Borcegos y tacos aguja

Dar una vuelta solar para llegar a la esquina: mi hermano, Saer y la bici

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Cuando éramos chicos, con mi hermano dábamos vueltas a la manzana en bicicleta; en cada vuelta llegábamos a un país diferente y lo nombrábamos a los gritos, para escucharnos. No sé si nos alternábamos para elegir el país, ni tampoco sé cuántos países conocíamos ni cuántas vueltas dábamos. Pero esos eran nuestros viajes imaginarios. No se trataba de llegar sino de seguir viajando. La manzana era el mundo y la esquina, una frontera. Así, cruzábamos montañas y océanos, sin movernos del barrio, ni siquiera de esas cuatro cuadras porteñas. Ni tampoco cruzábamos la calle porque íbamos por la vereda.

En Elogio de la bicicleta (Gedisa), Marc Augé, el etnólogo francés que murió el martes 25 de julio a los 87 años, escribe: “El primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso casi se le adelantan. En unos pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisaje se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo que nunca; soy ese nuevo yo que descubro [...] Hay que dar a la bicicleta el crédito de la reinserción del ciclista en su individualidad propia, pero también la reinvención de vínculos sociales amables, livianos, eventualmente efímeros, pero siempre portadores de cierta felicidad de vivir”.

Y David Byrne, líder de Talking Heads, se la pasó mirando ciudades desde su transporte de dos ruedas, incluso Buenos Aires, ciudad a la que vino a tocar (dato random: lo vi y bailé en el Luna Park) y también a presentar su libro Diarios de bicicleta (Mondadori).

Mi hermano vivía prácticamente en la calle, son sus amigos. Yo no, era más de estar adentro (era la nena, sería por eso). Ellos jugaban a la pelota en la plaza de enfrente y con una amiga, participamos de una guerra de piedras que hubo una vez. Tal vez por eso me quedaba adentro. Quizás tenía miedo. En carnaval pasaban chicos en camiones y nos tiraban baldes de agua; también éramos imán para las bombitas de agua.

Siendo de una clase media aspiracional y en ascenso, sin embargo mis abuelos mantenían un rancho bastante precario en Punta Lara y a veces, vacacionábamos con ellos. Mi hermano, que era más chico que yo, iba a los bailes de carnaval. En cambio yo, la nena, no. Él tenía un amigo, iban al río, y un día volvió cuando estaba anocheciendo. Mi abuela levantó la mano y mi abuelo la frenó para que no le pegara. Yo presencié la escena. Estaba tan alterada mi abuela. Pero me pregunto: ¿por qué mi hermano andaba tan suelto? ¿Cómo era el asunto de los cuidados en nuestra infancia? ¿Había diferencias por cuestiones de género?

No lo sé. Sí sé que volar con la imaginación era un lugar donde podíamos encontrarnos y ser libres. 

Dejé de andar en bici por algunos años. es cierto eso que dicen: nunca te olvidás. Lo que no pude recuperar es algo que había aprendido de chica: a andar sin tocar el manubrio. El equilibrio perfecto. Pero cuando retomé (en pandemia, donde la bici se volvió en el mejor medio de transporte posible), volví a sentir esa sensación del viento en la cara, esa ilusión de volar.

“Envidio a la gente que no tiene imaginación: no necesita dar un paseo por el sistema solar para llegar a la esquina de su casa. Salen a la puerta de la calle y ahí están: el buzón, el almacén con olor a yerba y a queso fuerte, el paraíso o el algarrobo agonizando en junio. Nosotros tenemos que confrontarlo con nuestro propio mundo espiritual antes de admitirlos. Reconozco que esa simpleza es algo que no puede elegirse, pero la añoro: es que, dando una vuelta tan larga, antes de aprender a tocar las cosas, uno está donde se lo ha buscado: en el aire”, dice el personaje de Barco en el cuento “Algo se aproxima”, del libro En la zona, de Juan José Saer.

Siempre me sentí identificada con esa idea, la de dar una vuelta solar para llegar a la esquina. Soy de esa quinta. También, de esas personas con una memoria caprichosa y exceso de imaginación. Algo muy bueno para la escritura (si lo sabría Saer) pero no tan bueno para la vida. Al fin y al cabo, el fragmento citado habla del ser escritor.

La vida es eso que nos interrumpe cuando estamos escribiendo. Lo siento muchas veces así, lo lamento por quienes me rodean. Me consuela pensar que algo de ese adn escritural les transmití a mis dos hijos, y cada uno eligió su camino. El mayor, que es diputado, acaba de publicar un libro. El menor publica reflexiones sobre la Historia en sus historias de Instagram. Yo, madre orgullosa por ese legado en vida.

Mi hermano, en cambio, eligió la música y la pelota ovalada. Estuvimos muchos años distanciados (no por eso, la música también está en nuestro adn familiar vía paterna). Y hace no tanto tiempo nos reencontramos en esa esquina imaginaria, la del vuelo a otros países, después de haber dado una vuelta al sistema solar.

GS