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ENSAYO GENERAL

Lo que extrañamos es el hambre

The Americans, se estrenó en 2018 y tuvo 6 temporadas.

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Mi novio está leyendo Topos. La historia real de los espías rusos que tomaron Buenos Aires como base de operaciones, el libro de Hugo Alconada Mon que sigue la historia de esos dos espías rusos residentes en Argentina a los que vimos, hace un par de años, ser recibidos por Rusia en Putin. A pocos metros, yo estoy terminando Mi niñera de la KGB, el último libro de Laura Ramos sobre la española África de las Heras, una mujer que ella conoció María Luisa, la modista que la cuidaba a ella y a sus amiguitos en su infancia en Uruguay en los años 60, pero que era también una espía soviética, y no de poca monta. África participó del asesinato de Trotsky (parece que dibujó los planos de la casa de Frida Kahlo) e incluso parece haber estado involucrada en un intento de asesinato del “Che” Guevara. No voy a cometer la ingenuidad de preguntar “por qué nos interesan tanto las historias de espías”: el hecho de llevar una doble vida, incluso la inocentísima doble vida de una persona de a pie que tiene un amante, ya es suficientemente atractivo. Si encima hay famosos, política internacional, asesinatos y peligro de vida, no hay mucho más que agregar. En el siglo XXI, encima, se nos agrega una cuestión adicional: siguen existiendo espías, suponemos, pero el asunto se pone menos glamoroso con la aparición de la informática y los teléfonos celulares. Igual que en las comedias románticas de enredos: más de la mitad de los enredos que vemos o leemos en historias de espías de los 80 se resuelven en 30 segundos si ponemos un celular en la trama. 

Pero vuelvo al libro que leo yo: a mí me encantan las historias de espías, me encantó la serie The Americans, pero no empecé este libro por eso, lo empecé porque lo escribió Laura Ramos, y no me equivoqué. Aunque me gusten las historias de espionaje no necesariamente me gusta el estilo con el que esas historias se cuentan: si The Americans me entusiasmó tanto fue justamente porque estaba narrada como una novela sobre el matrimonio, una novela en la que la pareja es siempre una ficción que se habita tanto para el afuera como para el adentro hasta que empieza a ser la única verdad disponible y una se pregunta cuándo es que dejó de fingir para estar viviendo una vida que se siente, ahora sí, demasiado real. Mi niñera de la KGB tiene un truco parecido: como The Americans, es limpia y elegante en su manera de contar. Respeta las convenciones de la historia policial, no hace rulos innecesarios y se atiene al foco del misterio. Sin embargo, a diferencia de los relatos estrictamente periodísticos (y más bien, igual que The Americans, que es una ficción), Ramos se las arregla para contar otra historia subterránea. Ramos dice, sobre el final, que terminó escribiendo un libro sobre su madre, pero no me refiero a eso. 

Pienso en los otros libros de Laura Ramos que he leído: Buenos Aires me mata, Corazones en llamas, La hermandad Brontë y Las señoritas. Historia de las maestras estadounidenses que Sarmiento trajo a la Argentina en el siglo XIX. Hay un vaivén a lo largo de su obra, y del yo que esa obra va dibujando, entre dos polos que parecen contrapuestos: por una parte, la pasión por la noche porteña, por la vida de los rockeros, las mujeres que cruzaron el océano en una época en que hacerlo implicaba casi literalmente una excursión a los indios ranqueles. Por otro lado, la fascinación por las hermanas Brontë, las chicas anticuadas, las muchachas del siglo XIX con unos espíritus enormes encerradas en una existencia casi monástica. En un momento de Mi niñera de la KGB, Laura Ramos casi que lo explica: su vocación por las escritoras decimonónicas aparece como una rebeledía contra sus padres revolucionarios, contra la liberación sexual de su madre que se la aparecía como un imperativo. María Luisa, la protagonista que Ramos sigue con entusiasmo y amor en este último libro, también representa a estas mujeres liberadas, antecesoras de esas chicas rockeras de los 80 y 90 que cruzan las páginas de Buenos Aires me mata

Es como si a lo largo de todos estos libros, y aquí otra vez, Ramos estuviera preguntándose por la distancia y la cercanía entre estas dos formas aparentemente contrapuestas de estar en el mundo: la de una vida llena de aventuras, de peligro, de afuera, y la de una existencia recluida, plenísima de una vida interior que casi parece acrecentarse por el encierro y la prohibición. Vuelvo a la columna que escribí la semana pasada, sobre la que recibí toda clase de respuestas; la juventud actual, mucho más encerrada en su casa que la del siglo XX (por todo tipo de razones, pero quizás sobre todo, para resumir, por los dispositivos móviles, el miedo al espacio público y la mercantilización del ocio), no tiene tampoco ese hambre de afuera que dio lugar a las subjetividades de Jane Austen, las hermanas Brontë o Emily Dickinson (volvemos a los teléfonos celulares, supongo). Quizás entonces no estaban tan lejos, el siglo XIX y el XX, las escritoras hijas de párrocos que se morían vírgenes de las guerrilleras que no iban a permitirse dejar este mundo sin probarlo todo. Lo que extrañamos es el hambre. A ese hambre, supongo, le escribe Rosalía en su disco sobre santas; a él también le escribe Laura Ramos, a esa feminidad desbordada, ese deseo desborado que se escapaba por los costados de todo, fueran los costados de un cuarto propio custodiado por un crucifijo o los de un cuarto ajeno, de un hombre cualquiera, que prometiera todo menos seguridad jurídica, y de la otra.

TT/MG

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