El fuego en las calles, de Katmandú a Buenos Aires

Es cierto que este artículo puede resultar controvertido. También que puede quedar viejo de inmediato o, por el contrario, sonar premonitorio. Me refiero a la idea de que la sociedad argentina se manifieste con ánimo incendiario contra el gobierno de Javier Milei.
La situación social es delicada. No hace falta aportar datos: la mayoría lo sabe por experiencia propia o, en su defecto, por lo que vive un amigo o un familiar.
En unas semanas se celebrarán elecciones legislativas a nivel nacional, pero cabe la posibilidad de que los comicios no resuelvan nada. Existe, además, una chance de que la clase política y los medios de comunicación creen las condiciones para un recambio de gobierno o un llamado a elecciones anticipadas. Quién sabe…
Lo cierto es que quizás no haga falta una manifestación social. Sin embargo, ¿qué hacer cuando un gobierno se encierra en sí mismo, avanza con un programa contrario a los intereses de la mayoría y, al mismo tiempo, decide autodestruirse?
Hace unos días leí en el portal diabólico de Elon Musk el reposteo de un usuario argentino con imágenes de la insurrección popular que tuvo lugar en Nepal, acompañado por un comentario del tipo: “No nos vendría mal seguir su ejemplo”. Creo que eran escenas del incendio y la destrucción del canal de televisión oficial del país.
Fue en el contexto de una manifestación impulsada por los jóvenes, que logró la renuncia del primer ministro. Las imágenes de los medios y las redes reflejaron una verdadera revolución: protestas en las calles, edificios de gobierno ocupados y prendidos fuego, e incluso un ministro de Economía presuntamente desnudado y corrido —en el más estricto sentido futbolero— hasta un río por el cual intentó escapar.
Un largo artículo del Financial Times destacó esta semana que la llamada generación Z está tomando las calles de varios países de Asia para reclamar que sus vidas sean mejores de lo que son hoy. Nepal hace unos días, Sri Lanka dos años atrás; Indonesia podría ser la próxima, apunta el diario inglés.
En el caso de Nepal, el incendio social surgió de una acción en redes bajo los hashtags Nepokid y Nepobabies, con los que los jóvenes denunciaban el lujo y la ostentación de los hijos de la clase gobernante. Así arrancó la protesta, pero lo que creó el caldo de cultivo para la insurrección posterior fue un largo periodo de desigualdad y pobreza. Las redes fueron el detonante, pero lo central ocurrió en las calles.

A varios miles de kilómetros de Katmandú, cerca de un millón de personas protestó en Francia. Fue este jueves, durante una huelga general para exigir al flamante primer ministro que el nuevo presupuesto tenga en cuenta a los trabajadores.
No hubo ministros corridos en paños menores, pero sí multitudes reunidas, algunos enfrentamientos con las fuerzas del orden y hasta el incendio de mobiliario urbano. En Francia es la norma: el único país en el que todavía se manifiesta con cierta cuota de violencia.
España también fue escenario de protesta cuando varios manifestantes boicotearon un certamen de ciclismo en las calles de Madrid. La acción buscó impedir que los ciclistas israelíes participaran en la competencia. En parte lo lograron, y ello abrió un gran debate nacional sobre las protestas. El gobierno incluso fue criticado por algunos medios progresistas después de que relativizara los hechos.
Días más tarde, una columnista de El País, Luz Sánchez Mellado, escribió un artículo en el que sugería que las nuevas generaciones deberían protestar con algo más de enojo para resolver algunas de las tantas precariedades que sufren. Escribió: “No estaría de más que los jóvenes salieran a quemar lo que quiera que sean ahora los palés, exigiendo casa, sueldo y trabajo dignos a los verdaderos poderosos, en vez de lloriquearnos sus penas…”.
La columna fue una respuesta directa a un ensayo de la periodista Analía Plaza, quien —yo no lo leí— sostiene que la precariedad de los millenials es culpa del bienestar que viven los boomers (nacidos tras la Segunda Guerra Mundial).
Si fuera arrastrado a la discusión y debiera tomar partido, no dudaría en suscribir las palabras de Sánchez Mellado. El problema es que, en las democracias actuales —europeas, norteamericanas o la argentina—, protestar ya no es lo que era.
Manifestarse en tiempos de hipervigilancia no es gratis. Por eso me genera una mueca irónica cuando escucho hablar del dictador Putin. Es cierto: en Rusia protestar equivale a cárcel, quizá incluso a la muerte. Pero en nuestros países “democráticos”, una persona que protesta de forma “violenta” en el espacio público puede ir a prisión y pagar multas que, en relación a los salarios que se pagan, pueden ser lapidarias.
Este viernes, sin ir más lejos, se conoció que un organismo del Estado español pidió multas de entre 3.000 y 4.000 euros para quienes boicotearon La Vuelta de España. En Reino Unido, subirse a un monumento durante una marcha puede acarrear tres meses de cárcel y 1.000 libras de multa. En Argentina, las autoridades de Seguridad pueden inventarte una causa o dispararte a la cabeza aunque lleves una cámara de fotos en la mano.
Así y todo, la calle fue y sigue siendo el espacio de acción política más determinante de la historia. Lo decía Marx hace dos siglos, Arendt hace uno y Virno (Gramática de la multitud) en los últimos años. En ese contexto entonces me pregunto, ¿pueden todavía las multitudes en las calles lograr grandes cambios sin apelar a la violencia, o deberemos volver a romantizar la protesta al punto del hombre que entrega la vida por una causa? En Nepal, quizás no lo sepan, el incendio llegó tan lejos que alcanzó también a los que debían ejecutar las penas de los manifestantes. Fuego.
AF/MG
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