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Opinión - Ensayo general

El corazón es un músculo solitario

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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Hace casi quince años, el instructor de una de las mil técnicas corporales por las que pasé para aprender a vivir con la espalda que me tocó, me mostró en un libro un dibujito que quedó grabado en mi memoria. Pablo, bailarín y profesor de técnica Alexander, llamó al dibujo “el monito de la autopercepción del cuerpo”, aunque jamás volví a encontrarlo con ese nombre ni con ningún otro. Efectivamente era una especie de monito: tenía los ojos y la boca muy grandes, una nariz casi imperceptible, las manos del tamaño de la cabeza, los pies algo más chicos; el torso era un continuo diminuto sin contornos, como si fuera  de un bebé. El dibujo venía a mostrar el modo en que nos representamos mentalmente nuestros cuerpos, al menos en la cultura occidental: la cantidad de pensamiento que le dedicamos a cada parte. Los ojos, la boca y las manos las asociamos a nuestra mente, a nuestra capacidad de mirar, comunicar y operar en el mundo: por eso las tenemos tan presentes en la conciencia. El tronco, en cambio, ese lugar donde se alojan la mayoría de nuestros órganos vitales, es una de esas partes del cuerpo que solo se hacen presentes cuando duelen.

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Ya lo dije: fui a muchísimos profesores, a muchísimas clases de danza, de todo tipo de entrenamiento. Las técnicas y los ejercicios variaban pero había un tópico que se repetía en casi todos: pensar menos. Es como si pensar te hiciese el cuello más pesado y los músculos más débiles, como si generara un desajuste insalvable entre la cabeza y el cuerpo; yo lo pensaba así, también en relación con la lectura, y con mi vista que empeoraba a toda velocidad, pero no es eso a lo que se referían. Más bien querían explicarme que había cosas que no se aprendían pensando, y más aún, que se incorporaban apagando la cabeza. Hoy puedo sentir que hay algo de eso que es cierto: no hay forma de pararse derecha acordándose de pararse derecha, lo que hay que hacer es persistir en construir un cuerpo que se acomoda, un cuerpo que sabe. Pero aunque estos diversos docentes y entrenadores tuvieran razón, lo que siempre me gustó de Pablo es que nunca me hablaba de no pensar, ni de pensar menos; ni siquiera de pasar menos tiempo sentada. Pablo creía en la alquimia de la palabra y el cuerpo, de las ideas y la carne: creía que podíamos producir cambios en mi cuerpo usando conceptos e imágenes. Me acuerdo de un ejercicio que hacíamos: para aprender a estar sentada, Pablo me hacía llevar mis apuntes y sentarme a leer y subrayar en su propio escritorio. Varios kinesiólogos me habían hecho “hacer como que leía” para analizar mi postura, pero Pablo decía que hacer como que leés no sirve absolutamente para nada: hay que leer, porque lo pasa con el cuerpo cuando te sumergís en algo que te interesa no se puede simular. Era 2008, yo cursaba Historia de la Filosofía Antigua y después del ejercicio de la lectura, cuando pasábamos a la camilla, conversábamos sobre lo que yo había leído, los caminos del conocimiento y los materiales de los que el mundo estaba hecho. Él siempre encontraba la manera de vincularlo con algo de lo que estábamos tratando de hacer, encontrar las direcciones del cuerpo o sentir el peso de los pies en la tierra. Cuando me mostró el dibujito, entonces, me dijo que justamente no se trataba de pensar menos: había que pensar más en esas partes del cuerpo que para la mente eran sombras, dedicarles más pensamientos amorosos a los músculos que a primera vista no parecían merecerlos.

Volví a pensar en el dibujito en esos días y volví a fracasar buscándolo en Google; escribo esta columna, en parte, como se tira una botella al mar, a ver si alguien la lee, lo encuentra y me lo manda. Pensé en él otra vez porque me pregunté cuánto tardarían los acontecimientos del mundo en cambiar la forma de nuestros esquemas corporales: ¿seguirán nuestras naricitas siendo tan chiquitas en nuestra mente, después de casi dos años de preguntarse todos los días si los olores se sienten con la suficiente intensidad? Lo dudo mucho. Lo mejor que me pasó la semana pasada fue destrozarme los gemelos en la bici. Me dolían bastante las piernas de entrenar, y fue como si el dolor llamara a más dolor: el cansancio del cuerpo que trabaja es como lo dulce o el sexo, la saciedad da más hambre que el hambre. Puedo sentir cómo mis piernas ganaron espacio en mi pensamiento desde que voy en bicicleta a todas partes.

En El rastro, una novela de la autora mexicana Margo Glantz reeditada hace poquito que habla del amor y de la muerte, hay varias frases que se repiten cada tanto en lugares impensados, como estribillos en una canción caótica: dos de ellas son frases sobre el corazón. Una es de Pascal: “el corazón tiene razones que la razón desconoce”. Otra no parece ser de nadie: “el corazón es simplemente un músculo”. Dos cosas creo: primero, que así como hay partes del cuerpo en que pensamos y partes del cuerpo en que no pensamos, hay partes del cuerpo que pensamos inventadas, como el corazón, del que hablamos y escribimos todo el tiempo y que nunca vimos, del que apenas podemos sentir los ecos del pulso en la muñeca o en el pecho, un músculo que no conocemos al que le escribimos toda una novela de miles de años. Es tan fuerte el peso de la ficción sobre el de la realidad que sin contexto no podemos saber de qué corazón nos hablan, si del de músculo o de sentimientos. Y lo segundo que creo tiene que ver con esto también: Margo Glantz casi nunca usa las dos frases juntas, pero la repetición hace que una las lea juntas. Y es cierto que el corazón es simplemente un músculo, pero quizás todos los músculos tienen razones que la razón desconoce.

Siempre supuse, porque así lo imaginan la mayoría de los textos filosóficos, que el lenguaje tenía que haber aparecido en el intento de fundar un mundo común: un conejo que pasa, las ganas de nombrar un río para encontrarse con alguien. Pero tiene que haber un estadio apenas superior a ese, en el que los humanos quisieron nombrar lo que tenían más cerca, el cuerpo y sus emociones, que no son algo tan distinto del dolor de un músculo; y tienen que haberse dado cuenta ahí, también, que ese nombrar era una tarea imposible, siempre defectuosa. Intentar ponerles palabras a los cuerpos es enfrentarse a los límites del lenguaje: chocarse con la imperfección irreparable de esa herramienta con la que pensamos que podemos hacerlo todo. Creo que tener la espalda torcida me enseñó más que la literatura sobre las palabras: me enseñó algo sobre lo inasible, sobre las metáforas rotas que siempre refieren a algo que está lejos, a algo que no se puede traducir. De todos los años que pasé en consultorios y tratamientos tengo una metáfora favorita, la de la plomada. Una vez al año el traumatólogo me chequeaba la espalda con una plomada chiquita, una versión en miniatura de las que teóricamente se usan para medir la alineación de un edificio. Cumplía la misma función, o una función parecida: chequear si, más allá de todas las cosas que pasaran en el medio, se podía dibujar una línea que fuera recta desde la mitad de la cabeza hasta el centro de las piernas, si existía algo así como un equilibrio más allá de la jorobita y las contracturas, los desajustes que a esa altura ya no tenían arreglo. Siempre salí airosa del test de la plomada. Recuerdo un traumatólogo que me lo señalaba con asombro: es rarísimo que se compense así una curva como la tuya, con este volumen, con estos problemas.    

TT

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