Ahora me toca huir a mí, nene
El fin de semana pasado se murió todo el mundo. Dos días de lluvia, frío, calor, una cúpula gris sobre la ciudad. El domingo me puse a escuchar a Manal. Javier Martínez fue un músico de una sola banda. Aunque tuvo otras –desprendimientos de Manal, conjuntos de Blues– la banda en la que desplegó una potencia extraordinaria fue en el trío que formó con Alejandro Medina y Claudio Gabis. Una música de comienzos de los sesenta que hoy sigue siendo terriblemente actual. ¿Por qué? Porque el paisaje que narra –la gentrificación de la ciudad– sigue estando presente, la idea lárica de huir a otro lugar –el campo, la casa con diez pinos– sigue estando en el imaginario de muchos jóvenes a pesar de la tecnología intrusiva del mundo digital y, fundamentalmente, porque las preguntas que se hace Javier Martínez en Manal siguen siendo preguntas válidas, existenciales: ¿para qué vivimos? ¿Los dioses están muertos? ¿Qué hay que tener en las venas para ser un humano rentable? ¿Y para que alguien te pueda amar? ¿Qué hay que hacer?
La voz aguardentosa de Javier prefiguró la del Indio Solari (de hecho, Jugo de tomate frío fue uno de los covers que cantó Solari en vivo). La primera vez que lo escuché cantar a Javier sentí cierta incomodidad. No era una voz domesticada, era una voz que tenía historia, que estaba atravesada, siendo tan joven, por un alma vieja. Escuchar por primera vez a Manal era lo que en filosofía se denomina un acontecimiento: tu vida no va a volver a ser lo mismo. Ese sonido de guitarra, bajo y batería tan ensamblado, la lírica sencilla y a la vez inquietante, “y los obreros fumando impacientes al trabajo van”. O la foto que parece un poema de William Carlos Williams: “La grúa su lágrima de carga inclina sobre el dock”. Era demasiado. Me acuerdo que mi viejo me decía que el rock nacional que yo escuchaba sonaba todo igual. Voy a ser como “es un buen tipo” mi viejo: ciertas canciones que escuchan los jóvenes hoy me parecen todas iguales. Y sobre todo, siguiendo la puta cultura del streaming, están sostenidas por lo que Nietzsche llamó, la moral del esclavo. Bajo un sonido muy parecido, siempre es alguien que se mide con alguien, alguien que le hace algo a alguien. Ha triunfado un tipo de cantante que disfruta matando gente a granel. Javier decía: “Podés ganar o empatar, prefiero sonreír, mirar dentro de mí. Para qué complicar”.
Escribe Nietzsche. “El instinto de venganza se ha apoderado hasta tal punto de la humanidad en el curso de los siglos que toda la metafísica, la psicología, la historia y sobre todo la moral llevan su huella. Desde que el hombre ha pensado, ha introducido en las cosas el bacilo de la venganza”. Hay algo central que separa a las personas: tener resentimiento o no tenerlo.
Hoy vivimos una pandemia de soledad. El héroe colectivo espera herido que lo atiendan en una guardia repleta de gente que tose y tiene fiebre.
Y Manal se preguntaba: cómo puedo estar tan solo, no hay quién piense en mí. Las personas hablan del amor, lo desmenuzan, le quitan misterio. Javier escribía. “Dando vueltas al Obelisco necesito un amor”. Era fáctico, casi gracioso. Y por si te olvidaste, anotátelo en la puerta de la heladera: “No hay que tener un auto, ni relojes de medio millón, cuatro empleos bien pagados, ser un astro de televisión, no pibe, para que alguien te pueda amar. Porque así sólo tendrás un negocio más. No debes cambiar tu origen ni mentir sobre tu identidad. Es muy triste negar de donde vienes, lo importante es a dónde vas”.
Los personajes de Manal caminan la ciudad sin parar, están sin dormir, las relaciones que se necesitan para ser alguien en la ciudad los debilitan. Por eso planean una fuga a una casa en las afueras donde sólo puedan fumar y dibujar. Javier le cantó al sur de la ciudad de una manera sofisticada y pura: “Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado. Tren de carga, el humo y el hollín están por todos lados. Hoy llovió y todavía está nublado. Sur y aceite, barriles en el barro, galpón abandonado. Charcos sucios, el agua va pudriendo un zapato olvidado”. Y todas estas escenas metafísicas e inmanentes –no suprasensibles– culminan con una idea e imagen extraordinaria: “un amigo duerme cerca de un barco español”. Cuando lo escucho pienso ¿cómo se le ocurrió eso? ¿Cómo pensó que eso era poesía? Y me respondo: se le ocurrió a la poesía y eligió a Javier Martínez para que lo cante.
FC/DTC
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