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YO, LIBERTARIO Opinión

Modo catástrofe

Werner Herzog

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Decía André Breton que hay libros para llevar de viaje y otros que te hacen viajar. Y a veces coinciden. Como me pasaba con los libros de Kerouac en otros tiempos. Pero el mundo ha cambiado. Hace unas semanas llevé, en un viaje a Misiones, la primera novela de un director de cine admirable, Werner Herzog. La novela se titula El crepúsculo del mundo y está inspirada en la historia de Hiroo Onoda, un soldado japonés que se quedó oculto en la selva durante casi tres décadas, en defensa de una isla remota, sin darse por enterado de que Japón se había rendido al final de la Segunda Guerra Mundial. No fue el único soldado que se negó a aceptar la rendición, hubo otros fugitivos en la desbandada ocurrida tras las bombas nucleares y la ocupación de EE.UU. Pero la singularidad de la experiencia de Onoda capturó la mirada del cineasta fascinado por historias de humanos salvajes como en Grizzly Man o en Aguirre, la ira de Dios.

Leí su novela en una cabaña rodeada por la selva misionera, en una semana de intensas lluvias que desbordaron arroyos y cascadas, haciendo crecer al río Iguazú más de quince veces su caudal promedio y provocando el cierre de casi todos los parques de la provincia, incluido el célebre de Cataratas. La lluvia y la imposibilidad de recorrer los parques me llevó a identificarme de alguna manera con aquel japonés solitario perdido en una selva en la que, según Herzog, la mayoría de los meses llueve mucho y los demás meses, llueve menos. También pensé en ese destino cuando dejaba de llover, por las noches, al escuchar junto a mi compañera el chirrido constante de las cigarras y otros bichos que suenan como si un tren hubiera activado los frenos de emergencia y se deslizara durante horas por las vías sin detenerse, según la vívida imagen de Herzog. Por lo menos estaba bajo techo y acompañado, no solo y a la intemperie como ese obstinado japonés que continuó luchando su guerra de guerrillas personal contra un enemigo imaginario, como perfecto exponente de la terca consigna “no se rindan”. Sin juzgar, sin decir nunca “estaba loco”, Herzog describe la vida en la jungla de ese soldado cuya batalla no tenía ningún sentido para el mundo y que, sin embargo, se constituía como un acontecimiento grandioso, épico, arrebatado a la eternidad.

Recibido en Japón con todos los honores tras su súbita reaparición en público, el excombatiente no podía sino decepcionarse ante el consumismo de la sociedad japonesa en la década del 70

Me preguntaba también qué me llevaba hoy a continuar de viaje hacia zonas boscosas, selváticas o serranías, después de haberlo hecho varias veces a lo largo de mi vida, cuando parece que estamos viviendo -y viajando- en modo catástrofe, expuestos a inundaciones, incendios y otras calamidades de esas que refutan a los negadores del cambio climático y que en parte son causadas por esos mismos negadores, al menos por aquellos con poder de decisión política. Granizo en Misiones y nieve en Bariloche en noviembre, vientos de 100 kilómetros por hora que destruyen puentes y sembradíos, fuegos en Córdoba y en el delta del Paraná, olas de calor y tormentas súbitas, entre otros cataclismos que vuelven cada vez más difícil planear un viaje cercano y esperar tener buen clima. Claro que me asalta la nostalgia. Qué fácil era viajar hace dos, tres o cuatro décadas, cuando no hacía tanto calor ni frío a destiempo, ni tantos desbordes en tierras secas ni tanta sequía en humedales.

Con la lluvia golpeando sin misericordia las chapas del techo de la cabaña, me sumergí en el retrato que hace Herzog de los días del soldado Onoda en la selva de la isla de Lubang, donde quedó rezagado en 1944 cubriendo la retirada de las tropas japonesas con un puñado de hombres a su cargo, puñado que se fue reduciendo por deserciones, heridas y muertes en combates con soldados filipinos que los tomaban por delincuentes comunes, entre emboscadas e incursiones para conseguir ropa y alimentos, hasta que quedó a solas con sus gastados binoculares y su fusil. Todos los esfuerzos que hizo su familia y el gobierno japonés por recuperarlo fueron frustrados por la desconfianza del combatiente imaginario, que pensaba que los volantes arrojados desde aviones y los mensajes que encontraba en la selva eran trampas para que se entregara al enemigo. Sólo se rindió en 1974, cuando un joven explorador empeñado en encontrarlo consiguió establecer contacto con él y accedió a su demanda de que se presentara en persona su antiguo superior, un comandante retirado cercano a los 90, ante quien el renegado Onoda depuso sus armas.

Recibido en Japón con todos los honores tras su súbita reaparición en público, el excombatiente no podía sino decepcionarse ante el consumismo de la sociedad japonesa en la década del 70. Se mostró reacio a cobrar un salario de militar retirado por los años que pasó en servicio y lo aceptó solo para donarlo a un santuario donde se conservan los nombres de los dos millones y medio de personas que habían dado su vida por Japón desde el siglo XIX. Finalmente, emigró a Brasil y pasó los años de su vejez en otra selva, en el estado de Mato Grosso, talando árboles y montando una granja hasta que le llegó la hora final. Quizá no podía vivir sin estar cerca de los cantos de las cigarras y los pájaros, las picaduras de los bichos, la lluvia infinita de la floresta tropical.

Partir, abandonar la existencia reglada y cotidiana es un gesto tentador en todo momento y también fue consigna surrealista apuntada por Breton: “Dejen lo seguro por lo inseguro, partan por los caminos”. Pero hoy somos menos libres. Hoy la idea del viaje como gesto de libertad tropieza con todas las catástrofes que uno encuentra al desplazarse, dejando de lado la cuestión no menor del costo de los pasajes y del combustible fósil. Ya ni siquiera se puede planificar un breve viaje de ida y vuelta sin estar amenazado por desastres “naturales” o provocados por intervención inhumana. Es como si el mundo entero hubiera entrado en un crepúsculo, pero uno insiste en viajar entre las sombras de ese mundo como un soldado japonés que no enteró de que su país perdió la guerra. Debe haber algo de delirio y de heroísmo en esa insistencia. 

OB

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