Opinión

El centro es un sueño eterno

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Antes del intento de magnicidio contra Cristina Kirchner, la discusión pasaba por la “recuperación de la centralidad” política de la vicepresidenta, a partir de su inteligente contraofensiva en el juicio de Vialidad. Como el «Pierre Menard» de Borges, las plumas del análisis político volvían a reescribir la novela de una centralidad que, en realidad, nunca había perdido. Cristina Kirchner es una figura central de la política argentina desde hace por lo menos quince años. La verdadera cuestión pasaba por determinar qué significaba en términos concretos esa centralidad: ¿centralidad en el peronismo?, indiscutible; ¿centralidad en el sistema político?, compartida, pero real; ¿centralidad en la sociedad?, es más complejo.

A diez días del repudiable ataque que estremeció a la Argentina, todo aquello parece historia antigua en un país en el que arrojás una semilla y nace una nueva coyuntura. Hoy, un fantasma acecha al universo de las interpretaciones: el espectro de la desconfianza o de la indiferencia.

Eso parecen sugerir los primeros sondeos de opinión realizados después del atentado y que circulan en el planeta aparte de los politizados. Uno que dará a conocer por estas horas la consultora Zuban-Córdoba y Asociados y otro que divulgó en la semana la encuestadora Trespuntocero. Pese a que una mayoría abrumadora asegura que las principales fuerzas políticas deberían arribar a algún acuerdo, el mismo porcentaje considera que es imposible. En unas jornadas tan cargadas de realismo inglés, vale recordar la definición de una mujer que fue tan o más importante que la longeva Isabel II en la historia reciente de Gran Bretaña: Margaret Thatcher. “A mi modo de ver el consenso parece ser el proceso de abandono de toda creencia, principio, valor y política en busca de algo en lo que nadie cree, pero a lo que nadie se opone”, escribió la “Dama de hierro” en sus memorias a las que tituló Los años de Downing Street.

Los mismos estudios señalan que otra porción importante de la población descree de un eventual esclarecimiento del atentado y la división en torno a quienes consideran que “el odio es el otro” coincide exactamente con las intensidades de la grieta.

Los primeros pasos de la investigación judicial y policial hicieron su aporte a la confusión general: celulares que se resetean solos; pruebas que se esfuman en el aire e información que se filtra en masa a la prensa sin importar cuan secreto sea el sumario. En este caso, no es un tema de discursos, sino de instituciones materiales concretas que integran el vidrioso aparato del Estado argentino.

En definitiva, la percepción no escapa al prisma de una polarización que fortalece sus —cada vez más reducidos— núcleos duros y también contiene un “centro”, pero un centro que no cree en el milagro del consenso, sino que rechaza de manera creciente a todos y todas.

No solo las encuestas —con sus límites y distorsiones— grafican el estado de ánimo general. La actitud de las dirigencias políticas en las coaliciones tradicionales —volviendo a base de sus posiciones clásicas, luego de un primer minuto de escozor— evidencia que algo perciben del clima. En este tango engrietado, ni la misa del final iba a salir: en la ceremonia “por la paz y la fraternidad de los argentinos” que se realizó el sábado en la Basílica de Luján, lo más parecido a un opositor fue… Eduardo Duhalde.

Aunque suene determinista, el “clima” está muy condicionado por un factor ineludible: la economía.

Massa sobregirado

Sergio Massa pasó la gorra en su gira por Estados Unidos y logró destrabar (y ampliar) créditos del Banco Mundial y del Banco Interamericano de Desarrollo (BID). El vínculo cultivado por mucho tiempo con Mauricio Claver-Carone, presidente del BID, habilitó los US$ 1.200 millones que le permiten reforzar las reservas Banco Central. Otros US$ 900 millones del Banco Mundial llegarán en los próximos seis meses. El lunes, Massa y su equipo se reunirán con la directora gerenta del Fondo Monetario Internacional, Kristalina Georgieva, para rendir examen e informar las buenas nuevas. Representantes de varias multinacionales con quienes se reunió (Volkswagen, Whirpool, Chevron, ExxonMobil o Total) le prometieron inversiones en distintas áreas. Massa, que sabe venderse caro cuando más barato está, publicitó sus logros con promotores hasta en los rincones menos pensados.

La diferencia que perciben los hombres de negocios —comparada con la fallida gestión de Martín Guzmán— es el apoyo casi incondicional del kirchnerismo al programa de ajuste presentado bajo el eufemismo de un “plan de estabilización”. Hasta el diputado y economista Itai Hgaman del Frente Patria Grande (al que también pertenece Juan Grabois) habló —con el lenguaje “técnico” de un Gabriel Rubinstein— de la necesidad de apoyar el programa económico e improvisó una curiosa diferenciación: estabilización inclusiva o estabilización excluyente. Olvidó un detalle: todas las experiencias de “estabilizaciones” que se conocen en la historia —urbi et orbi— son por naturaleza excluyentes. La que llevan adelante el tándem Massa-Rubinstein no es la excepción. A la fenomenal transferencia de ingresos que tiene lugar por diferentes vías (inflación, tarifazos, “dólar soja”) la pueden contar como quieran, pero tiene un solo nombre: ajuste.    

Así lo confirman prácticamente todos los datos que se divulgan cotidianamente: el último fue el índice Ripte —medido por el Ministerio de Trabajo— que estimó que en julio los salarios formales variaron 5,3% y perdieron más de dos puntos porcentuales en relación con el 7,4% de inflación. La consultora PxQ estimó en su último informe que la inflación de agosto fue de 6,8%, mientras que el índice de precios en el Gran Buenos Aires subió, según el registro que realiza mensualmente Ecolatina, un 6,7% en el mismo mes. El Indec dará a conocer esta semana los datos oficiales.

Pese a todo, está en duda si la “estabilización” massista merece ese nombre o es un nuevo emparche general para el naufragio actual. Un economista escuchado entre quienes integran eso que llaman “los mercados” equilibra el optimismo de la voluntad de Sergio Massa con el pesimismo de los números duros: “Tenemos el nivel más bajo de reservas desde el 2001; una inflación arriba del 90% que es una cuestión de otro orden, no un simple ‘problema inflacionario’; la medida que beneficia a los sojeros es como darle un caramelo a un chico, ¿cómo se lo sacás?, además, como mucho, Massa logró adelantar algo de ventas y es inconcebible que con la soja en los precios actuales estemos contando las monedas”, sentenció.

Presenciamos el crecimiento del PBI como en los mejores años y la distribución del ingreso como en los peores. Y una forma muy particular de evitar la devaluación: devaluando a la carta. Eso y no otra cosa fue la “promoción primavera” para los dueños del poroto mágico, combinado con la aceleración de las microdevaluaciones que realiza diariamente el Banco Central y que, de acuerdo al ritmo que lleva en lo que va de septiembre, apunta al 7% para todo el mes, récord en mucho tiempo.

Esas son las “condiciones de recepción” de los discursos (de odio o no): una sociedad abrumada por la crisis infinita que lleva años, con una porción considerable que en la coyuntura hace malabares para llegar a fin de mes.

Condiciones poco tenidas en cuenta por quienes examinan la ascendencia de los “discursos de odio” o la indiferencia ante la gravedad de los hechos. Con destacables excepciones, como la del investigador Ariel Wilkis que amplió el análisis de lo que en esta misma columna la semana pasada llamamos un proceso “individuación social” y alertó: “Los discursos sobre el discurso del odio corren el riesgo de llevarse por delante la sociedad y tramar una política moral sin cambio social”.

Latinoamericanización y “polarización asimétrica”

La consolidación (y en algunas áreas, la profundización) del neoliberalismo, la crisis que se arrastra desde hace una década, el ajuste eterno que ya lleva seis años, el aumento de la desigualdad, la dualizacion de la clase trabajadora, la pobreza y la indigencia (todos procesos fortalecidos por el impasse pandémico) profundizaron la tendencia a la “latinoamericanización” de la Argentina. Frente a esa realidad de cambios en la estructura social, surge un interrogante lícito: ¿Por qué no iban a cambiar también sus estructuras políticas? El protobolsonarismo que habita y crece en las fronteras radicalizadas de Juntos por el Cambio difuminando sus fronteras con las huestes de los libertarianos puede tener raíces más profundas.

Sin embargo, la idea de un giro unilateral hacia la derecha o la ultraderecha puede ser desacertada y, sobre todo, desorientadora. Las tendencias a la polarización se sostienen, aunque sea en forma de “polarización asimétrica”.

La definición fue usada por académicos norteamericanos para explicar las últimas transformaciones de sus sistemas políticos (aunque también se utilizó en latitudes tan diferentes como España o Colombia): el fenómeno describe que si bien los dos partidos han tenido movimientos importantes en el espectro ideológico con respecto al centro, el partido Republicano ha girado proporcionalmente más hacia la derecha que lo que el Demócrata ha avanzado hacia la izquierda.

En nuestro país, en el escenario político existe una centroizquierda contenida (hasta ahora) en el Frente de Todos, en el que los talibanes de la moderación se hicieron del mando, pero además, una “extrema izquierda” (el FITU con guarismos destacados en provincias como Jujuy o el conurbano bonaerense), y en el terreno social, una extendida organización sindical de ocupados, desocupados o informales que nadie pudo desmantelar.

No advertir los desplazamientos hacia la derecha puede ser un error tan unilateral como su contrario: no distinguir sus posibles contratendencias. No sólo por una cuestión de análisis, sino de relaciones de fuerza, dato esencial para la acción política.

 CC