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OPINIÓN

Balance 2020: La Justicia sigue siendo injusta y una fábrica de impunidad

Corte Suprema de la Nación/ Télam

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En diciembre del año pasado entregué el manuscrito de República de la Impunidad (Ariel, 2020). Tuve que cambiar la conclusión del texto. Lo hice estimulado por el discurso del presidente Alberto Fernández en el Congreso el 10 de ese mismo diciembre, que con mucha precisión realizaba un diagnóstico impecable de la “cuestión judicial”. Básicamente porque gran parte de la Justicia hace cosas no previstas ni queridas por la Constitución Nacional. Un año después Cristina Fernández de Kirchner, vicepresidenta de la Nación, se expresó en una carta que se inscribe en una perspectiva análoga. Nada nuevo. Mauricio Macri, cuando asumió la presidencia, también dedicó un párrafo al sistema judicial y el exministro de Justicia Germán Garavano impulsó el proyecto “Justicia 2020”. No me interesan los actores institucionales en tanto tales. Tampoco discutir ahora los proyectos en sí mismos. Me preocupa que todo sigue igual.

Un concurso preventivo se transforma muchas veces en un mecanismo heterodoxo que utilizan los deudores para financiarse a costa de los acreedores. Los trabajadores despedidos injustamente tardan demasiados años en conseguir la indemnización. Los jubilados deben esperar décadas para percibir correctamente su remuneración. Un cheque sin fondos no se puede cobrar casi nunca. Las cárceles rebalsan de personas cosificadas que están lejos de cualquier instancia de resocialización. Los delitos de los poderosos no son juzgados. Los ciudadanos esperábamos con ansiedad ver en imágenes públicas los polémicos juicios orales contra los exfuncionarios kirchneristas. No fue posible. Es verdad que la pandemia lo cambio todo, pero en la Justicia sus efectos aún son tenues. De hecho, no sabemos bien cómo reemplazar el viejo expediente que acumula papeles. Es más, las oficinas funcionan gracias a la creatividad y el esfuerzo de la gran mayoría de los judiciales que hacen milagros con los vetustos sistemas informáticos.

La Justicia, como expliqué en mi libro, profundizó en los últimos años el hábito de usar la ley con fines ilegales. Para decirlo rápido, la Justicia no es justa y fabrica impunidad. Aunque, irónicamente, la mayoría de sus integrantes son gente buena. La pregunta es: ¿Cómo se hace para salir de este tobogán que parece no tener fin? Intuyo que hay dos caminos que recorrer. Uno de ellos atañe a la política. Es preciso hacer algunas reformas en la arquitectura del dispositivo judicial. Sobre todo, para reducir los niveles de discrecionalidad que tienen los magistrados sobre las vidas de los ciudadanos. Llamo a esa dimensión “la reforma exterior”. Por ejemplo, la Corte Suprema de Justicia debe tener plazos para dictar sentencias y tiene que haber incentivos institucionales para premiar a los leales a la Constitución y castigar a los que no hacen las cosas bien. 

Sin embargo, hace falta “la reforma interna” que tenemos que hacer los judiciales. Creo que a esa dimensión no se le presta la atención adecuada. Normalmente se discuten grandes y pomposas reformas legales. Se olvida que las leyes son puestas en movimiento por hombres y, en consecuencia, se subestima el peso que tienen los comportamientos de jueces, fiscales, empleados de la Justicia, abogados, periodistas y todos aquellos que componen el ecosistema judicial. Casi siempre lo micro explica lo macro. En este texto no puedo extenderme sobre ello. Pero voy a tratar de graficarlo con un ejemplo.

El miércoles 25 de noviembre, cuando murió Diego Maradona, cerca de las 10.00 de la mañana fui al edificio de la Obra Social del Poder Judicial, porque necesitaba bonos de consulta médica. En la entrada había dos gendarmes y mucha gente agrupada en derredor de tres filas muy desprolijas y desparejas. Una llegaba casi hasta la esquina de la calle Rodríguez Peña. Otra se extendía unos metros hacia Callao y una tercera estaba frente al ingreso. Los gendarmes me preguntaron si tenía turno y me mandaron a la cola. Repentinamente, dos personas salieron del edificio hacia la calle. Uno le dijo a un afiliado: “Tomá, llevá este papel, que el médico lo llene, lo firme y me lo traés de nuevo”. La otra llamaba en voz alta a los afiliados por su apellido en medio de la vereda y a medida que se acercaban les entregaba papeles. Bastante caótico todo. Esperé veinte minutos hasta que medio aturdido por las discusiones en la vereda de la calle Lavalle tomé mis bonos y me fui.

Nuestra Obra Social nos describe. Desorden, malos tratos, vueltas y más vueltas. La obra social de los judiciales trabaja con bonos, credenciales impresas en papel, autorizaciones para servicios que hay que tramitar personalmente, atiende en la vereda, pero a través de empleados y con la mediación de la gendarmería, porque sus autoridades son como fantasmas. Cuando en 2018 (in)explicablemente un auto me atropelló, estuve cinco horas en una camilla esperando que una ambulancia me trasladase de un hospital a otro. Fue la primera vez que hablé con el responsable máximo de la entidad, quien me llamó a los dos o tres días para decirme que no era responsable de la demora. 

La anécdota condensa un campo de problemas que trascienden el cambio de una ley, pero que explican gran parte del fracaso de la aplicación de la ley. El desafío es mucho mayor que cambiar jueces y fiscales. Estoy de acuerdo en que hay que mejorar las designaciones y los controles. Pero hay que trabajar duramente sobre ese entramado cultural que se impone sobre las personas, transforma a quienes están del otro lado del mostrador y los vuelve hoscos, distantes, poco sensibles, arbitrarios y a las sentencias brutalmente incomprensibles. 

No obstante, es este ecosistema el que hace posible las sentencias a medida, las causas armadas, los jueces rockstars, los empleados infieles, las coimas, el vínculo anómalo con los medios de comunicación, los abusos en las prisiones preventivas, la corrupción en general. Vuelvo al ejemplo. Parece extraño que una obra social, cuyo espíritu es la solidaridad para enfrentar algunas de las desventuras de la vida, sea tan hostil. Pero, en alguna medida, no se aparta del funcionamiento general del sistema judicial que sufrimos los ciudadanos.

Guillermo O’Donnell creó probablemente el mejor modelo teórico para comprender los autoritarismos en América Latina. En particular, en nuestro país. Lo llamó el “Estado Burocrático Autoritario”. Sostenía que el autoritarismo de alguna manera permitía hacer efectiva la dimensión económica del nuevo patrón de acumulación, ya que hacía posible la exclusión política de grandes sectores sociales. Tan solo con mirar a algunos países de la América Latina, del sur de Europa y estados del norte de nuestro continente, nace el interrogante angustiante que invita a pensar si la aplicación arbitraria de la ley no se acerca peligrosamente a la función que en otros tiempos tenían los autoritarismos. 

Más allá de las escenas de estériles pugilatos verbales, de tantos “ismos” que reivindican “la” verdad, en aquella tendencia yace la reforma judicial necesaria. Depende de la construcción colectiva de la república democrática. Coqueteando con Antoni Domenech, hay que trascender “El eclipse de la fraternidad”.

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