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Perdón que interrumpa Opinión

La larga vida de las internas peronistas: de Ezeiza al salón blanco de Alberto y Cristina

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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En su libro ¿Qué es esto? Catilinaria, que Ezequiel Martínez Estrada (EME) publica en 1956, en pleno auge del antiperonismo más crudo, escribe que “el pueblo que Perón ha dejado ha paladeado ya los frutos prohibidos”. Se trata de un colosal ensayo que acaso supera y reabsorbe todos los estudios primeros frente al objeto que creían vencido. La Radiografía de la pampa de EME era, como el ensayismo nacional de los 30, sobre el enigma de la Argentina; pero ¿Qué es esto? es el enigma de la Argentina a través del peronismo. Martínez Estrada fue un antiperonista lúcido que quiso explicar como pocos qué era “eso”. En ese mismo 1956, si pasabas el himno al revés, sonaba “La última curda”. Cátulo Castillo anota de ese tiempo acaso una tristeza silenciosa y general: “No ves que vengo de un país / que está de olvido siempre gris / tras el alcohol”.

En el dossier “Volver al futuro” de Revista Panamá sobre el futuro y el peronismo, Shila Vilker propone que una de las reescrituras permanentes del peronismo sobre su crisis ajusta las cuentas también para este lado: acusar al otro de no ser peronista. Dice acá: “La crisis actual del peronismo comparte con las anteriores ese voceo que pregona que ‘el peronismo no enamora’ o que ‘el peronismo perdió su estrella’ o, la más frecuente y exculpatoria, ‘esto no es peronismo’. Variaciones para un mismo tema.” En esa recurrencia que señala Vilker hay una verdad histórica de nuestra democracia. El peronismo siempre fue una versión del peronismo. El que funcionó, sí. Con Menem, Duhalde, Kirchner y CFK. Hay algo en esa cristalización (en elegir “tu” peronismo“) que funciona mejor que el que quiere ser todos los peronismos juntos. Como si dijera la maldición gitana: el que quiere ser todos los peronismos termina siendo nada de la sociedad. Y ése es el riesgo de Alberto Fernández.

El presidente, parafraseando a Andrés Malamud, es el hombre seguro de la foto y el hombre inseguro de la película. En cada declaración, en cada conversación, sea por chat o en una entrevista oficial entre mandatarios, asume la contracción de decir lo que el otro quiere oír. Varios subrayaron ese rasgo “cultural”. El viraje de 180 grados entre una declaración y otra arruina la cinta de la película pero no las fotos. Como si en el fondo el presidente pareciera no tener resuelto un “giro definitivo” y eso desconcertara al resto. Porque toda presidencia se entiende en la trayectoria más o menos pragmática del político profesional como su “último cambio”. Su última estación. El cambio definitivo. Menem murió como un peronista liberal, Kirchner como un peronista populista.

Una parte de la tradición justicialista fue así: compulsivamente internista, a los facazos por el santo grial, y de hecho hasta el peronismo originario tuvo su interna de minuto uno (¿quién hizo el 17 de octubre?). Habría que volver a leer sobre las penurias de Cipriano Reyes, su persecución y tortura legendaria. O el desplazamiento de Domingo Mercante, un gran gobernador bonaerense. Y el después del 55: “En este hueco histórico está la disputa por el liderazgo con Perón en el exilio: los neoperonismos, desde el primero con Bramuglia (que fue a Casa Rosada poco después del golpe) al más potente de Vandor y sus aliados”, dice el politólogo Juan Kryskowski. También, la remanida disputa madurada en los años setenta que tuvo los polos clásicos (la patria peronista enfrentada a la patria socialista) y un léxico específico: los que eran acusados de “infiltrados” marxistas y una parte de la misma izquierda que había hecho lenguaje esa “infiltración”: el entrismo. La ruptura con Perón también calibraba un cálculo de los “imberbes”: la vaga idea de que Montoneros podía ser la organización revolucionaria que reemplace a un Perón demasiado viejo, que no iba a durar, y que no duró (pero al que no reemplazaron). “Hoy Perón está aquí, Perón es Perón y no lo que nosotros queremos”, pudo decir Firmenich en una charla con los responsables de los frentes de Montoneros, a fines de 1973. Del otro lado, “los hechos son machos, las palabras son hembras”, decían los de la revista “El Caudillo”, de Felipe Romeo, expresión del ala mazorquera, lopezreguista. Felipe Romeo en sus años finales se dedicó a la restauración de cúpulas. El hombre y la metáfora. López Rega también hacía sus apuestas por la herencia política. Ya en el 73 les preguntaba a visitantes en Madrid “¿qué hacemos Isabel y yo si el General se muere?”. Alicia Eguren, profética, ya había escrito su carta disidente (“Aquí pasa como con el cuento del rey que se paseaba desnudo. Todos lo veían pero nadie se animaba a decirlo”). Ríos de tinta, ríos de sangre. Desde la balacera de los bosques de Ezeiza que en cada “nueva interna” aún algunos hacen respirar la pulsión de aquella masacre.

Aunque también hubo un tenso “clima de unidad” en esos primeros setenta, en todo ese por hacerse que se vivía al menos hasta la vuelta de Perón. Hace pocos días, chusmeando material sobre ese tiempo de gracia, Pablo Semán me recordó al actor Vicente Rubino en el famoso programa de televisión “La Tuerca” y su personaje Pedro Lineadura. Previo a la vuelta del General aún innombrable, con bombo y tono pícaro, decía: “Tranquilo Pocho, no tengas chucho que somos machos y somos muchos…”. Pese al culto a su visión estratégica, a la verticalidad ordenadora, Perón nació con un liderazgo que iba a ser desafiado sistemáticamente: por los laboristas, por Cooke que lo quería llevar adonde no quería ir, por Vandor que lo “necesitaba más afuera que adentro”, por los Montoneros que querían darle una precisión ideológica definitiva y le cantaban: “¡Qué pasa General / que está lleno de gorilas”/ el gobierno popular!“. Incluso una versión más truculenta y tramposa acusa a la Tendencia de haber cantado algo peor: ”¡Vea, vea, vea / qué manga de boludos / votamos una muerta, una puta y un cornudo!“. José Pablo Feinmann rememoraba en sus infinitos apuntes el debate en torno a ese canto. ¿Se cantó?, se pregunta ¿Evita era una ”muerta“? JPF decía que ese canto de ser cierto hubiera significado la ruptura con el peronismo en su conjunto. El fin del entrismo de izquierda y el pase definitivo al alternativismo. Más montoneros que peronistas. Dice que Galasso lo da por cierto y que lo ”extrae del libro de Andrew Graham-Yool, De Perón a Videla“. Pero los Montoneros (o el ”tercer peronismo“, según Alejandro Horowicz) cantaban ”Con el fusil en la mano y Evita en el corazón“. En términos de reescrituras, se reescribía una Evita unívocamente combativa en el corazón de esa juventud a cuyo fusil generacional les cantaron hasta los rockeros incipientes de Almendra en una canción poco recordada: ”Camino difícil“. Era una Evita recreada a gusto, en parte, más fácil de evocar que Perón, quien acaso a la izquierda siempre incomodó más. Fue, también, soltarle el pelo a la Evita de los cuarenta.

Los años 80 reflejan el comienzo de una década incómoda para el peronismo: entran a la democracia sin mayoría. Y aparecen atrapados por las garras de una metáfora letal: la del “pacto sindical militar”. La metáfora imbatible con que Alfonsín completa el sentido de su victoria: le abre la puerta a un posible voto de clase, por abajo, en los titubeos del terror. Dicen que decía Alfonsín que no lo votarían los obreros pero sí sus esposas. Ese desplazamiento de la fábrica a la casa en la decisión del voto, esa ruptura matrimonial (un presidente atento a los divorcios), quizás interpuso una versión ciudadana de la democracia y las mayorías. Herminio Iglesias pagó el precio por haber teatralizado en la quema del cajón una sentencia provisoria pero ya firmada: la dictadura deja una democracia con un peronismo vencido. En la estructura y en las urnas. El peronismo fue su sangre prometida. Luego, los renovadores contra verticalistas u ortodoxos organizan en parte la reconversión de movimiento a partido, aunque el partido se tenga que romper (como hizo Cafiero con su inicial FREJUDEPA, el Frente Renovador Justicia Democracia Participación “JDP”) para enfrentar externamente al partido en la PBA). Todas las renovaciones, la renovación. Los años 90 (iniciados tras la marca a fuego que dejó la hiperinflación) tuvieron el liderazgo de un Menem que despotricaba contra “los que se quedaron en el 45” y su llamado a la relectura de Perón, que pasaría de ser la figura ortodoxa atada a principios inalterables a la de un Perón pragmático que adapta la doctrina a cada tiempo. “Hubo allí -dice Juan Kryskowski- un intento (olvidado) de actualización doctrinaria, anunciado explícitamente así”. Del orden justo a la palabra “gobernabilidad” era el auténtico pasaje. Del hecho maldito del país burgués al hecho burgués del país maldito, en esas variaciones recurrentes hasta el infinito del silogismo de Cooke. Menem para un sector que quedó marginado del peronismo era “el traidor”. En la tribuna de Boca que conducía José Barrita se podía oír: “Traigan al gorila musulmán para que vea / que este pueblo no cambia de idea / lleva las banderas de Evita y Perón”. Pero Menem venció en las urnas dos veces.

Duhalde y Kirchner consagran en el cambio de siglo una versión nueva y complementaria. Duhalde era algo así como lo imprivatizable del Estado sublevado: entre manzaneras, curas, punteros, policías y negocios intentó reconstruir un orden que fuera, al menos, el eco del orden perdido del peronismo originario. Duhalde tenía el physique du rôle de un hombre de los años 50 tratando rústicamente de cerrar más dignamente el siglo peronista. Kirchner profundiza ese giro con un repertorio progresista. Desde 2003 implica su gobierno en un programa de reparaciones que incluían los derechos humanos como su columna esencial. Iba a ser acusado lógicamente de lo que todos: “no es peronista”. “También logró -dice Kryskowski- y aunque fuera transitoriamente, encolumnar a todo el peronismo tras de sí. Viniendo de la fragmentación post 2001, expresada claramente en la elección de la que emergió presidente.”

Llegamos al presente y la actual interna podría ser la primera interna del peronismo sin “eco social”. Y probablemente más allá de lo “doctrinario” (siempre resbaladizo) acerca de si el gobierno actual es más o es menos peronista, habría mayor eficacia en acusar de “no serlo” en otro terreno… el de los métodos. Porque ese juicio se podría escribir con el estilo pedante de una “máxima”: el peronismo puede ser liberal o populista lo que no puede es no tener conducción. Porque la crítica alcanza el lugar común del conduccionismo. Pero hay más: ni siquiera podría decirse estrictamente que a este peronismo le falte conducción, sino que parece tener un montón de conducciones insuficientes, que le quedan cortas, que no destraban, o el vaivén entre un Alberto asediado porque no construye su identidad y a la vez destratado por no aceptar ser el Cámpora de nadie. No hay gobierno, hay gobiernos y líneas paralelas. Y si el Frente de Todos nació con un razonamiento que repetían todos (“sin Cristina no se puede, sólo con Cristina no alcanza”) nada indica que eso haya sido superado. No era el frente de la generosidad, era el frente de la necesidad. El intento por identificar el fracaso (el gobierno visto como un “fracaso exclusivo de Alberto”) es la fe ciega en un árbol que tape el bosque del fracaso general, compartido, evidente, de todos. ¿Quién del FdT podría escapar de una posible derrota? Hicimos un frente porque no teníamos el gobierno, ahora tenemos el gobierno pero nos quedamos sin frente. Otra línea que asoma es el intento de institucionalizar el FdT, como el de estos días en la provincia de Chaco, hecho con todos los cuidados del caso, como describió Pablo Ibáñez. U otra imagen paralela: en lo que se vio del mínimo no imponible, en la forma en que Massa defendió a su grey laborista (es más fiel él a sus viejos votantes que ellos a él) con dos cartas a Guzmán y una foto final con el ministro cediendo, pareciera representarse en la interna (o en “el debate”) el borrador de un sistema de funcionamiento: funcionar en “interna”. En definitiva el centrifugado de esta interna peronista de fondo parece tener sólo margen a la pura pasión distribucionista, que es quizás la forma cómoda de encubrir el otro debate más profundo de la política oficial: la generación de riqueza. El debate sobre cómo distribuir, sí, pero el otro debate brota y define, el más difícil, para el que siempre hay menos ideas: cómo generarla. Cómo hacer un futuro. 

MR

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