La batalla cultural

De Borges a Milei: la política como frivolidad peligrosa

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Alguna vez Borges se definió como anarquista cosmopolita y se refirió a la política como “una frivolidad peligrosa”. Ese deseo de pertenencia a una comunidad más amplia que la propia nación se hizo incipientemente carne para nosotros con la pandemia, habiendo la crisis del Estado también abierto nuevamente el camino para discursos filoanarquistas. Un cosmopolita rechaza el sometimiento a un límite identitario estatal y sueña con una reorganización del sistema político mundial. A fines del siglo XX, por ejemplo, el filósofo Jacques Derrida llegó a imaginar en Espectros de Marx una nueva internacional “sin partido, sin país, sin comunidad nacional, sin ciudadanía”.

Interesante es entonces notar que el programa libertario sea hoy una versión anarcocapitalista defensora de la propiedad privada y no la expresión de otras corrientes que en algún momento de la historia también fueron llamadas “libertarias” y que promovían el desarrollo de una ecología social muy diferente. Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX el concepto se asociaba de hecho al anarquismo anticapitalista. Algo similar le ocurrió a las feministas con la cuestión de género: las primeras feministas anarquistas sostenían que no habría emancipación femenina sin abolición del Estado, y nada hubiera sido más absurdo para ellas que la creación de un Ministerio de la Mujer.

Entonces, si bien Milei planteó en su campaña el horizonte de una sociedad utópica “libertaria” hay una historia de otras tradiciones que podríamos llamar “libertarias” muy diferentes y más antiguas. Si vamos bien lejos, la cristiana que resalta la hermandad (pienso en el anarquismo de Tolstoi, por ejemplo) y la griega (desde Diógenes y los estoicos) que nos llamaba a una ciudadanía mundial. Tradiciones que, en vez de proteger la propiedad privada, nos recuerdan que todo el mundo debería ser nuestra casa, que no deberíamos ser en ningún lado extranjeros ni debería haber pasaportes o visas que impidan la libre circulación a través del planeta.

Y una utopía ecológica libertaria (como las de fines de los años 60 y comienzos de los 70) también sería posible en tiempos en que el Estado nacional flaquea en su legitimidad. La naturaleza es, sin ir más lejos, mucho más importante y real que cualquier Estado y tienen razón aquellos que reclaman una nueva canción compartida que retrate nuestro riesgo planetario. Pero en la Argentina hubo un único candidato que ofreció una visión “utópica” del mundo, de allí también la atracción que tuviera narrativa.

El modelo neoliberal pudo instalarse con facilidad en la Argentina en los años 90 entre otras cosas gracias a la profunda tradición anarquista existente, desde la gauchesca hasta su fortaleza política a principios del siglo XX, habiendo sacado buen fruto de “nuestro pobre individualismo”, como lo llamaba Borges. Dicha tarea se vuelve más fácil aún hoy después de décadas en las que el psicoanálisis, el individualismo y el coaching personal se han entrelazado con solidez como narrativas y tecnologías identitarias que buscan, por sobre todas las cosas, el cuidado del yo.

Es interesante asimismo notar cómo tantos años de un fuerte proyecto cultural y educativo devinieron en un fenómeno de rechazo del mismo, generando las memorias parciales un retorno de lo reprimido. Hoy la energía vital y la rebeldía del cambio las tradujo Milei en medio de la gran confusión reinante sobre el futuro de la política, de la democracia y de la gobernanza del mundo, y ante el nihilismo sociocultural reinante. Aquellos interesados en vencerlo permitieron que se apropie de la utopía y de la libertad como valor dado que no parecían poder ostentar utopía filosófica alguna. Milei monopoliza el discurso de la libertad en tiempos de encierro que incluyen (además de la pandemia vivida y los clausurados horizontes) los límites de un relato y de agendas socioculturales que el kirchnerismo hizo hegemónicas y que no reflejaban la densidad de largo plazo de una cultura.

Mientras tanto, en el mundo los grandes poderes continúan reclamando la validez de sus propias narrativas civilizatorias y eso acaba en una incapacidad colectiva para imaginar una universalidad. La humanidad común no es un hecho dado y la crisis de lo social vuelve improbable en lo inmediato una unión más cercana entre las naciones; incluso podrían preverse nuevas guerras muy violentas y, probablemente, una nueva pandemia. Quien sabe tal vez sea alguna de estas catástrofes o ambas los puntos de partida de una ciudadanía planetaria, dada la ausencia de ambición política e intelectual al respecto. Nelson Mandela propuso en su momento el concepto de “ubuntu” (“hacer humanidad juntos”) y salir de la lógica tribal, con la noción de que podemos traducirnos ya que, como escribiera también otro sudafricano, John Coetzee, en la voz de uno de sus personajes, “no hay límite a la capacidad humana para ponerse en la piel de otro”.

Nuestro planeta flota en la inmensidad del espacio y nos sentimos estúpidos de querer pertenecer a alguna nación cuando lo vemos, pero aún no aprendemos a sentir, pensar y actuar planetariamente puesto que esta dimensión casi no tiene precedentes en nuestra historia. Por ahora el Estado dificulta este proceso: son los Estados nacionales e imperiales los que han llevado adelante guerras y proyectos de masacres culturales y ya no es inimaginable una ciudadanía mundial interconectada como base de una política de inclusión.

Hemos dejado de hablar de la pandemia cuando tal vez sería ahora un mejor momento para hablar de ella. Se vuelve imperioso reflexionar al respecto de manera de hacer posible otra narrativa que permita reconstruir nuestro país y nuestro mundo y generar nuevas instituciones acordes a los drásticos cambios tecnológicos, comunicacionales y sociales experimentados.

Alguna vez Borges señaló también que nuestro patrimonio era el universo y que no podíamos limitarnos a lo argentino para ser argentinos porque “o ser argentino es una fatalidad, y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara” y, al menos en las formas dominantes de la vida política en el mundo, podríamos decir que tal vez también “una frivolidad peligrosa”.