Aaron James es doctor en Filosofía por la Universidad de Harvard y profesor titular de Filosofía por la Universidad de California. En 2016 dedicó un libro a los peligros de votar a Donald Trump. Analiza también al personaje en una entrevista que aparece en ‘La psicología de la estupidez’, de Jean-François Marmion, publicado en Francia en 2018 y editado ahora en España por Península. James le define así: “Donald Trump es un idiota supremo, un superidiota, por así decirlo. Me refiero a que es un idiota que inspira al mismo tiempo respeto y admiración por su maestría en el arte de la estupidez, a pesar de la competencia de sus compañeros”.
La estupidez, no solo gracias a políticos como Trump, se ha convertido también en un comportamiento colectivo. La ‘fábrica de tonterías’, como se resume en el citado libro, está fuera de control porque las idioteces se difunden de una manera que cada vez es más difícil de combatir. Su objetivo no es otro que el de ayudar a determinadas estrategias políticas, a veces disfrazadas de rebeldía y otras, de periodismo.
Entre todos los tipos de estupidez, probablemente la vinculada al narcisismo (sea asimilable al comportamiento o al trastorno de la personalidad) es la más peligrosa porque los delirios de grandeza se multiplican exponencialmente. Esta frase de Trump en su discurso ante la Asamblea de Naciones Unidas del martes podría ser un buen ejemplo: “La ONU ni me ha llamado para darme las gracias por haber solucionado siete conflictos que han matado a miles de personas. No. Solo me ha recibido con una escalera rota, que si la primera dama no llega a estar en buena forma... Y un telepronter averiado”.
En el ensayo sobre la estupidez, otro de los entrevistados es Pierre de Senarclens, profesor honorario de Relaciones Internacionales de la Universidad de Lausanne. Reflexiona sobre cómo el populismo recluta a gente de todos los ámbitos y en el caso concreto del éxito de Trump recuerda que, en la primera campaña electoral, su falta de civismo fue interpretada como algo positivo. Mucha gente se identificó con él: “No ocultó sus defectos personales. Hizo alarde de su inmadurez, de su fragilidad narcisista, comportándose como si nunca hubiera crecido, como si nunca hubiera adquirido una verdadera conciencia moral. Sus mentiras, su exhibicionismo, sus incongruencias y su lado desvergonzado sedujeron a la gente. Un gran número de estadounidenses, sin importar su estatus social, se identificaron con su incivismo, su odio, su comportamiento extravagante, sus ideas simplistas, sus posturas maniqueas, sus teorías de la conspiración, su racismo y su exaltación de la grandeza de Estados Unidos”.
Uno de los debates no resueltos es si la estupidez es más perjudicial que una mentira. Los que defienden que es así argumentan que quien dice estupideces está “desvinculado de una preocupación por la verdad”. No está mal jugado. Así que, según ese razonamiento, es peor que Trump sea un estúpido a que mienta.
Eso nos lleva a otra pregunta y es por qué incluso gente muy inteligente cree en cosas absurdas. Los movimientos antivacunas o la supuesta relación entre el uso de paracetamol en el embarazo y el autismo, que los especialistas tildan de disparate, pueden ser dos buenos ejemplos. Si asumimos que la inteligencia es la capacidad de razonar, aprender rápido y resolver problemas (además de muchas otras cosas) a priori debería ser más difícil que alguien inteligente crea determinadas tonterías. Pero, y ahí va una posible explicación bastante plausible, uno puede ser inteligente o incluso muy inteligente y dejarse llevar por los sesgos.
‘Si lo dice uno de los míos será que es así’. Entiéndase por ‘míos’ desde partidos a medios de referencia. En resumen, las creencias nos pueden cegar, seamos más o menos espabilados y, por lo tanto, uno puede ser muy inteligente y muy idiota a la vez. Sí, tampoco es que estemos descubriendo algo que no supiéramos. Sí, es la falta de juicio de toda la vida. Pero es que ahora abunda mucho.
Por cierto, no olviden que una de las peores estupideces es creerse más inteligente que el resto.