Martín Kohan: “La identidad argentina, como toda identidad, transcurre en crisis, entre lo que se levanta y se cae”
Valiéndose del pulso de un croquis más que de la rigidez de un mapa. Merodeando las figuras insoslayables y a la vez echando luz sobre los pasos de algunas menos recorridas. Un libro en tránsito, en gerundio, en territorio para tironear de la argentinidad, para detenerse, apenas por un rato, en algunas cosas eminentemente argentinas. O, mejor, en sus rastros. El escritor Martín Kohan acaba de publicar Argentinos, ¡a las cosas! (Seix Barral, 2025), un ensayo crítico compuesto por veinticinco fragmentos dedicados a observar con maestría y de manera desprejuiciada eso que se suele englobar bajo el paraguas de la argentinidad.
Ya desde el gesto de alejarse de los hitos para reparar en la idea de cosas –una palabra llave, una palabra que para cualquier hablante argentino refiere a muchas cosas–, el escritor da cuenta de los vaivenes que hacen a cualquier identidad. Identidad, en su mirada, es crisis, es movimiento, es contingencia. Identidad argentina, en sus palabras, es la lectura de una constelación difusa de huellas: el equívoco de la imagen de la pizzería Los Inmortales, el mural de Martin Ron que representa a un Maradona derrotado, la tumba olvidada de Rivadavia en Plaza Miserere y su permanencia en los cuadernos escolares a través de su firma, la piedra movediza de Tandil sustituida por otra ficcional, literaria.
– Tu nuevo libro está armado a partir de cosas. Pero estas cosas lo son en un sentido amplio: son objetos, pero también lugares, escenarios como el Hotel Edén, en Córdoba. O son cosas entre cosas, como un pasillo. ¿Qué te llevó a unir todas estas dimensiones tan disímiles?
– La secuencia la podría describir más o menos así: hay una condición en la palabra “cosa” que es al mismo tiempo muy concreta, muy específica, y también muy difusa. De hecho está la novela de David Viñas, Cosas concretas: no hay nada más concreto que una cosa. Y, al mismo tiempo, “cosa”, “coso” o “cosito” es el camino que transitamos para resolver los casos en los que no tenemos la palabra exacta. La palabra “cosa” engloba objetos, lugares, figuras. En algún momento hasta llegué a pensar que, si el libro tenía un subtítulo, podía ser “cosas, lugares, figuras”. Pero me pareció que “cosas” englobaba todo y fue a parar al título. Y la idea de cosas también nos lleva a esos lugares donde se alojó una marca o una huella que uno pueda leer. La “cosa” puede ser efectivamente un objeto concreto o un lugar o una figura. Pero también, en el momento en el que uno pone ahí la mirada a ver qué rastros tiene, lo convierte en cosa. Es como partir de la pregunta “¿qué cosa es esto?”. Un pasillo, sí. O un campo de batalla. La palabra “cosa” me parecía que permitía abarcar todo. Al momento de reunirlas, el criterio fue el de recapitular y repasar para ver dónde aparecía un destello que me permitiese una lectura. Hay un pacto mío, digamos, que no sé con quién es pero finalmente queda en el lector, que es que son todos lugares en los que estuve. O sea, que se puso en juego concretamente mi percepción real. Son lugares en los que hay o hubo cosas que vi. Y, más allá de que esto no está dicho en el libro, en mi percepción, en mi relación real empírica con esos objetos algo surgió como destello de significación.
– Para seguir con las cosas del libro, y aunque creo que a vos te interesa lo común en el sentido de lo que es de todos, acá no fuiste a los lugares comunes que se mencionan casi automáticamente cuando se dice Argentina, como el colectivo, la birome o el dulce de leche. ¿Por qué ese gesto? ¿Querías correrte un poco?
– De eso me di cuenta en alguna conversación cuando alguien me preguntó “¿qué estás escribiendo?”. Enseguida me salió decir “un libro sobre cosas argentinas”. Me encontré inmediatamente teniendo que aclarar que no era sobre el mate, el poncho ni el dulce de leche. En ese caso, creo que habría sido un libro sobre la tipicidad argentina, sobre dónde reconocer lo típicamente argentino. Y la idea de cosa y la idea de huella, que son las que me interesaban acá, no responden al criterio de tipicidad. Por definición, la idea misma de huella supone algo que no es directamente reconocible, que no es típico. Me parece que, al mismo tiempo, eso permite rastrear qué tipo de relación se entabla en la indagación de lo argentino, que no es exactamente ahí donde se vuelve reconocible. Si hubiese planteado una galería de objetos típicos, uno armaría un recorrido de la condición argentina más reconocible, más establecida. Yo trato de pensar más bien, no en términos de originalidad, pero sí de formulaciones donde la Argentina se ve y no se ve. Se manifiesta y se escurre. Es que la identidad argentina, como toda identidad, transcurre en crisis, entre lo que se levanta y se cae. En la contingencia. Por eso me interesa más pensar la idea misma de argentinidad que no es exactamente una afirmación. Casi te diría que es la manera en que Borges piensa lo argentino. Que es, justamente, refractando y desconfiando de la tipicidad y de la sobreactuación de lo reconocible. Y casi como dejando que aflore como fatalidad. No hace falta subrayarlo, actuarlo, remarcarlo, y no hace falta exponer lo argentino en su tipicidad. Interrogarse estas cosas es que lo argentino esté, no esté, se reconozca, se desdibuje. Se pueda aferrar, pero también que un poco se pierda. Que haya algo de argentino ahí pero que nunca sea simplemente una afirmación, un reconocimiento. Esta es mi manera de leer no solo la identidad argentina sino todas.
– Pensaba que la última vez que te entrevisté fue por la salida de ¿Hola?, el réquiem para el teléfono. En este libro, sin embargo, no hay réquiem, no hay despedida porque las cosas siguen firmes ahí, te las cruzás por la calle. Tampoco hay evocación, como ocurría en la serie con recuerdos que armaste en tu libro Me acuerdo.
– Sí, en Me acuerdo también los recuerdos son objetos que se coleccionan. No hay secuencia. No es el despliegue de una rememoración. Es una colección de recuerdos. Y, obviamente, se arman series, que (Walter) Benjamin llama mejor que series, cuando Benjamin dice “constelaciones”. Porque la serie no deja de tener una linealidad. La constelación, en cambio, compone figuras. Maradona, por ejemplo, en este libro aparece y después vuelve. Y uno resuena en el otro, en la otra. Como en los recuerdos de Me acuerdo que resuenan o rebotan uno con otro más allá de lo que uno mismo registra en la escritura. Pero lo pensé como una colección y fue una especie de repaso de lugares o de cosas ligadas a mi desplazamiento real.
– ¿Fue buscado el hecho de que las cosas fueran de distintos lugares de Argentina? Porque hay bastante de Buenos Aires, pero escribiste sobre figuras o lugares de varios puntos del país.
– Fatalmente me aparece más la Ciudad de Buenos Aires porque vivo acá y porque es donde paso más tiempo. Pero acá me ocurrió algo parecido a cuando estás en un período de escritura de cuentos. Por ejemplo, me pasó con Desvelos de verano. Esos cuentos tienen como una unidad de atmósfera, de universo, fue toda una época que yo pasé en ese terreno, más allá de que hice otras cosas en el medio. Para mí escribir ese libro era poner la imaginación, incluso la memoria, en sintonía estival a ver qué aparecía. Como estímulo de imaginación, te diría. Fue como ponerse en esa temperatura a ver qué aparece. Y es al mismo tiempo recuerdo e imaginación, son las dos cosas combinadas, porque uno recuerda e imagina al mismo tiempo. Acá también fue algo así: un poco ir a buscar y un poco dejar que vengan cosas a partir de lugares donde estuve. A muchos los repasé, fui y no apareció nada. Estuve en San Juan, por ejemplo, y nada. Pero escribir no es un ejercicio de mera aplicación, no es así como surgen las cosas. Como estoy casado con una psicoanalista (N. de la R: se refiere a Alexandra Kohan), a veces me pregunto si la atención flotante tendrá algo de eso. Seguramente no. Porque esto no es exactamente estar distraído, tampoco es estar exactamente concentrado. El concentrado quiere ir a San Juan y decir “a ver, esta es la casa de Sarmiento” o “estuve en tal calle”, “el Valle de la Luna tal cosa”. Para mí eso es demasiado aplicado. A la vez, para escribir tampoco es que hay que dejar las cosas libradas a que algo aparezca por sí solo. Es una especie de punto medio que implica sondear, merodear, a ver si alguna huella aparece.
Me interesa pensar la idea misma de argentinidad que no es exactamente una afirmación. Diría que es la manera en que Borges piensa lo argentino. Que es, justamente, refractando y desconfiando de la tipicidad y de la sobreactuación de lo reconocible. Y casi como dejando que aflore como fatalidad
– Fuiste detrás de huellas como alguna estatua, la placa que marca el edificio donde vivió alguna vez el Che Guevara en Rosario. ¿De qué modo te sirvió la idea de huella para pensar la identidad en general y la argentina en particular?
– Claro, la idea de huella ya supone la presencia de algo que estuvo y a la vez no está exactamente. Con la identidad hay algo en este sentido para evitar la plenitud de la afirmación y también de la negación total. Todas las identidades tienen que ver con asumirlas a través de posibles crisis. En mi caso particular, salvo el hecho de mi identidad como hincha de Boca, todas las demás identidades están hechas de crisis. Ser judío, por ejemplo. Hay una formulación de lo judío que consiste justamente en una pregunta que no va a tener respuesta, pero que también es una pregunta irrenunciable. Por eso me parece que la identidad consiste en preguntar una y otra vez algo que nunca se va a terminar de responder. Asumir una identidad es asumirla en crisis. Afirmarla y hacerla vacilar a la vez. Podría decir también que mi relación con la identidad masculina está hecha de eso. Mi identidad judía está hecha de eso. Mi identidad argentina está hecha de eso. Mi identidad de egresado del Colegio Nacional de Buenos Aires está hecha de eso. ¿Las desecho? No. ¿Las descarto? No. ¿Las abandono? No. ¿Las asumo en plenitud como afirmación plena? Tampoco. Siempre es revisión y puesta en crisis, e insisto, como manera de asumir esas identidades, no como descarte. Con la idea de huella se puede percibir al mismo tiempo lo que está y lo que estuvo, pero no está. El vestido sin Evita, por ejemplo. En la página inicial del cuento El Sur, Borges lo expone con esa maestría que tenía para concentrar en pocas palabras las cosas, con Juan Dahlmann, nieto de un pastor alemán que llega en 1870, que unas décadas después ya se sentía “hondamente argentino”. ¿Cómo fue, cómo se arma eso? Borges para mostrarlo en Dahlmann hace una enumeración de cosas, como un daguerrotipo, una espada, “el hábito de ciertas estrofas”. Me parece que ahí hay una idea de cómo se hace lo argentino, pero sobre todo dónde se manifiesta. Si yo tengo que pensar en una referencia de afinidad contra los que buscan la esencialidad inmóvil de lo argentino, uso esa página de Borges.
– Una de las figuras que traés en el libro es la de Bernardino Rivadavia. Por un lado, sí, es quien le da nombre a la avenida más larga, pero también pareciera estar desplazado. De hecho hablás sobre el lugar donde están sus restos, un mausoleo un poco olvidado en medio de la Plaza Miserere, en Once. ¿Por qué te interesaba su figura?
– ¿Vos sabías que Rivadavia estaba ahí?
– No, la verdad es que no. Y eso que paso seguido por ahí para tomarme el colectivo.
– Bueno, yo no hice una averiguación exhaustiva y no soy sociólogo, pero le fui preguntando a mucha gente y casi nadie sabía que los restos de Rivadavia están ahí, en la plaza de Once. A diferencia de otras figuras, como la de San Martín o Belgrano, que han tenido preponderancia y una especie de paridad, con Rivadavia pasa que, aunque tuvo un lugar central, es como si no estuviera. Uno piensa “la avenida más larga” o “el sillón de Rivadavia” y decís “está por todos lados”. Yo mismo viví varios años a cuatro cuadras del Parque Rivadavia e iba muy seguido a ver libros. Nunca pensé en Rivadavia. Más allá de la anécdota personal, algo pasa ahí, me parece, que tiene que ver con esta condición particular de su figura, que no es exactamente el olvidado y el perdido. Porque si lo querés dar por olvidado y por perdido, Rivadavia está demasiado. Pero si querés señalarlo como una presencia central, no está. Entonces Rivadavia me permitió en el libro traer algo diferente, volver sobre esa tumba. Está ahí como si no estuviera.
– Donde sí está omnipresente, como recordás, es en los cuadernos escolares, ahí aparece hasta con su firma.
– Claro. Y lo de la firma me interesó, otra vez, porque es la escritura como huella. ¿Qué huella más personal puede haber que las propias manos? Bueno, en Boca en algún lugar están las huellas de los pies, pero claro, son futbolistas.
La identidad consiste en preguntar una y otra vez algo que nunca se va a terminar de responder. Asumir una identidad es asumirla en crisis. Afirmarla y hacerla vacilar a la vez
– Se podría pensar este libro, también, como una mirada tuya sobre la heroicidad. Hay héroes más evidentes, como San Martín o Gardel, pero otros menos esperables o en la derrota, como ese mural de Maradona que describís. ¿Te interesaba en particular pensar la heroicidad, en los héroes en general?
– Fue un asunto para mí el de los héroes, de hecho escribí la tesis de doctorado sobre San Martín. Vos vas a cualquier lugar del mundo y en las plazas hay estatuas de alguien subido a un caballo. Figuras destacadas, evidentemente, todos los países tienen. Pero la configuración de la historia argentina estuvo particularmente centrada en héroes. Este punto fue una disputa historiográfica en el siglo XIX, cuando se preguntaron si había que escribir una historia de grandes hombres o no. Yo escribí esa tesis con un abordaje crítico, una revisión crítica, alrededor de cómo se construye la idea de un “padre de la patria”. Y, aun así, siempre vuelvo a la idea de un padre de la patria, como si a aquellos que no lo tuvieran les faltara algo. Pienso, no sé, en Francia. ¿Hay héroes? Sí. ¿Hay padres de la patria? No. ¿Le falta algo? No. ¿Es más débil esa formulación? No. En todo caso es otra manera de conjugar una expresión de identidad. Los padres fundadores en Estados Unidos no son exactamente esa clase de figuras o tampoco funciona del mismo modo en Brasil con Tiradentes. Todas estas variables evidentemente me interesan mucho, con lo cual, la idea de lo argentino aun pensado desde las cosas me llevó a mirar una diversidad de héroes. Pero también a la posibilidad de verlos caídos, derrotados, sancionados. Estoy pensando San Martín caído, Maradona derrotado, Belgrano sancionado.
– Luis Firpo, otro de los que mencionás, el boxeador que tira del ring a Dempsey pero no gana.
– Firpo derrotado, claro. Y la idea de pensar que son héroes con eso. Ni siquiera a pesar de eso. Son héroes con eso. Creo que eso me permitió, por mi propio interés en ver qué pasa con los héroes, volver a esta sintonía; si lo querés afirmar rotundamente, se cayó. Si querés darlo por caído, se recupera. Al pensarlos así también hay una manera de entender la identidad que funciona en esa misma clave: la querés acercar se cae, la querés erigir se desploma. Entonces hay que intentar ver las dos cosas al mismo tiempo, como comprobé con las estatuas de San Martín. Lo ves en un ángulo al mismo tiempo erguido y caído y no queda otra que ver las dos cosas a la vez.
– En algunos textos pensás también una idea de éxito y de fracaso, de ascenso y de caída. Una supuesta Argentina con un esplendor que a veces está en el pasado y otras veces se arma como pura promesa.
– A veces lo pienso como algo chistoso: no debe haber ningún himno nacional de ningún país que diga “somos una nación desgraciada”, “qué país de morondanga” o “nacimos para la miseria” (risas). Siempre esas escenas están ligadas a alguna clase de exaltación de lo propio. Pero uno podría conceder que hay algo en el caso argentino, insisto siempre recelando de la idea de que tenemos algo especial, con esa noción de que la Argentina estaba destinada a ser el Estados Unidos de América del Sur. O por esa expectativa de supuesta potencia, por la idea de supuestamente conjugar lo mejor de lo europeo con la destreza de la naturaleza sudamericana. Me parece que en el caso argentino ese mito de preponderancia es lo que hace que el desencuentro con el destino de grandeza se sienta especialmente frustrante. En estos años, en concreto, estamos volviendo a escuchar sobre esta suerte de mitología retroactiva, que es que ese destino sí estuvo, lo que pasa es que lo perdimos. No era un destino, no está demostrado que los cuatro climas hagan un gran país, la inmigración europea existió y fue significativa pero tampoco resuelve ni garantizada nada. Hay muchísimos elementos para contrarrestar ese mito. Sin embargo, es interesante ver cómo funciona, cómo circula. Sobre todo en la discusión política actual; es muy importante resolver que ese destino de grandeza no era un destino porque no hay destinos. Porque la historia se hace o se deshace. Y es mentira que la Argentina fue primera potencia mundial. Es bastante importante hoy en día desmentirlo. Los historiadores que dedicaron su vida a estudiar eso lo intentaron y fueron insultados por el presidente de la nación. Entonces, aunque ese destino de grandeza se ponga en duda, el efecto de desencuentro es verdadero. Y el efecto de desencuentro remite al prócer que se cayó, al héroe noqueado o a la final perdida, como parte de la identidad, no como elementos que la contrarrestan. Si vos partís de la base del paradigma de la identidad como plenitud y como afirmación, entonces el tropiezo, la caída, la derrota van a aparecer como momentos de debilidad. Si vos no pensás la identidad como la plenitud de una afirmación sino desde una crisis, la cosa cambia. Me parece que por eso una identidad no termina nunca de caer. No termina de afirmarse tampoco, pero no termina de explotar.
– Hablabas de tus crisis en relación con el judaísmo o con el hecho de ser argentino. ¿Tu identidad como escritor también entró en esa dinámica alguna vez?
– Mirá, siempre estuve muy dispuesto a revisar una por una mis identidades. Estuve en Moscú y cuando vi el mausoleo de Lenin me estremecí. Mientras me estremecía pensaba “¿es muy marxista o es muy anti marxista esto que me está pasando?” (risas). Porque la escena tuvo mucho de aurático, una carga de religiosidad frente al cuerpo-objeto sagrado que no responde al marxismo. Ahí mismo dije “¿este es mi gran momento como marxista o es mi tropiezo como marxista?”. Y creo que en el fondo la idea es conjugar las dos. Con la identidad de escritor, creo que no hay crisis porque no es una identidad que yo asuma ni pretenda. Creo que fue como una derivación, como lo de Dahlmann: “el hábito de ciertas músicas” y un sentimiento de ser argentino. Leyendo entrevistas de otros o hablando con gente me di cuenta de que yo nunca quise ser escritor. Nunca me apareció la idea como tal, nunca la mencioné. Cuando era chico no quería ser escritor, quería ser arquero. Siempre agrego en broma “igual que Milei”, solo que ante mi fracaso en esa ilusión no me la agarré con un país (risas), no me la agarré con 40 millones de personas. En mi caso, el deseo siempre fue escribir y ser escritor fue una derivación de eso, no premeditada, no buscada. Y en algún sentido no asumida, salvo porque un día una pareja que tuve me dijo: “Dejá de decir que no sos escritor porque quedás como un boludo. Escribís, publicás, están los libros, sos escritor” (risas). Al cabo de ciertos años y al cabo de un puñado de contingencias resultó que no es lo mismo buscar esa identidad de escritor que asumirla. Ocurrió. Ni destino, ni mandato. Ocurrió. Desde una pasión de un hacer que es escribir. De la escritura derivó un escritor. La escritura nunca fue el insumo necesario para constituir al escritor. La escritura fue un fin en sí mismo.
AL/CRM
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