Fondue de argentinos

En sus viajes a las islas Marquesas, Pomotú y Gilbert a bordo de las goletas “Casco” (en 1888) y “Equator” (en 1889), cuyas vicisitudes fueron compiladas en el libro En los mares del Sur (1896), Robert Louis Stevenson cuenta en un éxtasis apenas contenido la belleza de esos tesoros de la geografía, el asombro de encontrarse con otros mundos dentro de éste, las diferentes formas de credulidad y de incredulidad de los lugareños (de lo que existe y no existe en la cabeza humana según cómo sea cercenada o liberada la imaginación) y los refinamientos del canibalismo, del que se dio cuenta que no difiere en nada del carnivorismo cuando oyó los gritos insoportables de un cerdo al que estaban matando “mal”.
Algunas tribus “habían entretejido el canibalismo en la urdimbre de su vida”. Una familia podía vengarse de otra matando y comiendo a sus crías humanas, y había grupos que cazaban hombres o mujeres que se internaban en los bosques a buscar setas. El poder civil colonial, allí donde estuviera, trataba de imponer proscripciones, pero el canibalismo persistía en los lugares en los que se manifestaba como una “infección”. A un tal Whalon, miembro de un ballenero del norte, se lo comieron para vengarse del capitán de un negrero peruano (que estaba en su casa sano y salvo). Y era corriente que alguien matara a un camarada o a una amante en su casa (de “visitante”) y se lo comiera en un acto sencillo que ultrajaba lo que llamamos sentimientos humanos.
Pero la forma más artística del ritual caníbal era aquella por la cual se establecía un proceso hacia el éxtasis colectivo (como cuando el argentino carnívoro les dice a sus amigos: “compré el lechón”), en cuyo curso había isleños con la cara pintada con azafrán, bailes al ritmo de tambores de cuatro metros de alto, vestuarios multicolores, dedos emplumados moviéndose en semejanza con el aleteo de las mariposas y obsequios para las familias que habían “puesto” al muerto.
El propio Stevenson pudo haber sido víctima de esas ceremonias el día que vio fascinado las estaciones del rito, incluso celebrándolas por darle la posibilidad de dar fe de la bestialidad. Hasta que se dio cuenta de que iban comérselo a él. Y es en este punto, donde esta columna necesita un corte y una sutura de traspolación.
La escena, que nos trae de la memoria infantil la viñeta en la que un grupo de aborígenes hacen fondue con un humano blanco en una olla de barro gigante, nos anuncia los peligros a lo que nos lleva la fascinación de lo nuevo (también puede ser de lo viejo desconocido u olvidado), en este caso como versión folclórica de aquella otra, aparentemente más civilizada, en la que el humano blanco le muestra al antropófago sus espejos de colores.
En la Era de los Idiotas Crueles que tiene a la Argentina como laboratorio de vanguardia, en cuyas probetas burbujeantes vemos productos teatrales basura que fascinan al gran público (Santiago Caputo festejando goles en off side con el dedito índice, el Gordo Dan “domando”, Alejandro Fantino “meando”, Luis Majul “informando”, el presidente Javier Milei “razonando” su milagro económico, entre otras hermosuras), Manuel Adorni ganó de arremetida, con un excelente sprint final de su pony ideológico, la elección de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la París, la Roma, la Madrid, la Nueva York de América del Sur.
Eso significa que la Era de los Idiotas Crueles que se impone en la Argentina, conectó su orbita con la del triunfo irreversible de la Boludez, sustituto agravado del Mal. Digamos que la fascinación persiste, mientras se van calentando los quesos de la fondue para ir echando a la olla, uno por uno, a los compatriotas fascinados (aunque no a todos: sólo a los que no les dé el cuero material, aunque “domen” o “meen”) con el modo en que Adorni encarna y multiplica el alma libertaria.
Que Adorni sea una persona cuyos valores “argumentales” consistan en estirar las vocales como chicle masticado para dar -mediante un efecto Clonazepam- la idea de que “mea”, “doma” (incluso “caga”) cuando habla, o que huya hacia las evasivas, la sanata, el malentendido o el sofismo ante la menor presión de sus interlocutores, no lo hace un mal candidato. Todo lo contrario: muestra el camino de lo que va, de lo que anda en el mercado electoral y -por añadidura- de qué calidad será la historia que se está haciendo en estos días.
Adorni es la mejor representación en la que pueden inscribirse a fuego los valores de la época. En él se acuña la moneda libertaria de plástico: de un lado la idiotez; del otro, la crueldad. Pero en contraste con el presidente Javier Milei, es la vertiente “cuerda” de la locura incendiaria. Adorni es, por así decirlo, la “cordura” de la locura. Le alcanza con no sacarse (la locura de Adorni es fría, allí donde la de Milei es incandescente) para ofrecer un índice mínimo de temple flotando en el mar de los delirios.
Pero si el fuego de la fondue donde muchos fascinados están siendo cocinados es, por ahora, bajo o moderado, la razón no es porque la crueldad y la idiotez de Adorni sean valores sueltos. Están asociados como carne y uña (así, como la metáfora, es de mersa el “modelo” económico del gobierno) a la fumigación momentánea de los cucos siameses: valor del dólar, índice de inflación, ambos bajo un control de ficción similar al que podría tenerse de una maqueta de una ciudad creyendo, candorosamente, o maliciosamente, que se controla la cuidad.
El triunfo de Adorni, “goma” de Estado embanderado en sus ficciones, flácidas y desarticuladas, orientadas a conmover públicos permisivos a las inoculaciones de desprecio, tampoco fue gran cosa. Ganó bien, pero ahí. De los 3.100.000 de habitantes de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, de los que podían votar 2.500.000, lo votaron 500.000: más o menos 1 habitante de cada 6, 1 de cada 5 en condiciones de votar y 1 de cada 3 de los que votaron.
El asunto se desplaza, menos por asombro que por curiosidad, hacia una pregunta: ¿cómo es posible no votar contra Adorni? ¿Qué misterio organiza en relación a su figura algún tipo de simpatía? Sus indirectas gruesas, sus ironías lánguidas, su chispa de pólvora mojada, ¿pueden seducir? La respuesta no es un sí ni un no. Está en otro lado, posiblemente en la fascinación de la calma que a modo de superstición o espejismo nos entrega la economía, mientras se va calentando el fuego de la fondue.
JJB/MF
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