpresas que se mueven en su interior para expresarse cuando quieren.

Resumiendo. Tuvimos un primer partido, el del baile total y la luz de ventaja aparentemente insalvable. Y un segundo, el de la recuperación de Francia mediante la obtención de un empate que pareció salir de un contrato con el diablo. Faltaba el tercero, el terminal: el de la emoción, un tipo de espectáculo al que podemos decir que Argentina se dedica con una fortaleza fuera de lo común para mezclar la sangre caliente con la fría. Es un don colectivo lleno de paradojas, tal vez el más importante del equipo: el de poder pensar en el mismo momento en el que se está inmolando. Su mayor capacidad no es la de matar o morir -dos clichés a los que les ha pasado por encima- sino un estado intermedio: sobrevivir. Es el equipo fusilado que vive.

El gol de Messi sin que la pelota tocara la red para adelantarse en el resultado ya en la cornisa del partido, nos mandó un mensaje acerca de las fuerzas negras que seguían en actividad. Faltaba que el Mal refrendara una vez más su presencia y, por supuesto, no iba a perder su oportunidad de hacerlo. Después del 2 a 0, el 2 a 2, el 3 a 2 y el 3 a 3. Imposible encontrar más Infierno en una cancha que en ese “progreso”. Pero allí estuvo, manifestándose por tercera vez. Además, hubo una cuarta en la escapada de Muani a tres minutos del final, con su criadero de moscas en la boca. ¡Vamos, capo picante de las conferencias de prensa! ¡Definí el Mundial! ¡Ganá la final sin jugarla! Todo tuyo. ¿O te vas a asustar? Pero no hay Campeón del Mundo sin al menos una escena de milagro, y allí apareció el pie endiosado del Dibu Martínez para desviar las dos horas insoportables de juego hacia la ruleta rusa en la que Argentina es especialista en zafar.

Llevar tan lejos el deseo, el corazón, la disciplina, el talento personal, la ausencia de temor, la frialdad y la hermandad ya no hasta el último minuto de partido sino hasta después de que el partido haya terminado (hasta los penales, hasta el hotel, hasta el aeropuerto), son ofrendas que pertenecen a un fenómeno inusual en el que el amor propio de un grupo de estrellas se convierte en amor a los demás. 

La Selección más querida de la historia ya tiene su copa de seis kilos de oro (unos tres pecetos normales) adentro del mersísimo baúl de Luis Vuitton. ¿De quién es propiedad esa joya? De todos, y especialmente de uno: el dios maduro de un juego enloquecedor en el que todavía hace lo que quiere, y se transforma por amor a nosotros en un dios de la perseverancia.              

JJB

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