Opinión

Macri y el don de no entender

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La realidad de la imaginación es una fuerza invencible. Para no hablar de la negación. Son géneros llenos de gracia cuando se descargan sin límites en los campos de la ficción. Un ejemplo radical: la actitud inspirada en Lewis Carroll, que niega la experiencia material, siempre alambrada por la modestia de sus posibilidades, en favor de la dispersión de los deseos y los sueños. Romper las cadenas causales, quebrar las estructuras lógicas, destruir la siesta del idioma y darle al mundo los delirios que le faltan para instalarlos como una realidad mental más fuerte que la realidad real, son el gran espectáculo de Alicia en el País de las Maravillas (1865), donde Carroll le da a las ilusiones un carácter de ley.

En el capítulo “El testimonio de Alicia”, el Rey le pregunta: “¿Qué sabes de este asunto?”. Ella contesta: “Nada”. “¿Nada en absoluto?”, dice el Rey. Y ella contesta: “Nada en absoluto”. El Rey dice: “Eso es algo muy trascendente”. Entonces, interviene el Conejo Blanco : “Intrascendente, es lo que su Majestad ha querido decir”. Por lo que el Rey termina asumiendo que acaba de decir lo contrario de lo que dijo. Típica torsión carrolliana del lenguaje y del sentido que este traslada a ciegas, la escena nos recuerda el idioma particularísimo que utiliza, sin la debida contención, el expresidente Macri.

La confusión que despierta su vínculo con el mundo a través de los puentes del lenguaje nos hacen preguntarnos: ¿dónde está la realidad aludida? Es cierto que la política ha problematizado esa relación desde la cuna, en el sentido de qué decir acerca de los hechos para controlarlos de algún modo, pero Macri la llevó a un summun de distanciamiento que llamaremos “el nadaqueverismo”, nombre que indica los actos del habla que “nada que ver” con lo que aluden. Postulada en 2015 como marca sensible de campaña, la proeza de reducir la pobreza de la Argentina a cero se abre hacia el desierto de la incredulidad. ¿Por qué elegir esa expresión de deseo, justamente el único imposible de cumplir?

Romper relación con los hechos es la condición necesaria para implantar una realidad nueva. Pero ¿si en el caso de Macri lo que podríamos adjudicarle a su imaginación fuese en realidad un don extraordinario: el don de no entender? No hablamos de negarse a entender sino de no poder hacerlo y, a cambio, hacer desaparecer los hechos tal cual se presentan para ser comprendidos de una manera que, al menos, quede algo de ellos.

La incomprensión expresada en el “nadaqueverismo” es una escuela voluntariosa de inversión carrolliana de los hechos. Recordemos con la piedad que pide la escena aquella mañana de agosto de 2019, cuando flanqueado por su nuevo fiel escudero, Miguel Pichetto, Macri dijo después de perder las PASO por 15 puntos, que el evento merecía una autocrítica... de los que ganaron. Su rostro tallado en la piedra del fracaso (el fracaso de “su” realidad) todavía nos conmueve con su acumulación de tensiones.

El último ejemplo del “nadaqueverismo” andante que hizo escuela entre 2015 y 2019, y no se agota, fue cuando esta semana le respondió a Estela de Carlotto (juraría que espontáneamente, digamos con su verdad profunda en la mano), luego de que Carlotto manifestara su ansiedad por verlo preso, ajena a la paciencia legendaria que la llevó a encontrar 130 agujas en el pajar del terrorismo de Estado.

Carlotto dijo: “Ese hombre tiene que estar preso. Ya se ha demostrado que es un delincuente. Lo antes posible hay que hacerlo. Sé que no es fácil”. Y Macri le contestó: “Me da mucha pena lo que esa mujer vivió, pero más me compadece que no haya podido salir del rencor, del resentimiento, del odio. Yo sé lo que vivió. Porque yo tuve la suerte de que esa misma gente me secuestró, y pasé los peores 14 días de mi vida. (…) Y yo supe perdonar, yo supe decir: 'Mi vida no va a estar marcada por el resentimiento y el odio a eso que me pasó. Yo voy a transformar esto que me pasó'. Y ahí fue donde fue mi quiebre mental. Lamentablemente, como dice mi abuela, siempre decía: 'No hay mal que por bien no venga'. Y ese episodio que me llevó a ver la muerte de tan cerca, me llevó a decir: 'Yo tengo que hacer algo distinto a partir de ahora'. Y, bueno, creo que queda claro que ella no ha podido”.

Meter en un sólo párrafo cinco escalofriantes “yo” para caer de emboquillada en la tentación narcisista que habría que evitar cuando se habla de otro, es algo que vamos a pasar por alto. Más grosso es decir que tuvo “la suerte” de ser secuestrado; además de que, “lamentablemente”, no hay mal que por bien no venga. Apartadas las incidencias de color, vayamos al contenido. ¿Cómo se le puede ocurrir a alguien asociar haber sobrevivido a un secuestro extorsivo de una banda de delincuentes en 1991 a cambio de una carretilla de dólares, a la experiencia de otra persona a la que en 1977 una dictadura le mató a la hija luego de robarle su nieto recién nacido, al que recién pudo conocer 40 años más tarde? ¿Qué tienen que ver entre sí estas historias? Nada. Solo que pasa por ellas, y no precisamente como elemento común, la palabra “secuestro”. Ver el parecido en lo diferente: he ahí la prueba de no entender nada.

Para que el “nadaqueverismo” se extienda a otros campos, especialmente aquel sobre el que la superstición popular diría que Macri tiene algún conocimiento, pasemos al fútbol. En noviembre del 2000, como jamás se olvidará, Boca Juniors venció 2 a 1 al Real Madrid, y levantó la Copa Intercontinental de clubes. Esa noche, según cuenta Martín Souto en su libro Boca del mundo, hubo festejos en el hotel bajo el control de Carlos Bianchi, empecinado en que al regreso el campeón del mundo se ocupara con seriedad del torneo local, que también ganó. Los futbolistas brindaron con sake junto a sus familias, hasta que Bianchi tomó el micrófono y dijo, con claridad, que era hora de que se retiraran todos los que no fueran futbolistas. Todos. Y todos entendieron el pedido. Menos uno. Lo que obligó a Bianchi a tomar de nuevo el micrófono e ir al grano:

-Vos también, Mauricio.