ENSAYO GENERAL

Los monstruos institucionales

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Me enteré de que iba a haber una película sobre Belén mucho antes de que la película existiera. De hecho, probablemente me enteré antes que Dolores Fonzi, la finalmente directora y protagonista. Era 2020, creo, cuando Leticia Cristi, de la productora KyS, me contó durante el rodaje de la primera temporada de El fin del amor que habían comprado los derechos del libro de Ana Correa sobre el caso de la chica que había pasado casi tres años presa en Tucumán por un aborto espontáneo. Lo primero que pensé fue que era interesante, y valioso, por supuesto, decidir meterse en el detalle de ese caso, pero que era una película muy difícil de hacer, una historia muy difícil de contar: ¿cómo se arma una película con un caso que no ofrece ningún dilema moral, una historia que está lo más cerca que puede estar la realidad de un relato de “buenos” y “malos”? Ni siquiera una persona que estuviera en contra de la legalización del aborto podría defender la prisión a Belén.

Era una de esas historias sobre las que cualquiera dice “hay que hacer una película”, pero que en la práctica terminan siendo más complicadas de adaptar de lo que una sospecharía. Y creo que al proyecto le pasó lo mejor que le podía pasar: lo tomó Dolores Fonzi, que además de hacer la película de Belén, quiso hacer una película suya. Una historia basada en hechos reales, un drama judicial, pero al mismo tiempo una película de autor, que lleva su firma en todas partes. Lo digo, por si quedan dudas, como un halago: en esta película, esa búsqueda autoral no va para nada en detrimento de lo que se quiere contar, sino sumamente a favor. A veces (a menudo) para revelar una verdad sobre algo no hay que depurar, ir a buscar una esencia, sino sumar: hacer aparecer otras cosas jugando, para que la historia pueda contar algo más que lo que ya sabemos.

Belén narra la historia de este caso que conmovió a la Argentina desde dos puntos de vista: primero, el de la propia Belén (que no se llama así, encarnada por la talentosísima y magnética Camila Plaate), la chica un 21 de marzo de 2014 llegó a la guardia del hospital Avellaneda de San Miguel de Tucumán con una hemorragia vaginal intensa. Estaba perdiendo un embarazo de 20 semanas, pero no lo sabía. Tampoco sabía que en el hospital le harían una denuncia, y que terminaría presa. El segundo punto de vista, que empieza a intercalarse con el de Belén desde los primeros minutos de la película, es el de Soledad Deza (nombre real de la abogada feminista que sacó a Belén de la cárcel, en la piel de Fonzi), la abogada que descubrió casi de casualidad que Belén llevaba mucho tiempo presa a raíz de un proceso profundamente irregular. La película empieza con una suerte de prólogo, un cold open que cuenta ese 21 de marzo de manera cruda y vertiginosa, y después da un salto temporal hasta el encuentro entre Belén y Soledad.

Lo que hace Fonzi (como coguionista y directora, pero también en su performance como actriz) es robustecer el personaje de Soledad. Fonzi no intenta fabricar un dilema moral donde no lo hay para sostener la tensión de su película: no hace, por caso, que la abogada previa de Belén (actuada por Julieta Cardinali) o el juez que la había condenado (Luis Machín) estén llenos de contradicciones. Los deja a ellos ser villanos, las caras de la injusticia, y en cambio carga las tintas sobre Soledad. Soledad es militante feminista, pero también es esposa y madre: una persona común que ha decidido dedicarse a un trabajo extraordinario, el de defender un punto de vista profundamente impopular en un lugar en el que todo el mundo se conoce. Es en el retrato de la cotidianidad de Soledad donde más reconocemos a la Dolores Fonzi de Blondi, su ópera prima como directora. En el conflicto permanente entre su carrera y su familia encontramos humor y ternura, pero sobre todo esa dimensión de realidad, esa sensación de que más allá de los titulares un caso como este está protagonizado por personales reales. Ese conflicto entre la vida pública y la vida privada de Soledad Deza, por otra parte, no está desvinculado de la trama de Belén. Por el contrario, la decisión de defender a Belén es una que pone a Deza en el auténtico, ahora sí, dilema moral de la película, la pregunta de cuán dispuesta está ella a arriesgar su bienestar y el de sus seres queridos para defender a una persona y a una causa. Esa pequeña subtrama dialoga con un gran tema contemporáneo, que también era tópico en Blondi: si es posible maternar sin culpa, si una mujer debería sentirse culpable por tener, además de hijos, deseos o ideales; si no es posible, acaso, que parte de ser una buena madre sea también elegir también ser parte del mundo.

Dije más arriba que los personajes de Machín y Cardinali representaban en Belén las caras de la injusticia, pero eso no es del todo cierto; el hallazgo de Belén, en realidad, es que la injusticia no tiene rostro ni nombre. La injusticia tiene una pizca de maldad, pero está sobre todo conformada por la indiferencia y la maquinaria burocrática. En ese sentido, pienso que más allá de que nos retrotraiga a la explosión feminista de 2018, Belén es una película que pertenece cabalmente a nuestra época: es una película que hace una crítica incisiva de las instituciones y su funcionamiento, una película que tiene plena conciencia de que la burocracia judicial es mucho más un mecanismo de inercia imbatible que una conspiración del mal. Ojalá fuera una conspiración: las conspiraciones, al menos, tienen responsables claros. Esta crítica a los monstruos institucionales como máquinas cuya fuerza para impedir es casi invencible para el individuo se asocia en nuestro presente y nuestro país, sobre todo, al discurso de la casta: no a su versión libertaria dura, sino a la parte “real” que hizo que muchísima gente decidiera que estaba harta de reclamarle al Estado y lista para incendiarlo todo.

Pero se han hecho cosas más interesantes, tal vez, con esa pulsión crítica, que los discursos libertarios: pienso, por ejemplo, en los últimos trabajos de Sara Ahmed, su crítica a la institucionalización o incluso la burocratización del feminismo y su intento de pensar una forma colectiva y no individual de articular esa crítica. Creo que Belén se inserta en esa tradición: la del feminismo que reflexiona sobre su relación con el sistema, la pregunta de si hay que estar afuera o adentro, o más bien, de cómo hacer para estar, al mismo tiempo, afuera y adentro.

TT/MF