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Crónica

Conventillos, hoteles y casas tomadas: las familias que sueñan con el alquiler formal

Se estima que entre un 35% y un 40% de la población de la ciudad de Buenos Aires alquila

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Es 2014 y Myrian Quintana camina por el barrio porteño de La Boca. Hace un tiempo se separó de su marido —un hombre con problemas de adicciones al que denunció por violencia de género— y vive con sus dos hijos más chicos en una pieza donde apenas entra un televisor y una cama de dos plazas. Comparte el baño y la cocina con una decena de personas que no conoce. Sus dos hijos más grandes están temporalmente en la casa de su abuela, hasta que Myrian encuentre un lugar donde puedan vivir todos juntos. Por eso ella camina por el barrio, le pregunta a una mujer que encuentra en la verdulería si sabe de algo para alquilar, le pregunta a los vecinos que están en la vereda, pregunta en los kioscos, en rotiserías. Cuando ve una inmobiliaria, pasa de largo. 

Aunque ella trabaja en limpieza y sus hijos más grandes también tienen empleo —Brian como telemarketer, Camila en una imprenta—, ninguno recibe un salario en blanco y no tienen ningún documento que acredite ingresos. Menos aún la garantía propietaria que se exige para alquilar. Por eso Myrian camina por el barrio hasta que consigue el dato de una habitación más grande que se acaba de desocupar. Una pieza en una casa vieja que, aunque se lleva gran parte de sus salarios, casi a diario se derrumba sobre sus cabezas, que una vez se prendió fuego por un cortocircuito, que cada vez que llueve se inunda por más que armen barricadas con bolsas de arena para frenar la entrada de agua desde un patio interno que no desagota. 

Myriam y su familia integraron por muchos años ese grupo de personas—360.000 familias sólo en la ciudad de Buenos Aires, según datos de la ONG Hábitat para la Humanidad— que, si bien trabajan y cumplen todos los meses sus compromisos, no pueden acceder a un contrato de alquiler y viven en conventillos, inquilinatos, hoteles pensión o casas tomadas. Personas que tienen la obligación de pagar por esas viviendas los mismos montos que pide el mercado por otras en mejores condiciones, pero la posibilidad de reclamar nada. De algún modo, no alquilan: simplemente pagan por vivir bajo un techo que en cualquier momento pueden perder. Personas que no sueñan con una vivienda propia o que, en todo caso, tienen un sueño anterior: el de acceder a un alquiler formal. 

En 1947, fecha de los primeros datos de vivienda disponibles, el 82% de los habitantes de la ciudad de Buenos Aires, que rebosaba de inmigrantes, eran inquilinos y apenas el 18% propietarios. Eso cambió aceleradamente en las décadas siguientes, donde los planes de viviendas y de créditos públicos y privados dieron vuelta la proporción. A principios de los 90 en la ciudad había sólo 20% inquilinos, 12% en el total del país. A partir de entonces la situación se estancó y con la crisis del 2001 se revirtió la tendencia: comenzó un proceso de inquilinización. Actualmente, se estima que entre un 35% y un 40% de la población de la ciudad de Buenos Aires alquila. 

Desde diciembre de 2019 Myrian y sus cuatro hijos viven en Estela de Esperanzas: un edificio que construyó la ONG Hábitat para la Humanidad en Hernandarias 674, La Boca, un lugar donde antes había un inquilinato en ruinas, y donde lleva adelante un proyecto de “alquileres tutelados”. Las familias que viven en sus nueve departamentos —la mayoría encabezadas por madres solteras— pagan un alquiler a precio de mercado y gastos de consorcio, pero sortean la barrera que suele obstruirles el acceso a un alquiler formal: las garantías y los recibos de sueldo. Por otro lado, reciben un comprobante por cada pago que hacen, lo que les sirve como un primer antecedente favorable para buscar un futuro alquiler. 

La Ley Nacional de Alquileres, sancionada en junio de 2019, alivió en algo las exigencias sobre los inquilinos. Además de alargar el plazo de contrato de dos a tres años y aplicar una fórmula de ajuste anual de alquiler basada en la evolución de la inflación y los salarios, establece que los propietarios deben aceptar como garantía alguna de las siguientes opciones: título de propiedad inmueble, aval bancario, seguro de caución, garantía de fianza o fiador solidario o garantía personal del locatario (recibo de sueldo o certificado de ingresos que pueden sumarse en caso de ser más de un locatario).

Sin embargo, en la práctica los dueños siguen teniendo la última palabra. “Si el propietario se siente más seguro con una determinada garantía que con la que le puede presentar de opción el inquilino puede decir ‘perdón, la propiedad ya está alquilada o la voy a alquilar a otra persona’. En la teoría no se puede exigir una determinada garantía, pero en la práctica es probable que eso suceda”, admite José Rozados, presidente de Reporte Inmobiliario. 

La ley también creó un programa de Alquiler Social que, pese a estar reglamentado y tener un área dentro de la órbita del Ministerio del Interior, Obras Públicas y Vivienda, todavía permanece inactivo. 

Una solución informal a la falta de oferta 

El diagnóstico es unívoco: en la ciudad la oferta de viviendas disponibles para alquiler es escasa. Donde más faltante hay no es justamente en los barrios de mayor poder adquisitivo como Puerto Madero o Palermo, sino en viviendas para la clase media y media baja. Es decir, donde no es tentador para los inmobiliarios construir ni hay incentivos para hacerlo.

“Creo que ahí hay una deficiencia de interpretación por parte de las políticas públicas, porque dejan librado a que esto se resuelva en los barrios no centrales, en los que hay más demanda, de una manera informal, con la construcción de habitaciones, departamentos y departamentuchos que no reúnen las condiciones edilicias o de salubridad que deberían reunir”, dice Rozados. “El Estado lo acepta; no arbitra, no busca los medios como para que realmente se pueda hacer bien. Tal vez hay que aplicar políticas diferenciales de suelo, de incentivos, para determinadas zonas. No se puede gestionar desde lo abstracto para toda la Argentina”, añade. 

Es la mañana de un sábado de noviembre de 2020 y Myrian está sentada en la mesa de su departamento junto a sus cuatro hijos: Brian, de 25; Camila, de 22; Agustín, de 15 y Matías, de 12. El ambiente incluye la cocina y está ocupado casi totalmente por muebles y un sillón que a la noche se convierte en la cama del más pequeño. Atrás, contra el frente de la calle Hernandarias, dos habitaciones.  

Mientras comparten pastafrola y bizcochitos, entre todos reconstruyen una historia no sólo larga sino compleja: la historia de todos los lugares que han vivido, de sus convivencias con desconocidos y de estrategias de supervivencia frente a estructuras al borde del colapso. 

Se ríen recordando que en esa pieza donde vivieron, que se inundaba cada vez que llovía aunque comenzaran a armar un fuerte apenas veían el cielo encapotarse, no tenía puertas que separaran los ambientes. “No te podías ni enojar e irte a otra habitación. Imaginate lo que hubiera sido la cuarentena”, bromea Myrian. 

Esa pieza inundable no fue el último lugar en el que vivieron antes de mudarse a Estela de Esperanzas. En 2018 Myrian le “compró la llave” a una amiga que dejaba su pieza en un conventillo, una práctica habitual en el barrio. Es decir, compró por un monto de dinero superior a un alquiler y sin ningún trámite formal una habitación en una propiedad sin dueño conocido. Pagó el equivalente a lo que hoy serían $ 80.000 por esa llave.

“Vos sabés que nadie te garantiza que no te van a sacar de ahí porque no hay título ni nada, pero apostás a que te va a durar unos años. Algunos se quedan toda la vida”, dice Myrian. Puede salir bien o mal, y a ellos les salió mal. No habían pasado dos años cuando recibieron una orden de la Justicia: la propiedad estaba en juicio y tenían 10 días para desalojar. “¿Qué hago? ¿De nuevo volver a andar por todos lados? Por favor no”, recuerda  Myrian sobre lo que pensó al encontrar el papel debajo de la puerta. 

Del otro lado del pasillo vive Flavia Rebequi con sus dos hijos: Juan Ignacio, de 12, y Tobías, de 10. Es un departamento de dos ambientes y en el espacio de cocina-comedor hay una mesa, una heladera, varias sillas apiladas y una biblioteca que funciona como alacena. Flavia dice que siempre vivió en La Boca. Durante su infancia en conventillos y después en un hotel al que el Gobierno mudó a su familia de manera “transitoria” mientras acondicionaban el conventillo. La estadía transitoria duró 13 años y terminó con el incendio del hotel, en el que murió un bebé.

Mientras estuvo casada vivió en un departamento del barrio con sus hijos, pero cuando se separó y su exmarido dejó de ayudarla y de prestarle una garantía, tuvo que volver a la casa de su madre, donde también vivían varios de sus hermanos con sus hijos. 

“Si a veces te cuesta convivir con el marido y los hijos imaginate con mi mamá, mis hermanos, mis sobrinos. Aguantamos un año o dos, yo no conseguía alquiler por ningún lado”, dice Flavia, que ahora se dedica a cuidar chicos pero hasta mediados de esta año trabajaba como administrativa en una fábrica de ropa interior, de manera informal, a donde por la pandemia le redujeron el salario a la mitad. “Todos me decían que fuera a un conventillo, pero ellos no conocen lo que es —dice Flavia y apunta los ojos a la habitación, donde sus hijos miran televisión—. No digo que nunca voy a volver a un conventillo, pero no era lo que yo quería para ellos”.

El ex legislador porteño Facundo Di Filippo, del Centro de Estudios y Acción por la Igualdad e integrante del colectivo Habitar, dice que en la Villa 31 el 40% de las familias alquila y paga lo mismo que vale el alquiler de un monoambiente en algún otro barrio de la ciudad. ¿Por qué alguien viviría en la villa si por el mismo dinero podría vivir en otro barrio? 

En la Villa 31 el 40% de las familias alquila y paga lo mismo que vale el alquiler de un monoambiente en algún otro barrio de la ciudad

Facundo Di Filippo Centro de Estudios y Acción por la Igualdad

Primero, porque no tienen formalidad laboral —explica Di Filippo— . Segundo, porque no poseen una garantía como las que requiere el mercado hoy y, tercero, por una cuestión identitaria. “En la 31 tenés el 51% de las familias extranjeras y muchas personas que vienen buscando sentirse integrados por sus propios familiares y amigos que ya están en la villa. Salen a laburar y le dejan a los hijos en la casa de la hermana, de la prima, de la cuñada. Más allá de las problemáticas que atraviesan y de la estigmatización que se hace permanentemente desde afuera, muchas veces se elige vivir ahí. No lo ven como un confinamiento como se menciona muchas veces desde el prejuicio”. Por eso la solución que muchas veces propone el Estado, que construye barrios en localidades alejadas de donde viven las familias que se pretenden mudar, no funcionan para esas familias, que quieren vivir mejor pero en sus comunidades. 

Alquiler versus renta

Según una encuesta de la organización Inquilinos Agrupados, el porcentaje de ingresos totales que las familias destinan al alquiler alcanzó en diciembre el 56,1%. Y aunque este número muestra que es un gran esfuerzo mantener al día el alquiler, del otro lado del mostrador la situación también es incómoda. José Rozados, de Reporte Inmobiliario, asegura que la rentabilidad de un alquiler para los propietarios está en mínimos históricos: es del orden 1,6% anual bruta y de menos del 1% si se descuentan los gastos de mantenimiento a cargo del propietario, pagos de impuestos y demás. 

¿Cómo se explica que los alquileres sean cada vez más caros y las ganancias de los propietarios cada vez más magras? Porque la evolución del valor del inmueble y el del alquiler siguen caminos distintos o, mejor dicho, están atados a distintas monedas. La del valor de venta de la propiedad sigue o pretende seguir al dólar y el alquiler, el ingreso y los salarios en pesos.

Según una encuesta de la organización Inquilinos Agrupados, el porcentaje de ingresos totales que las familias destinan al alquiler alcanzó en diciembre el 56,1%.

“Cuando se piensa en recuperar las inversiones se deja afuera el rol social de la vivienda y se la piensa sólo como propiedad privada. Por supuesto que todos entendemos que es su propiedad y nadie se la va a quitar, pero una vivienda es más que eso”, dice Evangelina Dellarossa, de la Asociación Inquilinos Córdoba. 

Para la socióloga Florencia Labiano, que investiga las prácticas de alquiler en la ciudad y realizó su tesis doctoral sobre tema, el Estado no termina de posicionarse frente a esa tensión entre el derecho a la vivienda y el derecho a la renta. “Tanto en la salud como en la educación existe un sistema mixto en el que si no podés pagar por esos servicios, el Estado te los garantiza. Sin embargo, a la vivienda accedés sólo por el mercado”, resume. 

“En la cuarentena el Estado construyó hospitales en tres meses, pero tuvo cuatro meses a la gente en la toma de Guernica y no es que construyó viviendas —apunta—. Dijo que si la situación sanitaria lo ameritaba, iba a disponer el servicio privado de clínicas. Participa de la discusión por el aumento de las prepagas. Son acercamientos que el Estado no piensa en relación con el problema de la vivienda”. Según señala la investigadora, el Estado puede intervenir de dos maneras: regulando el mercado de alquiler o participando activamente en él con la construcción de viviendas, por ejemplo.  

Por estos días el Instituto de Vivienda de la Ciudad trabaja en el diseño un programa de “bolsa de viviendas en alquiler”. Según explica María Elisa Rocca, directora general de Vivienda Asequible del instituto, el Estado oficiaría como una inmobiliaria, pero una que se haría cargo de las garantías exigidas al inquilino y, por otro lado, le aseguraría al propietario el pago y la cobertura frente a cualquier riesgo. 

Tanto en la salud como en la educación existe un sistema mixto en el que si no podés pagar por esos servicios, el Estado te los garantiza. Sin embargo, a la vivienda accedés sólo por el mercado

Florencia Labiano Socióloga de la Universidad Nacional de San Martín

Se complementaría con el servicio comercial de inmobiliarias al integrar un perfil distinto de propiedades: menos tentadoras e incluso viviendas con alguna dificultad para ser alquiladas por esa vía. Rocca también piensa en la posibilidad de que el Estado genere herramientas o incentivos para reconvertir espacios de oficina, tal vez en desuso por los nuevos hábitos de trabajo generados por la pandemia, en viviendas que se integren a la bolsa. 

Después de la orden de desalojo, Myrian salió una vez más a la calle a buscar un dato de algún lugar disponible para mudarse. Pero esa vez, el dato que consiguió fue el del taller de la ONG Hábitat para la Humanidad, que abría la convocatoria para nuevos inquilinos y comenzaba con el proceso de selección. “Nos bañamos, nos cambiamos, y vinimos hasta el edificio, donde la gente estaba ya reunida”, cuenta, sentada a la mesa con sus hijos. Fueron varias etapas de selección, que transcurrían junto con los días que la separaban del desalojo, hasta que un viernes a las 10 de la mañana Myrian recibió el llamado que estaba esperando. 

A casi un año de la mudanza, Myriam alienta a Brian a que retome sus estudios de diseño gráfico en la UBA, que dejó porque no podía pagar ni la SUBE ni los materiales que le pedían. “Es cierto que nada está asegurado, pero ya tenemos la cabeza abierta para otras cosas; antes vivíamos con mucha inseguridad constante. Hasta a mí esto me dio ganas de estudiar. Dije que voy a terminar la secundaria e incluso estoy pensando en la facultad. Me gustaría estudiar historia del arte”, dice Myrian, que actualmente trabaja como promotora de prevención de violencia de género en la villa La Carbonilla, en el marco de la agrupación Corriente Combativa y Clasista (CCC). 

“Somos todos medio artistas. Podríamos tener una banda: Los Nómades”, bromea Braian y todos se ríen estruendosamente bajo un techo que no tiembla sobre sus cabezas. Que, por primera vez en mucho tiempo, les da un respiro.

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