OPINIÓN

Eros virtual

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Uno de los problemas de la virtualidad está en poder ver la fantasía del otro. Esto genera muchísimos malentendidos.

Por ejemplo, una persona advierte que su pareja interactúa con otra en una red. Entonces, sospecha una infidelidad –si no es que considera este mismo hecho (la mera interacción) como tal.

En otro contexto, alguien podía ir a la panadería o la carnicería y flirtear con la panadera y el carnicero, sin que la escenificación de esta fantasía representase una amenaza.

Con la virtualidad, hay dos cuestiones a tener en cuenta: por un lado, la escena pierde intimidad; por otro lado, se la puede amplificar y alguien puede profundizar la relación con la persona de su fantasía (tener una experiencia inmersiva).

Sin embargo, no deja de ser una fantasía... El sostén de la fantasía en la virtualidad no precipita su realización. Esto se verifica en la queja de todos aquellos que dicen que estuvieron durante un tiempo chateando o mandando fotos con alguien, pero el encuentro siempre se aplaza.

Y aquí cabe hacer una distinción: la fantasía podría pasar al acto, pero eso no realizaría un deseo; es decir, ni siquiera actuándola una fantasía deja de ser una fantasía.

El problema, para decir todo de nuevo, entonces, ¿cuál es? Que ver la fantasía del otro obstaculiza un aspecto tácito de todo vínculo amoroso: que la fuente del erotismo es extraña la pareja.

La pareja tradicional miraba más si el otro estaba, o no, con uno en el entredós de las sábanas, independientemente de qué pasara en la cabeza del otro

Dicho de otra manera, una pareja es la persona con quien alguien decide realizar sus fantasías… pero no es necesariamente quien motiva la fantasía.

Más bien no lo es, como lo demuestran múltiples ejemplos clínicos: desde varones que fantasean con otras mujeres a mujeres fantasean ser otras mujeres en la cama.

El problema de la virtualidad, por lo tanto, en la medida en que es una ventana abierta a la fantasía del otro, es doble: por un lado, precipitó el reproche de infidelidad a instancias inmateriales (un like, un mensaje) como verificación de la fantasía –es decir, fantasear se volvió cosa de infieles.

Por otro lado, la virtualidad reemplazó a la realidad de la cama como variable de constatación: la pareja tradicional miraba más si el otro estaba, o no, con uno en el entredós de las sábanas, independientemente de qué pasara en la cabeza del otro –salvo que fuera evidente que estuviese ausente.

Hoy la cama ya dejó de ser la hora de la verdad y el locus del que provenían los índices del lazo entre quienes dicen amarse. Hoy se valora qué hace el otro en las redes o se le espía el celular.

Lo interesante de este desplazamiento es que, más allá de cualquier valoración, permite entender por qué estas últimas conductas (de espionaje) cobraron relevancia y ponen en jaque el erotismo de los síntomas: la impotencia y la insensibilidad ya no son defensas respecto de la presencia del deseo, sino indicadores de su ausencia.

Si Freud tuviese que escribir sobre la moral sexual contemporánea, seguramente diría que bajo una aparente liberación sexual hay un puritanismo y una desinvestidura libidinal del sexo mucho mayor que la que había en su época.