OPINIÓN

Pequeños destratos de la vida cotidiana

Para José Luis Juresa

Me gusta detenerme en las formas de decir. Porque si algo tienen esas formas, es que no están separadas de lo que se dice. Esas formas hacen al contenido. No están las cosas en su esencia por un lado y el lenguaje que las expresa por el otro, sino que las cosas cobran realidad material en el decir. Y no todos los modos de decir son lo mismo, aunque el referente sea el mismo. Tengo un vicio: no puedo dejar de leer la enunciación desde la que se profiere un enunciado. Podría consolarme con la frase que le quita peso a lo dicho y que relativiza y neutraliza los efectos: “es una manera de decir”. Pero no puedo. Sólo concibo el decir en su forma, en su manera. Y es que, como dice Barthes, “la palabra es irreversible, ésa es su fatalidad”. Entiendo que se puede revisar lo que uno dijo, pensarlo, sopesarlo, escucharlo ahí donde no lo habíamos escuchado; pero no creo que se pueda anular lo que se dijo - retirar lo dicho es sólo una ilusión neurótica-. Está lo que se dijo y está también la enunciación, esa que dispone los enunciados de una manera, esa que porta, aunque no lo sepamos, una verdad que se precipita como efecto. Esa enunciación está hecha de gestos, de tonos, de formas de decir; esa enunciación es el lugar desde el cual decimos lo que decimos. Está hecha también de matices a veces imperceptibles, de pequeños movimientos, de pausas, de zozobras, de oscilaciones. Todo eso que no elegimos de manera voluntaria.

Y entonces hay días en los que molestan especialmente ciertas formas de decir, ciertas enunciaciones: hay días en los que el destrato de los otros se siente más -lo que sea que el destrato signifique para cada uno-. Por supuesto que no sólo tiene que ver con los otros, también tiene que ver con las maneras en las que uno puede o no puede, dependiendo de una cantidad de cosas, desentenderse del otro y sus formas. Hay muchas veces en las que ese destrato de los otros, esas formas de decir, esa enunciación, no son personales. Es decir: no habla de nosotros, no se refiere a nosotros, sino a lo que el otro nos supone y a lo que supone de sí mismo -acaso de esa manera esté hecha la transferencia analítica, pero no es a eso a lo que me estoy refiriendo acá-. Sin embargo, saberlo a veces no alivia del todo. Porque ese otro no habla de nosotros, pero es nuestro cuerpo el que ataja los efectos de lo que dice. Uno puede pensar: no es a mí a quien le están hablando, puede salirse de ahí, puede no hacerse destinatario de eso, puede incluso no responder o responder evidenciando la cosa. Pero no siempre puede hacer que el cuerpo no quede afectado, porque no elegimos los modos en los que nuestro cuerpo queda tocado por las palabras y por las formas de decir de los otros.

No sé si será el hecho de que la pandemia dispuso los cuerpos de otra manera, pero se escucha a menudo que las personas están cansadas y que ese cansancio no responde sólo a cómo se desencajaron algunas escenas laborales, cómo se expandieron y se desdibujaron los límites de las escenas. Hay algo más y es que, muchas veces, ese cansancio está hecho también de múltiples cuestiones que vinieron a hacerse más estridentes ahora. Alguna vez escribí acá mismo sobre el cansancio y sobre esa manera tan molesta de algunos de desentenderse de lo que quieren y transferirlo a los otros. Esos que dan vuelta la demanda y el que queda debiendo algo es uno: en lugar de pedir, de explicitar lo que quieren, lo dejan a cuenta del otro. Hacen pasar su pedido por ofrecimiento, se borran de la escena, la dejan a cuenta de los otros. Pero hay otra forma de esa hostilidad que noto ahora -seguramente estuvo siempre, pero ahora se nota más- que es la siguiente: alguien nos pide algo, decimos que no podemos -incluso a veces tenemos el gesto de explicar las razones de la negativa- y ese otro no contesta más. Evidencia de esa manera, lo sepa o no, cierta enunciación: sólo le interesábamos si accedíamos a su pedido. La sensación que muchos tienen ante estos gestos desagradables es la de la descartabilidad, la de sentirse intercambiables, la de que al otro le da lo mismo el quién mientras haya alguien -cualquiera- que acceda a su demanda. Ahí otra vez se pone en juego una verdad: no es personal, no es a nosotros a quien se dirigía el pedido, sino a cualquiera, indistintamente. Pero esta vez, esta manera del “no es personal”, deja evidenciado el sesgo objetualizador tan de estos tiempos. Renata Salecl dice que hoy en día “hay cada vez más apego a los objetos y menos a las personas”.

Si el infierno son los otros, como decía Sartre, a veces también somos nosotros los que podemos volvernos infernales para los demás.

Advierto también en estos tiempos la necesidad de un refugio de la hostilidad, no solamente la del mundo, sino especialmente la del mundo más cercano. La necesidad de replegarse un poco de ciertos espacios y de ciertas relaciones que evidencian la imposibilidad de algunas personas de privarse de la hostilidad y la imposibilidad de recoger los efectos de sus actos. “Existen personas que son lugares”, me dijo hace poco Ramiro Hernández, y entonces pienso en esos amigos que son un refugio, esos amigos que no quieren entrar en guerra. Estar dispuestos a leer lo que dijimos, o lo que hicimos, incluso eso que no sabíamos que decíamos o que hacíamos y que afectó a los otros, resulta fundamental para construir lazos menos hostiles. Estar dispuestos a revisar cómo afectamos a los otros, aun cuando no haya sido intencional, resulta fundamental para apaciguar, al menos un poco, los efectos indeseados de las pequeñas guerras cotidianas. No desentenderse de los efectos que producimos en el otro, diciéndole por ejemplo que es o que está muy sensible, o que es un exagerado, es en principio alojar a ese otro como otro, como alguien al que le pasan cosas. Anne Dufourmantelle escribió un libro que acá se tradujo como Potencia de la dulzura (Nocturna/ Archivida ediciones). Pero prefiero las otras acepciones de douceur, las que refieren a suavidad, a tranquilidad, a lentitud (de todas esas acepciones se ocupa María del Carmen Rodríguez, traductora del libro, en la nota inicial). Las prefiero porque nos recuerdan que en el otro también hay fragilidades. Como en el inglés handle with care, que implica el agarrar con cuidado porque se puede romper; no es que se vaya a romper, es que puede romperse. Dufourmantelle dice: “Ser dulce [suave] con las cosas y los seres es comprenderlos en su insuficiencia, su precariedad, su inmadurez, su tontería (...). Es (...) inventar el espacio de una humanidad sensible, de una relación con el otro que acepta su debilidad o lo que pueda en sí decepcionar. Y en esta comprensión profunda compromete una verdad”. Tampoco creo que la cosa pase por decirle a alguien “no te enganches”, apelando a una especie de prescindencia por momentos algo cínica. Más allá de lo que cada uno pueda pensar acerca de qué lo engancha de lo que el otro hace, creo que hay que intentar alojar también la posibilidad de que ciertas desconsideraciones de la vida cotidiana nos afecten, aún si se las concibe pequeñas. No hace falta medir. Alguien se siente afectado y eso es atendible. El ejercicio analítico se trata de eso mismo. Me gusta cuando Dufourmantelle dice que “un psicoanalista, hasta cuando es abrupto, no escucha sin dulzura [suavidad/lentitud/tranquilidad], ya que ella participa en un gesto que invita al otro”. Pero fuera del análisis es otra cosa. Si el infierno son los otros, como decía Sartre, a veces también somos nosotros los que podemos volvernos infernales para los demás.

Mientras tanto suena en mí Trátame suavemente, de Daniel Melero, tocada por Soda Stereo:

AK