OPINIÓN A 50 años de la muerte de Franco

La excepcionalidad española

Presidente del Gobierno de España —
20 de noviembre de 2025 11:42 h

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En un tiempo marcado por la inmediatez, donde las redes imponen el ritmo y las noticias caducan en horas, vivimos atrapados en una memoria de corto plazo, donde el ayer se olvida con rapidez y el mañana apenas se vislumbra. Esta mirada limitada al ahora tiene un nombre, sesgo del presente, y nos hace creer que lo que vivimos hoy fue siempre así. Esa visión sesgada condiciona nuestra percepción de la realidad. Y se hace muy presente en días como el de hoy, en los que recordamos que la España de este 2025 se parece muy poco a la de aquel 1975.

Aquel 20 de noviembre no sólo marcó el final de la última dictadura de Europa Occidental. Sino el comienzo de un viaje que había de llevarnos a recuperar la libertad y la prosperidad y a reconquistar la democracia perdida.

Un viaje que, visto hoy con perspectiva histórica, representa una historia de éxito casi única: pasar de una dictadura represiva a una democracia plena; de ser un país pobre y aislado, a uno próspero e integrado en el mundo. Se trata de un logro excepcional que muy pocos han conseguido. De entre casi cien países con más de diez millones de habitantes, solo cuatro han seguido un camino similar en los últimos cincuenta años.

Una excepcionalidad que no podemos permitirnos olvidar, al menos por dos razones. Primero, porque no reconocer la magnitud de la transformación política económica y social de nuestro país nos impide ser justos con nuestro pasado y nuestro presente.

Y, en segundo lugar, porque olvidar ese pasado implica ignorar a los grandes protagonistas de esta transformación. Protagonistas que no figuran con sus nombres en los libros de historia. Y que tampoco son recordados en el callejero de las ciudades donde se manifestaron, en los campus que tomaron, en las parroquias en las que se refugiaron o en las fábricas donde lucharon por su dignidad laboral.

Porque, si bien es justo reconocer a quienes, desde posiciones de responsabilidad, tuvieron la visión política y el espíritu de concordia necesarios para encauzar una democracia aun frágil, también lo es recordar que la democracia no cayó del cielo. No nació de una coincidencia feliz ni de un consenso súbito entre élites convencidas de que el cambio era inevitable. Tampoco fue una concesión generosa, al estilo de las cartas otorgadas del siglo XIX.

Fue el pueblo español el que tiró hacia adelante en los momentos de duda. El que arrancó las libertades que habrían de plasmarse poco después en nuestra Constitución. El que tomó pacíficamente las calles cuando fue necesario, para rendir tributo las últimas víctimas de una dictadura que se resistía a desaparecer. El responsable de que la única desembocadura posible de la transición fuera una democracia moderna y libre.

Fueron los trabajadores y las trabajadoras quienes lucharon por salarios justos, condiciones laborales dignas y pensiones que garantizasen una vejez segura. Fueron las mujeres españolas quienes se dejaron la piel –y algunas, la vida– para conquistar una igualdad legal que les permitiera soñar en libertad y vivir con autonomía. Fue la juventud la que empujó a sus mayores a aceptar un país más libre, más igualitario y con más oportunidades. Fueron ellos y ellas los verdaderos padres y madres de la democracia que hoy disfrutamos.

Esos avances pueden parecernos obvios hoy, en un país plenamente integrado en la Unión Europea, rodeado de socios democráticos y sociedades abiertas. Nos hemos acostumbrado a convivir con libertades, derechos y prosperidad, hasta el punto de dar por sentado que siempre estuvieron ahí. Pero no es así. La España de hoy es casi un milagro que solo se ha podido construir con el trabajo y el esfuerzo diario de millones de españoles y españolas.

Y no hubiera sido posible sin nuestra democracia.

Hoy sabemos que las democracias crecen más, lo hacen de manera más sostenible, protegen mejor a sus sociedades frente a las adversidades, son más resilientes a las crisis económicas, canalizan mejor los conflictos, pagan mejores salarios y son más pacíficas que los países que no tienen la suerte de serlo.

Ninguna democracia –tampoco la nuestra– es perfecta. Queda mucho por hacer para forjar la España que queremos y podemos llegar a ser, con más oportunidades, más derechos y menos desigualdad. Ser conscientes de ello es lo que nos hace avanzar y mejorar.

Por eso, es precisamente ahora, cuando algunos idealizan regímenes autoritarios y se aferran a la nostalgia de un pasado que nunca fue, cuando debemos dar un paso al frente en defensa de una libertad que durante tantos años nos fue arrebatada.

Y cuando nos pueda el pesimismo y el ruido de la política y la confrontación no nos permita ver la luz al final del túnel, recordemos que habitamos en un país único. Que vivimos en un presente que representaba una posibilidad ínfima hace cincuenta años. Y que España, los españoles y las españolas no dejarán nunca que ese milagro desaparezca.