Ya he dicho por aquí que tengo ganas de escribir una novela familiar, contada entre varias generaciones y con un acento en esas dinámicas extrañas que se arman entre la gente que se casa, se divorcia y arma hogar la una con la otra, sea lo que sea que eso signifique: una novela familiar como las que escribían Jane Austen, Philip Roth, Natalia Ginzburg o Jonathan Franzen. Mirando Long Story Short, la nueva serie que acaba de estrenar Raphael Bob-Waksberg (el creador de la insuperable Bojack Horseman) pensé que evidentemente es una obsesión de todas las épocas que, en nuestra generación, se siente como una suerte de réquiem. Nos interesa en parte porque sentimos que hay algo de eso que ya no va a existir. No es que sea alarmante: seguirá existiendo el amor, las relaciones, incluso las familias, pero la sensación es que en los últimos treinta, cuarenta o incluso cincuenta años los cambios fueron tan profundos que algo de lo que nuestros padres o abuelos entendían por familia se irá volviendo casi irreconocible.
Long Story Short es una serie animada que cuenta, entonces, la historia de tres generaciones en el clan Schwooper, apodo inventado a partir del matrimonio entre Naomi Schwartz (con la voz inconfundible de Liza Edelstein) y Elliot Cooper (otra voz famosa, Paul Reiser). Naomi y Elliot son dos judíos boomers que tuvieron tres hijos: Avi, el mayor, clásico hipster devenido en uno de esos críticos musicales que aman la música pero más aman odiarla; Shira, la hija lesbiana que siempre tuvo con su madre una relación muy tensa; y Yoshi, el menor, un muchacho alegre y despreocupado que no se entiende si tiene el ADD que le diagnosticaron o simplemente está demasiado desubicado en esa familia de neuróticos. La serie va y viene en el tiempo constantemente: de la infancia de los hermanos Schwooper hasta sus matrimonios, sus divorcios y el nacimientos de sus propios hijos, de la escena de Naomi volviéndolos locos a todos para el bar mitzvah de Yoshi hasta el capítulo en que Shira trata de recordar, entre nostalgias y remordimientos, una receta que ella le hacía y a la que le hubiera gustado prestar más atención.
Cuando empecé a escribir este texto, y a pensar en esta serie, lo primero que me vino a la mente fueron las similitudes y diferencias con la obra maestra anterior de su autor, Bojack Horseman. Long Story Short (que al español se traduciría como “Para hacer corta una historia larga”) es, igual que Bojack Horseman, un estudio en clave de comedia sobre eso que los norteamericanos llaman “trauma”; en este caso, con personas más bien comunes en los roles protagónicos en el lugar de un elenco poblado de famosos y sociópatas. El trauma (léase troma) es, para los gringos y las teorías psicológicas que cumplen en su cultura el rol que el psicoanálisis cumple en la nuestra, una especie de huella imborrable que dejan en la subjetividad las tragedias del pasado, y que se usan para explicar las heridas que cargamos y que luego tendemos a descargar o bien sobre nosotros mismos o bien sobre los demás.
Pero creo que lo interesante de Long Story Short es que justamente ironiza sobre este concepto: de hecho, hay una conversación entre los dos Schwooper mayores, Avi y Shira, que lo hace explícitamente. Shira es el tiempo de persona que está convencida de que tuvo una infancia traumática: el día que su mejor amiga la traicionó, o el día en que su hermano se fue a jugar con otros niños y no la vio casi ahogarse en la playa. Avi no quiere ningunearla, pero un poco parece contestarle: no puede ser que esa sea la única clave para leer el pasado. Los recuerdos de Shira no parecen, honestamente, los de una infancia traumática; más bien parece que Shira, igual que mucha otra gente en nuestra cultura, no conoce la diferencia entre tener una infancia traumática y tener una infancia cualquiera. Todos tenemos dolores: ponerlos en esa clave de huella imborrable de la que tengo que hacerme cargo parece más bien una receta narcisista y empobrecedora de la experiencia que un ejercicio de autoconocimiento o salud mental.
Es fácil ver el agujero en esos discursos comerciales sobre el trauma; más difícil, creo, es pensar la relación entre el trauma y la familia, y el modo en que eso va a cambiar a medida que sigan cambiando las familias. Muchas tramas y conversaciones en Long Story Short giran en torno de la dificultad de mantener unida esa familia, sobre todo una vez que la matriarca Naomi ya no está. La familia en algún momento consistía en vincularse con gente que uno no había elegido. Hoy, y esto también lo vemos en Long Story Short, sobre todo en la relación de Shira y Avi con sus propias criaturas, ni siquiera los padres se aguantan que sus hijos no los elijan; de ahí ese asunto contemporáneo de los padres que quieren ser amigos para sus hijos.
No sabemos del todo qué perdemos en este cambio. La sensación es que las relaciones que una puede elegir y conservar son menos traumáticas que esas que se aceptaban silenciosamente en las familias de antes; quizás hay algún sacrificio, quizás es un sacrificio valioso, quizás no hay tal sacrificio y lo único que sentimos por esa vida de más aceptación y menos conciencia es una melancolía irracional. Pero no creo, esa opción sería demasiado fácil, demasiado poco trágica.
TT/MF