COLUMNA NÓMADE

El japonés imposible

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Durante esta semana trabajé con mis alumnas y alumnos el cuento Japonés, de Fogwill. Yo no lo había vuelto a leer y les pedí a varios de ellos que lo leyeran y que expusieran sus lecturas. Muchos me dijeron que Japonés les producía cierta ansiedad o nerviosismo porque, precisamente, tenía un final abierto. Un alumno dijo que Japonés era la lucha de un hombre solo en medio de una tempestad peleando contra sí mismo. Otro nos hizo notar la cita del protagonista –Dumas– a la música de Schoemberg: “Entre el sonido y la estructura hay un abismo”, como uno de los lineamientos secretos de Japonés. Una alumna vislumbró un cuento de fantasmas: el Japonés era un fantasma. Lo cierto es que la múltiples lecturas activaron mi deseo de volver a leer Japonés. Lo hice la tarde del miércoles, entre clase y clase.  

Lo primero que me conmovió fue que el cuento estaba vivo. No puedo producir una recuperación de las cosas del pasado salvo a través de la memoria, pero estas cosas, ya sea que se convirtieron en trauma o recuerdos de felicidad, igual llegan encriptadas, han perdido potencia o la potencia está oculta y resonando en otra vida, la que ya no tengo. Japonés no. El cuento era una serie geométrica de pliegues, donde cada pliegue traía una nueva versión de la realidad de lo contado y dónde lo que se escuchaba por encima de todo era la voz de Fogwill, esa voz ficticia tan parecida a la voz real, la suya, la que me hablaba por el portero eléctrico para que yo bajara a pasear con él o la que me llamaba por teléfono fijo y me contaba cosas que estaba leyendo. Me impactó también la potencia anticipatoria de Japonés. Ese cuento anticipa la pandemia: un hombre acompañado por otro que desaparece y vuelve a aparecer en medio de un naufragio, un hombre hablándose a sí mismo y creando, tal vez, a otro para que lo escuche porque la inmensa soledad es imposible si no está el Japonés ahí. 

Wim Wenders escribió Días Perfectos porque dijo que pensó que después de la pandemia todos saldríamos mejores. Hirayama –el japonés– que limpia baños en el distrito de Shibuya, viene de un trauma e igual que los soldados que volvían de la Primera Guerra Mundial –como lo notó Benjamin– está casi mudo. No se relaciona con nadie y se dedica a hacer su trabajo de manera obsesiva. Curiosamente, es alguien que decide vivir en la repetición de los días de manera tranquila. En general la película parece mostrar a alguien sin ansiedad, que disfruta del presente en toda su dimensión. Pero que no puede hacer nada con ese presente porque no parece acumular experiencia, ya que la experiencia es lo que hace que uno desee transmitirle algo a alguien. Hirayama no habla. No le interesa la hospitalidad del narrador. Para hacer más notoria la tranquilidad espiritual de Hirayama, Wenders nos pone a un joven ayudante de éste que parece padecer el nerviosismo narcisista de un reel de instagram.  

Sin embargo Hirayama es un controlador. Toda su rutina está milimétricamente controlada. Porque sólo para los controladores la repetición es una bendición, les da seguridad. El tono de la película, en cambio, propone que veamos a Hirayama como lo contrario a un controlador, como alguien que vive cada momento en todo su esplendor.  

A diferencia del cuento de Fogwill, el japonés de Wenders necesita tranquilizar a los espectadores: con una hermosa banda sonora, con las fotos de las copas de los árboles, pero sobre todo dotando al personaje de cierta historia previa. Eso sucede cuando aparece su sobrina y después la madre de ella buscándola en un inmenso auto. Ahí sabemos que Hirayama no es alguien que va a limpiar los baños de Constitución porque no le queda otra y a pesar de eso logra una revelación espiritual. Es alguien pudiente que decidió vivir limpiando baños que parecen objetos sofisticados que podrían exponerse en el Malba. Menos mal, dicen los espectadores que estaban preocupados por el pobre tipo. No lo hace porque es la única que le queda, lo hace porque quiere.  

Pienso en Gabina, una empleada doméstica que conozco que viaja casi tres horas para llegar a su trabajo –tren, colectivo, a pie la parte final– y que en su casa tiene en el techo un juego de luces y bolas de boliche para bailar con su marido cuando vuelve de trabajar. Y quien durante la pandemia, cuando una de las familias para las que trabaja le regaló sus colección de videos cassettes, ella decidió hacer un cine para que pudieran disfrutar esos films también sus vecinos. Gabina existe junto con los demás. ¿Pero Hirayama? 

¿Wim Wenders habrá decidido no filmar los momentos en que su protagonista toma su antidepresivo matutino? ¿Existirá ese Japonés o será un fantasma como algunos conjeturan en el cuento de Fogwill? ¿No será en realidad que lo que estamos viendo es a un alemán que sueña que es un japonés? Y con los restos diurnos programa las canciones occidentales que escucha Hirayama, el libro de Faulkner que lee bajo la luz nocturna, antes de dormirse para ponerse a soñar que es un alemán que dirige una película donde es un Japonés.

FC/DTC