ENSAYO GENERAL

La maquinaria del mal

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Hace unas semanas empecé a ver Mussolini: Hijo del Siglo, la ambiciosa serie dirigida por Joe Wright y protagonizada por Luca Marinelli sobre el ascenso del dictador italiano. Me llamó la atención no solo porque, de todos los dictadores célebres del siglo XX, Mussolini es aquel del que menos información manejo (no me suena el nombre ni la historia de casi ningún personaje secundario), sino también porque ya desde el primer capítulo la serie toma unas decisiones formales bastante audaces. Wright filma de una forma que hace que todo se vea estilizado, irreal, operático: hay una intención bastante explícita de subrayar el artificio, al tiempo que lo real aparece por todas partes en forma de una violencia que no afloja. Wright no le teme a ser repetitivo en ese sentido: no piensa elipsar ningún ataque, para que nos quede claro que los camisas negras nunca se calman, no entrán jamás en ningún estado de reposo. Cada acto de gobierno de Mussolini aparece cruzado por la violencia. La muerte no es para los fascistas, muestra Wright, un medio para un fin, no es algo que se puede poner en pausa una vez que se llega al poder: es más bien un estilo de vida, una declaración constante de principios. La banda de sonido, compuesta en su mayoría por una banda de sonido de música electrónica extemporánea pero profundamente en línea con el frenesí de la historia, contribuye a esta combinación entre artificio y crudeza.

Pero de todas las decisiones de Wright, la decisión de poner a Mussolini a romper constantemente la cuarta pared para explicarnos sus planes y motivaciones es definitivamente la más controversial. Tanto el guion como la interpretación de Marinelli nos dejan claro que Benito es un inútil, un resentido y un hombre desprovisto de cualquier clase de lealtad o generosidad, para con los suyos o para con nadie; y sin embargo, hay algo en esos momentos en que Mussolini habla a cámara que es profundamente “simpático”. Me lo dijo alguna vez un amigo dramaturgo, o me lo inventé a partir de algo que me dijo: en una obra bien hecha es imposible no encariñarse con un protagonista, por más desagradable que sea. Es la trampa más cruel de la ficción: cualquier personaje con el que pasás suficiente tiempo se vuelve un poquito querible. La serie es muy clara en su posición sobre el fascismo y, sin embargo, me encontré pensando que haría falta mucha valentía para hacer una ficción así, por caso, con Videla llevando el punto de vista y haciéndose el piola para la cámara. Evidentemente el humor siempre termina guardando (y ese es su encanto) una suerte de ambigüedad.

No pude evitar vincular a esta serie con Belén, la película de Dolores Fonzi que reseñé hace unas semanas. Ambas obras vienen a revisitar un tema antiguo pero inagotable, el de la naturaleza del mal en la política; ambas proponen, también, un enfoque contemporáneo para pensarlo. Sería imposible hacer un repaso de todas las posiciones filosóficas disponibles sobre esa cuestión, pero una puede intentar identificar constantes, y también rastrear las distintas encarnaciones que fue tomando la pregunta. Me interesan sobre todo las modernas, las que aparecen cuando la filosofía política se separa claramente de las concepciones religiosas y esencialistas sobre la moral. Las preguntas laicas que intentan hacerse los primeros filósofos modernos: ¿el mal es innato, o se adquiere? ¿Es natural o cultural? ¿El ser humano es bueno, pero la sociedad lo degenera? ¿O por el contrario, el ser humano es innatamente malo, y necesita a la sociedad para domesticarse?

Creo que tanto Belén como Mussolini dialogan con una de las respuestas más famosas a estos interrogantes, la hipótesis arendtiana de la banalidad del mal: la idea de que no hace falta que haya un genio malicioso, una gran mente maligna con un plan maestro, para poner en marcha una maquinaria de violencia. Las instituciones modernas, con su pretendida neutralidad, pueden convertirse en máquinas del mal casi por accidente. Belén y Mussolini parecen decirle a Arendt “sí, pero”; en sus historias están esos pilotos automáticos de la institucionalidad defectuosa y vacía, pero también hay villanos que los accionan. No son mentes maestras ni personas excepcional, pero sí tienen algún interés en hacer daño, o una indiferencia muy profunda respecto de cualquier “daño colateral” que excluya a sus propios fines.

Es como si a la tesis de que cualquiera puede accionar la maquinaria del mal respondieran “puede ser cualquiera, pero hace falta alguien”. Pienso, lo pongo acá al final porque realmente no sé cómo sigue, de qué modo nos habla todo esto en la época de las nuevas derechas, una época en la que la xenofobia y la política facciosa han vuelto a las primeras planas pero que es al mismo tiempo una época cínica, en la que nadie cree ya demasiado en una política que tenga bases morales demasiado fuertes. Por decirlo de alguna manera: los términos en que algunos políticos hablan de “nosotros” y “ellos” parecen de Mussolini, pero ya nadie cree tanto en nada como para subirse a semejante épica. El siglo XX fue largo, el XXI viene lento, estamos todos cansados. La gente ya no quiere leer los noticias, ni hablar de política, lo dicen todos los estudios sobre medios: todo indicaría que es un gran momento para los tecnócratas aburridos, la neutralidad centrista y los discursos políticos menos ambiciosos. Y, así y todo, la realidad insiste en lo contrario; en seguir mostrándonos lo mismo que Belén y Mussolini, unas instituciones que no le inspiran a nadie ninguna confianza y una clase política que se niega (incluso en sus encarnaciones supuestamente antipolíticas como Trump, Milei y sus secuaces) a abandonar su fantasía de excepcionalidad.

TT/MF