Nadia Murad (Kocho, Irak, 1993) tiene una historia, pero no es esa historia. Lo deja claro mientras desgrana el relato de lo que le sucedió a ella y a otros miles de personas víctimas del genocidio yazidí por parte del Estado Islámico: abandono de la comunidad internacional, secuestros, asesinatos, violaciones, esclavitud, exterminio. Si es difícil escuchar su relato, ¿cómo será pronunciarlo? Murad, que consiguió escapar del secuestro del ISIS, se ha convertido en una de las voces más relevantes contra la violencia sexual como arma de guerra y su labor le valió el Premio Nobel de la Paz en 2018. La activista, amenazada por el ISIS y a la que acompaña un fuerte dispositivo de seguridad, estuvo en Madrid para participar en el ciclo 'Mujeres por la paz', organizado por La Casa Encendida y la Asociación Mujeres de Guatemala desde hace ya once años.
“Hay millones de mujeres en el mundo víctimas de violencia sexual como arma de guerra que tienen su voz silenciada. Muchas son silenciadas con vergüenza y estigma y tenemos que trabajar en eso, cambiarlo, dejar de culparlas por lo que han sufrido. Muchas quieren compartir su historia, pero hay consecuencias, sobre todo en países en los que el conflicto sigue de alguna manera”, asegura Murad, que pide comprensión y apoyo para las que no pueden o no quieren compartir su testimonio y también reflexión a quienes recopilan sus historias, pero las reproducen desde el morbo, la falta de empatía o de comprensión.
Murad vivía en el pueblo de Kocho, al norte de Irak, junto a su madre y sus nueve hermanos cuando en 2004 el ISIS arrasó su comunidad como parte del genocidio hacia la minoría religiosa yazidí. “Pedimos ayuda para que frenaran lo que sabíamos que el ISIS iba a hacer y nadie hizo nada”, dice. Su madre y seis de sus hermanos fueron asesinados y ella se convirtió en una de las aproximadamente 6.500 mujeres y niñas que ese año fueron raptadas y utilizadas como esclavas sexuales. “Estos grupos siempre tienen un plan específico para las mujeres. Mi madre, para ellos, era demasiado vieja para ser esclava sexual así que la asesinaron”, relata.
Desplazada a Mosul y víctima de todo tipo de agresiones, Nadia Murad consiguió escapar y, con ayuda, llegó al campo de refugiados de la ciudad de Duhok. “Yo fui una de las chicas con suerte que pudo escaparse y encontrar a su familia. Pero incluso al escapar del cautiverio mi nuevo mundo fue un campo de refugiados. Tuve que cargar con vergüenza y estigma por lo que me habían hecho”, cuenta. Gracias a un programa alemán de ayuda a personas refugiadas, Nadia Murad pudo emigrar y seguir con su historia, que era mucho más que lo que había sufrido en los últimos tres años de su vida. Pero ese tipo de programas, remarca, llegan a un número muy pequeño de personas en su situación.
Al sobrevivir me di cuenta de que eso conllevaba una responsabilidad: compartir mi historia, quería hablar de esas niñas que violaron, de los niños que se llevaron a campos de formación para lavarles el cerebro, de las madres que nunca pudieron despedirse de hijas e hijos, de todas las personas inocentes que fueron asesinadas
“Al sobrevivir me di cuenta de que eso conllevaba una responsabilidad: compartir mi historia, que no era solamente la mía, quería hablar de esas niñas que violaron, de los niños que se llevaron a campos de formación para lavarles el cerebro, de las madres que nunca pudieron despedirse de hijas e hijos, de todas las personas inocentes que fueron asesinadas”, afirma. Porque si las niñas eran raptadas y convertidas en víctimas de trata sexual, los niños, o eran asesinados o enviados a campamentos en los que el ISIS aprovechaba su corta edad para adoctrinarles y sumarles a sus filas. Nadia Murad tiene una organización y un código, Nadia's Iniative, sobre cómo abordar la violencia sexual como arma de guerra. “Nació de una verdad sencilla: sobrevivir al genocidio es solo el principio. Pensamos que cuando la guerra acaba todo vuelve a la normalidad, pero para mí solo fue el primer paso. Casi once años después sigo luchando para sobrevivir al trauma y a lo que vino después”, afirma.
“Lo que pasó en Irak sucedió hace diez años, pero lo que sufrieron muchas mujeres, niñas y niños no ha terminado. Muchas mujeres siguen luchando hoy en los tribunales, muchas no han podido compartir su historia”, prosigue. Murad pone como ejemplo de las consecuencias duraderas del genocidio el silencio de la mayoría de mujeres de su familia: casi todas fueron capturadas y abusadas, pero ninguna ha hablado en voz alta de lo que vivió. O el caso de uno de sus sobrinos, de 13 años, al que se llevaron a un campo para adoctrinarle y del que dejaron de saber hace ya tiempo. Las mujeres que quedaron embarazadas como consecuencia de las violaciones y que tuvieron hijos enfrentan a menudo el rechazo de sus comunidades. Hay quien ha podido volver a sus pueblos y ciudades, pero mucha otra gente no. Las tasas de suicidio entre quienes sufrieron las atrocidades y la destrucción de sus comunidades son muy elevadas.
Esclavas
“No solo era llevarse a mujeres y violarlas, reclutaron a muchos hombres porque les prometían nueve mujeres como esclavas sexuales, o bien ganaban dinero vendiéndonos. Al principio no querían que las mujeres nos quedáramos embarazadas, daban píldoras porque querían disfrutar de varias de ellas y si una se quedaba embarazada, se tenían que quedar con ella. Cuando vieron que perdían la guerra en Siria e Irak entonces cambiaron de estrategia porque querían que su legado se quedara, y por eso empezaron a dejar embarazadas a las mujeres una y otra vez. Los niños fruto de la violación de las mujeres son una marca que queda en tu cuerpo para siempre”, explica la activista.
En muchas comunidades, estas mujeres son abandonadas por sus parejas o familias, como ha sucedido, por ejemplo, con muchas supervivientes de Boko Haram en Nigeria. En la comunidad yazidí, acogieron a los niños, pero no todo es fácil: Murad denuncia la falta de recursos para atender a la infancia, y también la obligación de registrar a los padres legales, aunque fueran los capturadores y violadores de esas mujeres.
De Gaza a Sudán o Ucrania
Como víctima de un conflicto, Murad es clara sobre Gaza, pero también sobre lo que sucede en otros lugares, como Congo, Guatemala, Ucrania o Sudán: “Lo que necesitamos es que la guerra pare y que la gente tenga el apoyo que necesiten. La violencia en conflicto es una violencia contra todo el mundo. Refugiados, activistas, feministas, todos deberíamos unirnos. Quizá no veamos cambios rápidos, pero estamos haciendo progresos”. Sobre Gaza, Murad denuncia el sufrimiento de la población civil y alerta de que es la gente “más vulnerable” quien paga un precio más alto en el conflicto. Y habla de la justicia como paso imprescindible para sanar el sufrimiento que generan guerras y genocidios. Esa justicia pasa, recuerda, por identificar y enterrar a familiares asesinados, pero también por llevar a los responsables ante los tribunales.
“Tenemos que centrarnos en soluciones sostenibles para la gente, no solo en ofrecer ayuda de emergencia. La gente no solo tiene que sobrevivir, tiene que poder vivir en lugares reconstruidos. Cada vez es más difícil encontrar apoyos para nuestras organizaciones y para proyectos humanitarios, es más difícil seguir con nuestro trabajo. Necesitamos que los gobiernos reconozcan la gravedad de lo que sucedió, muchos no lo han hecho”, subraya.
La Premio Nobel critica la criminalización de las personas refugiadas, a las que a veces se ve “como personas que se aprovechan del sistema”. “La mayoría de los y las refugiadas no quiere irse de su casa, no quiere dejar de lado su cultura y su historia. Yo espero poder criar en el futuro a mis hijos en mi región, por eso llevo mucho tiempo trabajando en reconstruir mi comunidad. Tenemos que reconocer a los refugiados como seres humanos”, defiende Murad, que entiende que los países no puedan no asumir a millones de refugiados, pero reclama, entonces, “trabajar juntos para reconstruir la vida” de estas personas, “y no enviarles a sus países sin más”. “¿Cómo podemos construir la paz cuando hay millones de desplazados y nuevas generaciones están creciendo en campos de refugiados?”, se pregunta.
El verano de ese 2014, cuando Nadia se estaba preparando para su último año de escuela secundaria (ella fue la primera de su familia en acceder a la educación formal) y el ISIS arrasó su comunidad, ella tenía una idea en la cabeza: abrir un centro de estética para mujeres. Once años y un Premio Nobel después, esa ilusión sigue rondándole: “En Afganistán, los talibanes, no porque las mujeres no puedan maquillarse o peinarse, sino para que lo hagan en casa y no tengan esos espacios de reunión. Los centros de estética son también lugares en los que las mujeres conectan y comparten cosas”. Esa ilusión, aún no cumplida, también es parte de su historia.