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ESEGÉ (Soy Gorda)

Cuerpos como trapos

Cae la noche tropical, adaptada al teatro por Santiago Loza y Pablo Messiez.

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“En la vejez crece el ansia de afecto. Cuando no se puede más planear el futuro, se eleva la necesidad de dar y de entregar afecto. La actividad última, casi única, es afectiva”, escribió Manuel Puig.

En ese fragmento, el escritor del melodrama y la vanguardia pop, el que se sirvió del chisme como recurso narrativo, cofundador del Frente de Liberación Homosexual, estaba pensando en los personajes de su última novela Cae la noche tropical: dos hermanas, entusiasmadas por su reencuentro, recuerdan los tiempos idos en un departamento de Río de Janeiro. Tienen alrededor de ochenta años y conversan con picardía sobre los amores de la vecina, una psicoanalista más joven que tuvo que emigrar y vive atrapada por el amor hacia un hombre que es una ilusión pura y dura. Viejos, decía mi abuela, son los trapos. Ellas, los personajes de Puig, la ternura hecha cuerpo y ganas de vivir. 

El afecto y su falta es lo que une en la trama a estas tres mujeres vulneradas. El exilio, la edad y la imposibilidad de acertar en la elección son algunas de las variables que explican los límites con los que viven. Sin embargo, ellas se tienen, así como tienen un jardín al que riegan con dedicación. La cercanía del fin, la inmediatez de la muerte no les impide soñar, ser solidarias, construir el cotidiano.

Claro que las grandes decisiones, las que tienen que ver con su destino, están amenazadas. En la edad adulta mayor, al menos en las sociedades latinoamericanas, la libertad e independencia no son valores de los que se pueda disponer con facilidad. Aunque sí, de la experiencia y de la sabiduría, sobre todo cuando los pares etarios se unen y le dan sentido a su día a día, frente a la amenaza del monstruo grande que pisa fuerte.

Las hermanas que caminan lento, con sus cuerpos doblados, doloridos, hablan a borbotones, se ríen y gozan de la reciprocidad de su compañía. Estar juntas las potencia, les da energía, ganas de más. 

Cae la noche tropical fue adaptada al teatro por Santiago Loza y Pablo Messiez (el director original) para una versión escénica que vi hace unos días en el Astros. En rigor, se trata de la reposición de la puesta que Leonor Manso e Ingrid Pelicori interpretaron en la sala Casacuberta del San Martín. Con la participación de Eugenia Guerty, las actrices interpretan a las hermanas Nidia y Lucy y a la vecina Silvia Bernebeu, en un texto que se centra en las vicisitudes de la edad épica por excelencia, cuando el afecto es una necesidad para paliar el absurdo del mundo.

Una de las ancianas señala que la dictadura argentina desparramó gente por el mundo. Están en Brasil afrontando el duelo por la muerte por cáncer de la hija de Nidia. El ayer de las hermanas reside en Buenos Aires; su presente es carioca y el futuro, una incertidumbre que no develaremos acá. 

Estas criaturas no saben que, en 2024, el microcentro de la ciudad que las vio partir está tapizado de niñes, jóvenes, mujeres y hombres que viven en la calle. Las veredas porteñas, sucias y rotas, son el soporte de sus cuerpos. Han perdido su casa, el trabajo, les han robado la dignidad. Claro que sus paupérrimas condiciones de existencia no cambiaron de un día al otro. Vienen desde hace años en caída, pero el despojo de los dos últimos meses es brutal. Y el contraste en la avenida Corrientes, tal como ocurre en el cruce neoyorkino de Broadway y la 7ª. Avenida, abrumador. Difícil caminar en torno al símbolo fálico que llaman Obelisco y no angustiarse con el paisaje humano. 

Silvia, Nidia y Lucy tampoco pueden imaginar, porque son de una ficción situada en los 70/80, que las fuerzas de seguridad han disparado balas de goma y arrojado gas pimienta a los jubilados que se manifiestan contra el hambre, cerca del Congreso. Sin embargo, en aquella otra realidad –la de la expulsión de la dictadura– sus diálogos en apariencia banales se dejan penetrar por los horrores del contexto que han abandonado. Son dos situaciones que se entrelazan, parece que hay un plan muy elaborado que, como en los años del Proceso aunque con medios más refinados, pretende dejar afuera a millones. La represión disciplina a las víctimas, las hiere y las mata. 

Este año se cumplen cincuenta años del asesinato de Anita. Fue el 27 de septiembre de 1974, cuando la nena Ana María Rivarola le preguntó a la maestra si podía ir al baño. Nunca regresó. La encontraron violada y muerta en la escalera que llevaba al campanario de la Iglesia San Marcelo, de Don Torcuato, en la Provincia de Buenos Aires.

En ese tiempo, el país estaba revuelto. En julio había muerto Perón e Isabel, la viuda, ejercía la presidencia en medio de una violencia inédita. Como tantos otros en la historia argentina, el crimen de Ana quedó impune.

Cuarenta años después, Sonia Almada retomó el caso y su investigación se convirtió en un libro crudo que busca justicia no solo para esa nena sino también para otras tantas infancias que sufren violencia y maltrato ante la atención morbosa o la indiferencia de la sociedad. La publicación estuvo a cargo de Bocas Pintadas, una editorial y librería feminista que, según sus creadoras (la psicoanalista Almada y la periodista Laura Santos, autora de Una cabecita que rebota) “nació para achicar la brecha de género en el mercado editorial. Nos mueve el dato que revela que se publican dos veces más libros de hombres que de mujeres”. Bocas pintadas es la editorial del libro Gorda Traidora, de Lux Moreno, un volumen imperdible sobre gordofobia, cuerpos intervenidos y ese amor propio individualista sobre el que tanto se predica y que en absoluto es la panacea para la autoestima de las personas con cuerpos no normatizados.

Almada contextualizó el asesinato de Ana “como feminicidio, porque es un crimen de Estado”. El feminicidio es un concepto que introdujo la antropóloga y feminista mexicana Marcela Lagarde y comprende el conjunto de delitos de lesa humanidad que reúnen crímenes, secuestros, desapariciones de mujeres y niñas ante un colapso institucional. No se trata de un varón en la soledad de su hogar quien descuartiza, quema o aniquila la vida de una mujer (Femicidio), sino que hay un Estado detrás que permite, por acción u omisión, que este delito suceda. “El feminicidio remite a la impunidad estructural que genera y habilita la posibilidad de ese asesinato, no da garantía a las mujeres y las niñas, y no crea las condiciones de seguridad para sus vidas, ni en la comunidad, ni en la casa, ni en los espacios de trabajo, ni en el espacio público”, concluye.

El sistema de dominio institucional que mantiene la subordinación e invisibiliza a las mujeres, a les vulnerables y a las disidencias corporales y genéricas sigue vivito y coleando y se llama Patriarcado.

LH/DTC

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