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Opinión - Ensayo General
Sobre los finales, o por qué miramos The Bold Type

Tamara Tenenbaum Ensayo general rojo

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Cuando me preguntan si siempre escribí suelo contestar que no. Me refiero a que no fui de esas nenas que escriben sus cuentos, arman libritos con hojas a4 abrochadas y juegan a vendérselos a sus padres. Ni siquiera de adolescente me imaginaba el concepto “ser escritora” como algo que me fuera posible, aun cuando para esa época ya leía autores vivos (Fabián Casas, Pedro Mairal, Washington Cucurto) que en algún sentido parecían llevar existencias no tan imposiblemente diferentes de la mía. Entiendo con mucha intimidad esa frase de Borges sobre estar orgulloso de los libros que uno ha leído, porque me pasaba eso mismo: leer ya me parecía muchísimo, leer ya se sentía como reclamar un lugar en una clase y una humanidad que no era para mí. Así y todo, eso de que no siempre escribí es una mentira: hace unos años encontré en la casa de mi mamá mi primer diario, que cubre más o menos los años de segundo y tercer grado, mis siete y mis ocho. La caligrafía es casi ilegible —recuerdo vagamente el orgullo, también, de escribirlo en cursiva— y las entradas son muy breves, pero sobre todo me sorprendió la desnudez del estilo, una búsqueda consciente e inconsciente que me acompaña hasta hoy. Tiene algunos manierismos copiados de los libros que leía, pero fuera de eso son narraciones muy escuetas, en las que quien escribe parece hacer un esfuerzo deliberado (ausente en mis mucho más aniñados y banales diarios de la pubertad) por no adornar, opinar ni concluir. Mi entrada favorita dice así: “Querido diario: hoy yendo al Disco Debi se rompió la cabeza. La bobe tuvo que hacer las compras en otro supermercado. Bueno adiós”.

Desde la columna de la semana pasada que no me saco de la cabeza el contraste que hacía Cozarinsky entre el chisme y el relato moral; el chisme, como la novela, es un relato sin moraleja, del que no se aprende nada. Yo venía teóricamente de un pueblo narrador, pero los relatos que se contaban eran, justamente, relatos morales. Hay un hábito que no sé si sobrevive pero que era moneda corriente en los campamentos a los que yo iba: a la hora de la comida, o después, se imponía una especie de micrófono abierto en el que cualquiera, adulto o niño, debía ofrecerse a contar un maasé: básicamente, una especie de parábola en el que un relato sobre algo cotidiano llevaba a una conclusión (en general enunciada por algún rabino) sobre la importancia de cumplir tal o cual precepto bíblico. Un momento pintoresco, sin duda, pero que yo odiaba porque ya sabía cómo terminaba: no había forma para mí de no pensar que, si lo importante era la moraleja, el relato no tenía ninguna importancia. Todos escuchábamos como haciendo fast forward, sin prestar atención a ningún color ni detalle salvo aquellos que quien contaba la historia subrayaba con toda intención para hacernos saber que eran importantes para el final. Hoy leo mis diarios sin aprendizajes ni finales y veo el germen no solamente de la literatura que me gusta leer y que quiero seguir aprendiendo a escribir, sino también, sobre todo, la manifestación de ese resentimiento contra un mundo demasiado cargado de sentido, un mundo en el que todo tenía que simbolizar algo y servir para acercarnos a un camino; un mundo en el que las palabras tenían que servir para algo.

Pienso ahora en los finales, las continuidades y los silencios de los otros relatos que yo consumía cuando era chica, además de las novelas que leía por gusto y los maasim que oía resignada: la televisión. En esa época, para mí, había dos maneras de mirar televisión: estaban las telenovelas que había que mirar todos los días porque si no te perdías y estaban la series que encontrabas en el cable y se miraban salteado, en cualquier orden y en cualquier momento, como todavía hoy se miran Los Simpsons en la tele de aire. Las series que yo me cruzaba por esos años eran sobre todo sitcoms, probablemente ya concebidas por sus propios autores para ser consumidas de esa manera, y creo que había algo feliz o tranquilizador en el hecho de que empezaran y terminaran, de tener por una vez en la vida algo que se abriera y se cerrara de forma limpia: sin cabos sueltos, sin cliffhangers, sin la ansiedad por saber qué es lo que pasa en el próximo capítulo porque quién sabe cuál es el próximo capítulo. De grande empecé a percibir que esas mismas series tenían, además, arcos grandes que yo no llegaba a entender por no verlas en tiempo y forma, pero entonces para mí las telenovelas y las series eran dos formas de terminar una historia, una que abría y cerraba sus conflictos periódicamente y otra que los sostenía y los hacía crecer para atarlos todos juntos como en un ramo en un último capítulo que se miraba con mucha tensión.

Recordé todo esto cuando una amiga me preguntó qué pensaba del fenómeno The Bold Type, una serie sobre tres chicas que trabajan en una revista femenina en Nueva York con temas del siglo XXI pero con un optimismo sobre el futuro de la humanidad que solo era posible en los 90. Las chicas de Scarlett, una publicación ficcional inspirada en la revista Cosmopolitan, parecen en algún nivel estar inmersas en los mismos problemas que las de casi cualquier otra ficción millennial: recortes de personal, casas compartidas, parejas abiertas y cerradas que empiezan y terminan, denuncias de acoso sexual, el acoso de la vida sana. Lo que distingue a The Bold Type es justamente su tono nostálgico. Si Mad Men era una serie que miraba los ‘60 con el cinismo de la actualidad, The Bold Type hace exactamente lo contrario, mirando la actualidad con la ilusión y la bijouterie de hace treinta o cuarenta años. Los conflictos, igual que en las sitcoms de los 90, abren y cierran con limpieza; y cuando digo con limpieza hablo de una limpieza Blanco Ala, de moralejas clarísimas como las de los maasim de mi infancia pero mucho más reconfortantes. ¿Abriste la pareja y te distanciaste? No importa, dos capítulos después la cerrás y todos contentos. ¿Renunciaste a un buen trabajo por uno que resultó ser un fiasco? En menos de lo que canta un gallo te dejaron volver. Se trata de un mundo en el que las decisiones no parecen tener costo alguno: todo es reversible. Incluso cuando la protagonista cree que tiene una enfermedad grave el mensaje es “agarrado a tiempo, todo tiene arreglo”. En The Bold Type, hasta los problemas vitales más acuciantes tienen soluciones estables en el tiempo.

 

Me da odio, como me daban las moralejas. The Bold Type es todo lo que no quiero de la ficción, pero también es droga. Todo lo que termina termina mal, dice Calamaro, y en un sentido tiene razón, pero en otro es exactamente al revés: que las cosas se terminen es una tranquilidad, y en la vida que a mí me interesa y en la ficción que a mí me interesa eso nunca pasa, los blancos de final página están llenos de ecos que se arrastran y se acumulan sobre el cuerpo como esas lesiones curadas que duelen los días de humedad.

TT

 

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