PERDÓN QUE INTERRUMPA

Cosecharás tu deuda

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Noviembre de 2008. En el living de su casa recibe un hombre sabio y un poco parco a los reportajes. Es el final de una maratón de entrevistas en las que los intelectuales fueron más bien excepción. Era un noviembre especialmente caluroso, aunque sin el adobe de las mil notas sobre cambio climático, con menos marco teórico. La entrevista se hacía para un programa de la televisión pública en el que se repartían saldos: la democracia cumplía 25 años y no se sabía del todo cómo celebrarla, pero sí que había que hacerlo. Los entrevistados eran de todos los palos (deporte, cultura, espectáculo, militancias, y personas de a pie). El 2008, al kirchnerismo, le había salido mal, el mundo estaba en crisis y el boom de los commodities se empezaba a dejar atrás. Duhalde había dicho que en las crisis todos tenían razón, pero veníamos de los años de tasas chinas en los que no se escucharon razones. El crecimiento es así. Billetera mata crítico. Y de golpe emergió la otra cara de la plaza del 2001: una que se partió en dos.

Cada entrevista tenía una pregunta ritual hacia el final: “¿Hay que celebrar?”. Emilio De Ípola ya había hablado bastante ese día. Pero pensó ante esa pregunta, sonrió y respondió: “Sí, pero con sidra, no con champagne”. No hubo mejor cierre. Y el chiste no se tiraba de palomita a la trillada metáfora de la pizza & champagne con que se intentó abreviar al menemismo o a Menem (que, quiéralo o no, no era un menemista, era un hombre de Estado), sino sobre la economía del festejo: la sidra no faltará en ninguna mesa argentina por más pobre que fuese. El mínimo común denominador. Como si dijera: brindemos con vasitos de plástico. En su historia de “Bebidas y excitantes”, Fernand Braudel le dedica un apartado memorable a la sidra, “originaria de Vizcaya”. Se introducía no para competirle al vino sino a la cerveza, “ya que ésta procede de los cereales, y beberla supone a veces privarse de pan”. Dice Braudel que la sidra llegó a Normandía oriental a fines del siglo XV, y sólo triunfó en la alta Normandía recién “hacia 1550, y, como era de suponer, para consumo de los pobres”.

De Ípola conoció la fábrica de la democracia por dentro porque conoció la cárcel y fue mentor de algunos discursos primaverales de esos años ochenta. Un sociólogo para un país que, de mínima, debía aceptar rutinas. Hubo fe de que la democracia no naciera con 1, 2, 3 Vietnams sino con 1, 2, 3 partidos políticos. Acostarse con el Che Guevara y, a la mañana siguiente, querer afeitarlo. El peronismo y el radicalismo jugaban a ver cuál era cuál por izquierda o por derecha. Había otros (UCEDE, PI, más tarde Frepaso), terceros en discordia que, como señaló Juan Carlos Torre, pasaron a mejor vida en 2001. Ese orden de dos grandes partidos lo soñó Torcuato Di Tella. También Alfonsín, Chacho Álvarez, Menem en los hechos, ¿Cristina y el “armen un partido”? La “partidocracia”, en última instancia, no como negación del conflicto sino como una administración bajo ciertas reglas que lo contengan. Los dos mandamientos en el etiquetado del 83 decían “No matarás” y “Che pibe, vení, votá”. Atrás estaban Malvinas y la ESMA. El pueblo quería paz, pan y trabajo (y aparición con vida). Un programa mínimo, no un libro rojo. Ubaldini, el dirigente que se puso más que una campera de cuero: se puso al hombro los derechos de los trabajadores. La democracia argentina, como la literatura según David Viñas, empezó con una violación. Show del horror.

La palabra deuda estaba desde el inicio: la democracia nació endeudada, el Estado enajenado, condicionada su capacidad económica. Ya en el Gran Buenos Aires de 1983 había más del 20 por ciento de hogares pobres. Y la deuda externa que hasta 1976 era de aproximadamente 8.200 millones de dólares, en 1983 ascendió a 45.100. Casi un 450 por ciento. Los noticieros tenían su columnista clásico: un Osvaldo Granados que hablaba de deuda, inflación, FMI, precio del dólar (así como el columnista infaltable de policiales, u hoy el columnista de judiciales). Con la D de democracia se escribía desaparecidos, desocupados, deuda y dólares. 

Las deudas de la democracia 

¿Cuándo en estos tiempos suele usarse esa muletilla solemne de las “deudas de la democracia”? Un clásico: cuando se hace evidente algún chanchullo en el funcionamiento de la SIDE o ex SIDE o AFI o servicios. “Apareció un video”, “se filtraron chats”. Los servicios son la primera versión del periodismo desde hace años. El aura maldita en esos escándalos que se patentan de símbolos  –como las vidrieras de Modart–. (Apuesto guita que millenials y centennials esto lo tienen que googlear). Ahí, cuando las aguas del Estado bajan turbias (¿de dónde denunció Chacho Álvarez que salieron los fondos de las coimas para los votos  del Senado?), se asocia a otra palabra argentina: los sótanos.

En esa apelación de la “deuda de la democracia” se incluye todo el arco ideológico. Y pareciera rozarse (autocomplaciente, en el fondo) con la de una herencia maldita: porque es obvio que la democracia nació lidiando con poderes corporativos, dentro del Estado, a los que el poder civil aún no era capaz de manejar. Alguien dijo en el primer gobierno civil: “mano de obra desocupada”. Se trataba de la “Casa tomada” de la democracia naciente: una casa tomada por otros que venían de los sótanos. No habló en francés, Tróccoli, nombró lo difícil de separar aún a ciertas personas de sus armas, de los cables de electricidad, de sus negocios. “La luz argentina”, escribió César Aira. Estado contra Estado. Quizás el cine de la transición no dio escena mejor que la de En retirada, de Juan Carlos Desanzo, un policial negro que quiso meter el drama de los años recientes en las reglas del género. La escena es la de un genial Gerardo Sofovich (haciendo de ex jefe de una patota policial) cuando le explica a su antiguo subordinado, Rodolfo Ranni, que los tiempos cambiaron. Ranni divaga por la ciudad como un perfecto asesino pero ya un lumpen de hotel, tratando de cobrar la guita de viejos empresarios protegidos y algunas cuitas personales. Un mazorquero sin Estado.

Cuando se popularizó, hace ya casi una década, el nombre del espía Stiuso en la ex SIDE, cuando se descompuso internamente ese equilibrio de poder que su figura aparentemente significaba, más allá de las internas, y en toda esa deriva que marcó la muerte del fiscal Nisman, bastó una mínima lectura del “personaje” para dar cuenta que, lejos de ser un resabio de la dictadura, Stiuso era un producto de la democracia. La democracia engendra sus propias deudas. Un hombre que ascendió entre 1983 y 2013 en una carrera meteórica al servicio de ser útil al “poder de turno” (esto es, de mínima, proveer información de aquellos que les resultaron molestos a todos los sucesivos presidentes hasta su caída). Y, en simultáneo, lo que hace cualquiera en el rendimiento de esas utilidades: forjar el poder propio. Stiuso era obediencia y mando. El “sí, presidente” del hombre que sabía lo que hiciste el verano pasado. Como la vez que, confundido, y en retirada, llamó al aire de “Intratables” para increpar a Moreno Ocampo porque, siendo fiscal en el juicio del 85, lo llamó para pedirle protección. Moreno Ocampo esa vez se hizo entender clarito. Se sacó la papa de la boca y dijo lo más o menos obvio: “Yo era un fiscal de la Nación y usted debía cuidarme”. Stiuso estaba tan adentro del Estado que se olvidó que lo era. 

Las “deudas de la democracia” también tienen en su enunciado solemne algo que descarga las responsabilidades más puntuales: es hija de la doble vara. Depende de qué policía pegue en qué distrito (y de qué partido) se nombran o no como “deudas de la democracia” (como con el Fondo de Garantía de Sustentabilidad, dime qué gobierno lo manotea y te diré si es bueno o malo.) El sucio derecho a la doble vara. Gobernar con pragmatismo, oponerse con romanticismo. 

MR