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the guardian

Miedo entre los extranjeros ante la ola de violencia contra los migrantes en Irlanda del Norte: “Nunca había pasado algo así”

Los disturbios en Ballymena, en el condado de Antrim.

Rory Carroll

Ballymena —

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Cuando la turba viene a la caza por Clonavon Road, los extranjeros que quedan confían su suerte a las pegatinas en las puertas de entrada y a las banderas en las ventanas que señalan que ellos son los buenos extranjeros, los extranjeros que no causan problemas y merecen ser perdonados.

“Filipino vive aquí”, declaran carteles con la bandera filipina, pegados como talismanes contra la destrucción. Otras familias han levantado banderas de Reino Unido y banderolas unionistas con la esperanza de desviar la ira de la multitud y evitar la selección.

“La pusimos ayer”, dice Blanka Harnagea, inmigrante checa de 38 años, señalando la bandera británica en la ventana de su salón. ¿Está funcionando? Una sonrisa irónica. “Seguimos aquí”.

En una calle de casas calcinadas y abandonadas es una victoria frágil, porque nadie sabe si los disturbios que han marcado esta semana la ciudad de Ballymena, en Antrim (Irlanda del Norte), amainarán o continuarán y se extenderán a otras localidades de Irlanda del Norte.

Cientos de personas, muchas de ellas enmascaradas y encapuchadas, atacaron el lunes y el martes viviendas y comercios de propiedad extranjera en una oleada de destrozos, incendios y lanzamientos de proyectiles que derivó en enfrentamientos con la policía que se saldaron con 32 agentes heridos y varios inmuebles y vehículos incendiados.

En la Cámara de los Comunes, el primer ministro británico, Keir Starmer, se unió a los políticos norirlandeses para condenar la violencia y pedir calma. Pero los residentes extranjeros en Ballymena siguen debatiéndose entre huir o agazaparse y desear lo mejor.

“La multitud golpeaba la puerta y todos estábamos arriba”, dice David, un polaco de 28 años que no revela su apellido. Dos familias polacas y búlgaras –unas 12 personas en total– se agruparon para ponerse a salvo y encajaron un sofá contra la puerta principal cuando la muchedumbre rompió las ventanas e incendió el salón, explica. “Olí el humo. Bajamos y salimos corriendo por la puerta de atrás hacia la comisaría”.

Es miércoles por la tarde. Brilla el sol y ya se han retirado los escombros del caos de la noche, pero el trabajador de la planta procesadora de alimentos y su novia embarazada están haciendo las maletas y preparándose para trasladarse –solo por unos días, esperan, pero algunos miembros de la familia de ella desean regresar a Bulgaria–. “Llevo aquí 14 años, nunca [había pasado] nada como esto”, dice David. Le tiembla la voz.

“Descerebrado, inaceptable y salvaje”

La violencia estalló el lunes tras una vigilia por una adolescente supuestamente agredida sexualmente por dos chicos de 14 años. Cuando comparecieron ante el tribunal, un intérprete rumano les leyó la acusación de intento de violación.

La vigilia fue pacífica, pero cuando una multitud se separó y empezó a atacar viviendas habitadas por extranjeros en Clonavon Road y calles cercanas, estallaron disturbios a gran escala, provocando la intervención de la Policía, que se llevó entonces la peor parte de los ataques. Liam Kelly, presidente de la Federación de Policía de Irlanda del Norte, dice que sus miembros evitaron un pogromo. “Lo que vimos fue totalmente descerebrado, inaceptable y salvaje”.

Algunos vecinos nativos de Ballymena dicen que era necesario, un ajuste de cuentas pendiente y sostienen que las autoridades han convertido esta ciudad de clase trabajadora predominantemente protestante, situada a 40 kilómetros al noroeste de Belfast, en un “vertedero”, en sus palabras, de inmigrantes y solicitantes de asilo.

“Los disturbios tienen razón: estamos superpoblados”, dice Danielle O'Neill, de 32 años. “Suena como si fuera racista, pero no lo soy. Es como una invasión. Ya no me siento segura caminando por la calle. Ayer mismo uno de ellos me seguía y me miraba”.

O'Neill atribuye a algunos llegados el mérito de trabajar duro y crear puestos de trabajo, pero acusa a otros de delincuencia. “Si ellos pueden aterrorizar a nuestros hijos, nosotros podemos aterrorizar a la ciudad. Es una forma de hacer oír nuestra voz”. Su marido, Ryan O'Neill, de 33 años, dice que los vecinos tienen que tomar medidas contra los presuntos delincuentes. “Si el Gobierno no los echa, los echaremos nosotros”.

Un residente cuenta que los participantes en los disturbios –algunos con conexiones paramilitares– ordenaron a los propietarios que desactivaran las cámaras de los timbres de las puertas y otros dispositivos que pudieran identificar a los responsables del caos. Afirmar tener nacionalidad filipina ha tenido un valor limitado: al menos un hogar filipino fue atacado y su coche incendiado.

Tyler Hoey, teniente de alcalde de Ballymena y concejal del Partido Unionista Democrático, ha condenado la violencia y ha afirmado que los extranjeros son bienvenidos, pero ha acusado al Gobierno británico de permitir que se instalen en la ciudad “autobuses repletos” de personas no autorizadas. “Hay que abordar la inmigración sin restricciones”.

Dee, de 53 años, trabajador de una planta embotelladora, sostiene que los disturbios reflejan la creencia de que los recién llegados recibían cuantiosas ayudas estatales y que la policía y los políticos hacen la vista gorda ante el comportamiento antisocial. “Me parto el culo trabajando y pagando mis impuestos mientras a ellos les alojan en hoteles de lujo y la policía les deja hacer lo que quieren. Es un vertedero. Nadie se preocupa por nosotros, estamos olvidados”.

Dee dice que reconoce–y da la bienvenida– a los católicos de otras partes de Ballymena que se unieron a las protestas. “Normalmente no estarían en una zona unionista como esta, pero han venido. Es algo muy bueno”. Lamenta que a sus vecinos inmediatos –una familia eslovaca– les rompieran las ventanas. Asegura que los anteriores ocupantes eran “una pesadilla”, pero los eslovacos son “excelentes” y no deberían haber sido el objetivo. “Les golpearon en caliente. Fue un error”. Los responsables se disculparon y dijeron a la familia que podía quedarse, dice Dee.

En una calle adyacente, Harnagea, la mujer checa madre de cinco hijos, espera que su bandera británica recién instalada reforzara los intentos de protección de su vecino, un hombre de la zona. “Sabe que somos buenas personas, que no hacemos ningún daño”, afirma. “Creo que se lo ha explicado a los demás”.

Aun así, por precaución ha trasladado documentos y otras pertenencias a otro lugar. “Llevo tres días sin dormir. No sé si dormiré esta noche”.

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