Pulpa es un suplemento de ficción semanal editado por El Cuaderno Azul que publica textos breves y potentes, directo de nuevas voces para lectores hambrientos. Recibimos textos de manera abierta, a través de este link.
Esta narración emplea el color y el clima de El Eternauta, de Héctor Oesterheld, y la secesión en fracciones de Argentina, de A Ramón Imago no le importaba decirlo (aunque nunca lo dijo), de Rafael Bielsa.
el eternauta
Ana Suarez Anzorena
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Brandán Niemöller se repetía que las grandes tragedias son sólo excusas para contar algo hermoso. A veces, observaba San Calixto desde lo alto del lucernario y fantaseaba con ser mucho más que un escritor anodino; lo suyo era llegar a ser el gran cronista de una gesta.
Esa noche —la misma de siempre— recomenzó la nevada tormenta blanca, entregada al frío de los ciclos. Volvía sobre los techos de San Calixto, sobre los mismos nombres y heridas. El fuego vivísimo de Chacabuco. La pedantería de la Primera Partición. Los pómulos del Horror, La memoria de episodios apenas devorados. Tantas otras glorias sin sueldo.
Abajo, San Calixto, blanquecino, vibraba como un animal viejo. Las losas se estrechaban con un crujido seco. En los pasillos más sombríos, sus moradores contaban historias sin desenlace y los ascensores no se detenían en los pisos de quienes no querían ser visitados.
Nada era innegable, pero todo pesaba. Porque en San Calixto, el pasado nunca se va: sólo se acumula. Como la nieve y los instantes. Como esos héroes que nunca imaginaron serlo y son honrados en cada efeméride. La ablación indeclinable de la Argentina.
Juan Salvo —el mismo de siempre— aún resistía en alcobas y recintos semicerrados. San Calixto era tan grande como siempre lo había sido, aunque sus habitantes se hubieran ido perdiendo.
Juan y un puñado eran los últimos héroes de una historia ya contada. No teniendo superpoderes, había desarrollado la paciencia, que es mucho peor. Acopiaba un archivo lleno de nombres que sólo aparecían de noche, embadurnados de tintas grises, sobre páginas amarillentas que nadie se había molestado en mirar. Juan acumulaba tantas vidas que daba la impresión de comprenderlo todo.
Todos los habitantes habían aprendido que, en estos sures, la historia no se escribe: se recicla. Sus figuras más resonantes lo subrayaban en cada mensaje anual: “Aún no ha terminado”. No mentían. En el pasado los enemigos eran más tangibles: el interior contra el puerto, los prósperos contra los pordioseros. Ahora nadie sabía quién era quién.
Sin embargo —el mismo “sin embargo” que hemos arrastrado por generaciones de ciegos—, ahí estaban Juan y los otros. Los últimos. Los raros. Los tercos. Los que guardan cajitas de música. Los que saben que la insistencia puede ganarle al olvido. Los que aman. Como Salvo.
Así, con cada copo, cada historia se volvía a contar como si fuera nueva. Cada héroe aparecía, sabiendo que pronto debería desaparecer para que San Calixto no se derrumbara. Para que siguiera doblándose sobre sí como un diario viejo, empapando el estallido.
Esa noche la nieve trajo algo diferente. Juan creyó que era el viento, pero el zumbido tenía pulso. Se acercó al archivo. Las hojas temblaban levemente. En la más vieja había un mensaje: “Soy el que te dio la nieve, el truco, la hija perdida. Y he vuelto, porque los personajes, como las naciones, no mueren: se descomponen”.
Un golpeteo comenzó detrás del muro. Tres veces. Silencio. Luego, otra vez: tres golpes. Abrió la puerta del archivo y encontró un espejo enmarcado en piedra húmeda y lámparas sin llama. Avanzó; cada mirada era un recuerdo, y cada recuerdo un eco o un error. En la penumbra destacaba una figura cuyo rostro no era el suyo, aunque lo contenía.
—¿Quién sos? —preguntó Juan.
—Soy el Juan que no lo hizo. El que dudó. Quien no evitó la nevada.
—Eso no existe.
Juan quiso decir algo más, pero no encontró las palabras.
—No vine a enjuiciarte —agregó Brandán—. Vine a mostrarte lo que fuiste para que no dejes de serlo y para que no te rindas.
Juan retrocedió mientras el otro se incorporaba. Volvió a lo que conocía; Brandán, al cálido lucernario. San Calixto se estremeció.
Al rato, la nieve había cedido; algo la había enfrentado. Por primera vez en demasiado tiempo las calles volvieron a estar secas. Y nadie salía, nadie celebraba. Porque ya habían entendido que algo había cambiado.
En la mesa de Brandán, una hoja nueva, la tinta aún fresca: “Nunca fue ficción. Las necrológicas no inventan. Juan Salvo”.
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