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Crónica

“No sé si es Baires o Madrid”: Fito Páez le canta a España debajo de la Cruz del Sur

Fito Páez durante el concierto en Madrid.

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Celebrar un cumpleaños es siempre empezar por el final. Poner el presente de cara al ayer, a un ayer, en este caso, de hace 30 años. El final del concierto de Fito Páez este martes en el Wizink Center de Madrid fue intenso, alegre, enérgico. Pero una crónica no debería arrancar por los últimos acordes sino por los primeros, esos que delataban ya en los minutos iniciales sobre el escenario de qué iba la cosa: de recordar un álbum mítico, de abrazar tres décadas más tarde un viejo amor. El amor después del amor.  

“Hay recuerdos que no voy a borrar, personas que no voy a olvidar… uhhhhh”. Varias generaciones de argentinos nos hemos dejado las cuerdas vocales en cada frase de ese himno noventero que fue Brillante sobre el Mic, uno de los cortes de difusión de aquel disco de 14 canciones de las cuales al menos 12 sonaron en la radio. Banda sonora oficial de cualquier despedida, celebración o viaje de fin de curso, esa oda a lo que se abandona y a la vez se conserva como patrimonio sentimental funciona cual epítome del ser argentino: la reivindicación de la nostalgia como motor del disfrute. 

Algo (mucho) de eso hay en la fiesta que Fito Páez dedica al disco que marcó su carrera. Siete conciertos en Buenos Aires (al que se sumará un octavo) y tres en Uruguay, tres en Estados Unidos y dos en España, este de Madrid y uno el próximo sábado en el Auditorio del Forum de Barcelona –para el que hace semanas se agotaron las entradas– son parte de los fastos para estas tres décadas de un éxito de proporciones épicas para la industria musical pre-internet: según las informaciones de la época El amor después del amor vendió 30.000 copias físicas en los primeros dos días del lanzamiento, y para cuando alcanzó la mayoría de edad ya iba por el millón solo en Argentina. Sigue siendo el más vendido de la historia del país. 

La puesta en escena es sencilla, con el piano como gran protagonista de un escenario austero y luminoso. Debajo, la pista llena de sillas y flanqueada por las gradas que se mantienen en una algarabía casi religiosa. La setlist reproduce exactamente el orden del disco: la mirada hacia el ayer de Páez es metódica, respetuosa. Las canciones se desmarcan apenas con algún arreglo diferencial, un pequeño recordatorio de que no son los noventa y esto ocurre 30 años después. 

Por ejemplo, en Dos días en la vida una voz masculina acompaña al portento vocal de Mariela ‘Emme’ Vitale en los coros, apagando un poco la magia de una canción que mostró su corazón feminista antes de que muchas supiéramos ponerle esa etiqueta. Un piano poderoso mantiene el hechizo en La Verónica y en la inmensa Pétalo de sal, que sigue teniendo el toque de Luis Alberto Spinetta aunque no podamos escucharlo. Para entonces su “No sé si es Baires o Madrid” es ya la mejor descripción de lo que está pasando dentro del Wizink.

El disco del Olimpo

Pero volvamos a 1992. Páez tenía entonces 29 años. No era un principiante. De hecho había grabado ya seis discos. Era además un periodo prolífico del influyente (sobre todo en América latina) rock argentino. En esos primeros años 90 habían aparecido Filosofía barata y zapatos de goma, de Charly García, Pelusón of milk, de Luis Alberto Spinetta; Gustavo Cerati hacía doblete con Soda Stereo (Dynamo) y con Daniel Melero (Colores santos), Los Redonditos de Ricota celebraban el exitazo de La mosca y la sopa. Y en la inevitable conexión española, Andrés Calamaro acababa de publicar su primer disco con Los Rodríguez, Buena suerte.  

Pero entonces Fito organizó una juerga en el Olimpo del rock nacional a la vez que se consagraba como parte de esta mitología: en poco menos de una hora de música, en El amor después del amor brillaban Spinetta, Charly, Calamaro, Melingo, Cerati o Ariel Rot, Fabiana Cantilo, Claudia Puyó y Celeste Carballo, entre otros. 

Y a la fiesta también había invitado a dioses del otro cielo musical argentino: el folklore, con Mercedes Sosa y el Chango Farías Gómez bordando esa delicada pincelada latinoamericana de Detrás del muro de los lamentos, que en el Wizink suena potente en la voz de Emme, hija de otro mítico músico argentino, Lito Vitale. “Todo lo que hicimos, la mentira y la verdad, todo lo que hicimos sigue vivo en un lugar…”.

En Madrid Páez está solo con su banda; está claro que siente que se basta a sí mismo. Ya no tiene 29. Tampoco el aspecto desgarbado y la larga larga melena rizada de 1992, pero conserva la conexión con el público: dirige a sus músicos –una banda compacta en la que destacan el bajo de Diego Olivero, la guitarra de Vandera y el trío de trombón, saxo y trompeta– con su típico gesto de agitar las manos, y canta satisfecho, con cariño hacia las canciones que le convirtieron en una estrella. 

Los ojos de la musa 

“Las canciones no hablan de ti” puede ser una máxima incuestionable en terapia –no proyectes, no mitifiques– pero en un concierto –y en este más que en otros– es una mentira flagrante. Cada acorde escudriña el pasado, cada frase revive un amor, una amistad, un dolor. Suena Un vestido y un amor y Páez se lo dedica a Cecilia Roth, aunque en la pista y en las gradas el coro cante al unísono sus propios recuerdos.   

Mucho se ha hablado de la influencia de ella en el disco que el músico grabó en pleno estado de enamoramiento: el romance de la actriz y el rockero era demasiado jugoso para el papel cuché. Él se recrea y cuenta aquella vez que fue al cine a ver Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar, y al salir le dijo a un amigo, sobre la protagonista, “una chica así nunca me va a dar bola”. El “oráculo rosarino” se equivocaba: les esperaba una década como pareja y un hijo en común.

Más allá de la anécdota, quizá hay algo de verdad en que ese querer arrojó luz sobre las tinieblas que hasta entonces habían teñido buena parte de la música de Fito, le permitió reenfocar un pasado trágico –la muerte de sus padres, el asesinato de sus abuelas–, la tristeza de una separación o la furia frente a las injusticias desde un nuevo prisma de belleza, de optimismo. 

De ahí que el concierto atraviese un momento de enorme emoción con Pétalo de sal, Tumbas de la Gloria y Creo, que Páez dedica a Fabiana Cantilo, su gran amor antes del amor de Roth. También la menciona en Brillante sobre el Mic, que precede a otro himno, A rodar mi vida. El Wizink se entusiasma pero no estalla, es como si el público sintiera miedo de romper la magia de las linternas de los móviles encendidas y las voces en alto.

Habrá que esperar a la segunda parte, en la que el músico despliega otros grandes éxitos de su discografía. Y en la que tiene lugar el gran momento musical del concierto: el vis a vis de Páez con su invitado especial (y a la sazón, ex cuñado) Ariel Rot. La versión de Giros, ese tango al mango en la guitarra del ex Tequila eriza la piel. Hay más: Al lado del camino, Yo vengo a ofrecer mi corazón, Circo Beat y una potentísima y rockera Ciudad de pobres corazones. Pero faltaban el desmadre de los saltos, la emoción y el revoleo de camisetas sobre la cabeza. Había que llegar al final.

Cuando comenzaron los acordes de Mariposa Technicolor la pista se volvió estadio, la gente se abalanzó a los pies del escenario y la energía lo invadió todo. Ahí estaba: el amor después del amor (a El amor después del amor).

No faltaron los bises. Porque ya se sabe, los reencuentros con pasiones pasadas piden siempre alargar la despedida.  

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