PERDÓN QUE INTERRUMPA Opinión

Pequeños detalles de una vida policial

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Adentro del Instituto de Policía, en “la época del COVID”, Adrián vivía un régimen especial: sólo los domingos tenían una hora para hablar con sus familias. Así era la nueva vida que había elegido, y las cosas –por empezar, su historia– quedaba por un tiempo del lado de afuera, ahora era joven pero más joven: había que forjar una disciplina. En una de esas llamadas cortas de domingo, mientras pasaba revista a la parentela, supo que su papá empeoró del cáncer. No se lo terminaban de decir para no torturarlo en su encierro, pero la gravedad hacía imposible ocultarlo. Cuando se lo dijeron se largó a llorar. “Esa noche le pedí a Dios que me dé fuerzas, que me ayude a estar con él.” Llegó Semana Santa y entonces les dieron franco para ver a las familias. Sus compañeros estaban chochos, aunque él estaba lejos: tenía que irse a Formosa y no tenía la plata, el tiempo era corto. “Los compañeros estaban re contentos de saber que iban a salir, pero uno me preguntó qué me pasaba que me veía amargado.” Adrián decidió hablar con su tutor, un oficial mayor, porque quería viajar a su provincia. Y le tuvo que contar lo de su padre. “Tengo a mi viejo con cáncer.”

-Esto nunca lo contaste.

-No, señor.

-¿Cáncer de qué?

-De cabeza y cuello.

“Uy, metí la pata”, pensó Adrián. Al rato, vino el jefe de su Compañía, que trinaba. Que por qué no se lo contó a él primero, que por qué lo ocultó, y así le pegó una cepillada bárbara de reproches, pero al final fue conciliador: “Quédese tranquilo que ya veremos cómo hacer”. Adrián, básicamente, no tenía plata para viajar. Permiso y plata, las dos pe que le faltaban. Había llegado, solo, un año antes desde Formosa, a lo de un tío primero –gendarme–; a lo de un primo después –policía–. Su familia le bancaba el sueño. Pero estaban lejos. Estudiaba para ser policía de la ciudad de Buenos Aires, a la que apenas conocía. Custodio de una ciudad extraña. Vino de lejos en busca del destino.

Al rato, mientras limpiaba los baños, escuchó llegar a grito pelado al jefe de Sección. Gritaba su nombre completo. Otra vez el julepe. “Acá me cagan a pedos.” Salió corriendo con las manos sucias y el jefe le preguntó cómo era lo del viaje. “No tengo plata para viajar, pero no quiero que ustedes la paguen”, dijo. El jefe replicó con pocas pulgas: “Te estoy preguntando cuánto sale un viaje de ida y de vuelta”. El jefe cerró la puerta del pabellón y dijo: “¡Quiero que todos los compañeros del pabellón vengan en diez segundos!”. Salieron de todas las habitaciones, eran casi cincuenta en ese momento. “¡Siéntense en el piso!”. Estaban así, “como indios”. El jefe arrancó:

-¿Ustedes saben la situación de Adrián? Está en el medio de una situación delicada por su padre, que tiene un cáncer terminal y empeoró mucho y vive en Formosa. Él está lejos de su familia y el viaje de ida y vuelta sale caro. Va a poder viajar en Semana Santa cuatro días. Necesitaría saber quién lo podría ayudar. Saqué la cuenta y si ponemos dos mil pesos cada uno Adrián llegaría a verlo.

Se acuerda clarito de que todos levantaron la mano. “Se empezaron a enumerar desde el fondo hasta adelante”, dice y recuerda la voz de sus compañeros (“la del correntino, la del formoseño, la del de Varela, la del de Quilmes”). Se le empezaron a caer las lágrimas delante de ellos. “Les dije gracias, que no tenía palabras, que disfruten con su familia y abracen a su papá cada uno de ellos también.”

Él no le contó ni a su papá ni a nadie que viajaba. Al llegar no lo podían creer. “Mi abuela se largó a llorar, mamá también y cuando fui con mi papá, él estaba acostado en la cama con la cara inflada. Él casi nunca lloraba, y nos quedamos ahí, de la mano. Más tarde fuimos a la iglesia… y volví renovado al Instituto. Ahí entendí lo que es la camaradería, ponerse en el pantalón del otro. Que me hayan ayudado es algo que nunca voy a olvidar.”

Adrián ya es policía de la ciudad, es evangélico (comenta la existencia de “Policías de impacto”, la comunidad de policías cristianos) y llegó desde Formosa diez segundos antes de que empiece la pandemia. Vive en zona sur y trabaja en una comisaría de un coqueto barrio porteño. Su calma bondadosa tiene una forma de firmeza también, no se ofrece duro, pero se nota que lo puede ser. Cuando mataron a Maribel Zalazar, la mujer policía de la estación de subtes de Retiro, con 35 años y dos hijos, dice que fue un golpe al corazón de todos. “Tengo compañeros que eran amigos de ella, porque más allá de ser compañeros eran amigos, y sufrieron mucho. Nos duele porque sabemos que atrás del uniforme hay una persona que tiene familia, hijos que quedaron solos.”  

Muerte tan cruel, ese vacío quizás también marcó lo poco que sabemos sobre hombres y mujeres que trabajan en las policías argentinas. De dónde vienen, qué buscan y encuentran, cómo se formaron. Así llegué a Adrián, cuya historia por momentos parece hecha de los clichés de historias de superación, pero es el verosímil de un tipo íntegro, con valores que ojalá la calle o los gajes de la institución o los vaivenes políticos no le fundan.

Adrián es evangélico, pero antes era católico. La conversión vino de la mano de un personaje complejo y decisivo en su vida: su papá. “Me vinculé con la iglesia evangélica por mi papá. Estaba alejado de él, era más unido a mi mamá, pero mi papá siempre me buscó. Él trabajaba de albañil y era alcohólico. Siempre que me hablaba estaba ebrio, se ponía agresivo.” Pero un día cambió. Cambió repentinamente. “Tendría 17 años y no entendí por qué vino el cambio. Lo veía sobrio, bien vestido, peinado, arreglado.”

-Se había vuelto más cariñoso…

-Claro, y me sorprendió ese cambio. Me pidió perdón por las cosas que había hecho mal, por verlo ebrio, porque me faltó el respeto a mí, a mi mamá, a mi abuela, que era su mamá. Le dije que sí, que lo perdonaba, que era mi viejo y lo amaba sin rencor. Y ahí me contó que se metió a la Iglesia Evangélica por un amigo que también andaba perdido en el alcohol. Amigos desde la infancia. Y después siempre me invitaba a la iglesia. “Vení, vamos”, me decía.

-¿Él había sido violento con vos?

-Sí, me llegó a propinar unos golpes, pero como correctivos. Me acuerdo que una vez me vio en la esquina, no le gustó nada verme ahí, se me acercó porque estaba pasando un momento difícil, un amigo se suicidó y venía con mi prima en moto. Me venía a avisar. Estaba tomando una cerveza con un amigo y me dijo que falleció el Changuito. “¡Cómo que falleció el Changuito!”, le digo yo. Me dijo que se ahorcó. Y me agarró la cabeza, pero cuando me vio la cerveza me metió un bife que no me olvido más. Mi prima se asustó, empezó a gritar y él como que me quiso agarrar, pero yo hacía boxeo, ya tenía reflejos, y cuando me quiso agarrar me tiré para atrás y él pasó de largo, se cayó y me fui corriendo. Me acuerdo que corrí, corrí, corrí y me metí en la casa de un amigo. Estaba asustado, les dije que me cubran, que mi papá me pegó por tomar cerveza. Él se fue con la moto, me acuerdo de que lo espiaba por la ventana y él me buscaba, me buscaba y no me encontraba. Tiempo después, ya componiendo mi vida, dejé de juntarme con mis amigos, me puse mucho con el boxeo porque estaba compitiendo y tenía nivel. Una vuelta estaba entrenando en la cancha, trotando, y justo lo vi pasar a mi papá en moto y le pegué un chiflido. Le pregunté adónde iba, ya sabía que iba a la Iglesia, y le dijo, “¿querés que vayamos?”. “¿En serio?”, me dijo. Se quedó duro, se puso contento. Llegamos a la Iglesia, y empezamos, cantamos, leímos la Biblia, conocí al pastor, que me dijo que siempre oran para que me vaya bien. Y estaba temeroso, no sabía cuánto tiempo me iba a durar estar tranquilo y hacer las cosas bien.

-¿Y cómo te hiciste policía?

-Había viajado para acá a visitar un primo que es policía. Viajé para su egreso y me dijo que estaba bueno ser policía, que te ofrecen buena plata y tenés estabilidad económica. Le dije que estaba metido en el boxeo. Más también por mi familia, no quería dejarla en Formosa, pero cuando conocí a mi pareja todo cambió, ya no me importaba dejar todo para venirme a vivir con ella acá.

-Con la experiencia en tu barrio, ¿no le tenías pica a la policía?

-Escuchaba esas canciones de “vos sos un botón” y que la policía esto y lo otro, pero no tenía bronca. Era temeroso, más bien la respetaba. Ellos allá te venían a prepotear, a tratarte mal, muchas veces terminé en la comisaría también por mis amigos, pero nunca tuve una causa judicial.

Adrián vivió con su tío en Ezeiza. El tío gendarme, que lo bancó el primer tiempo. Encontró trabajo en un supermercado chino como repositor, aunque le pagaban quinientos pesos el día. Se anotó en la facultad para estudiar Derecho. Pero no le alcanzaba para nada. Al tiempo se fue a la Ciudad, a lo de un primo en Floresta. Encontró otro trabajo, le pagaban mil pesos el día por nueve horas y con descanso los fines de semana. “Podía descansar, estar con mi novia, estudiar.” Pero empezaron los conflictos con el primo. “Él no estaba solo en su casa, vivía con su pareja, su señora, con mi ahijada, con su suegra y su suegro.” ¿Dónde entraba Adrián? En un colchón que tiraban en el living comedor. La familia se empezó a sentir incómoda. El primo fue claro: “A mí me gusta las ganas que le ponés a la vida estudiando y trabajando, pero quiero mi comodidad, no puedo vivir así”. Y le consiguió una pieza en un hotel familiar, con baño y cocina compartidos. Cerquita. La plata volaba. Cada tanto el primo le metía unos pesos. “La ventaja que había tenido de vivir con mi primo era que tenía computadora, tenía herramientas para estudiar, pero al vivir solo empecé a valorar cosas más chiquitas, lo que es el azúcar, una escoba, una vez llegué a llorar de la bronca por no tener cosas tan insignificantes.”

En ese tiempo Adrián hablaba con su papá todos los días. Le dijo que estaba pensando entrar en la policía y el viejo le dijo: “Sí, metete”. Sabía que su hijo no quería entrar por sus amigos: “te hiciste poli, te re vendiste”, creía que le iban a decir. Su novia tampoco estaba convencida. Imaginaba la pesadilla de una tarde, suena el timbre, como en las películas, “Señora, su marido ha muerto”. Envíen flores a la viuda. O también la corrupción. (La imagen de Rosario: una policía que parece ya diluida bajo la autoridad narco.) Él le respondió a ella con el bolsillo: “Nos beneficiamos los dos, vas a tener tu obra social, y voy a tener un sueldo seguro, comida, alquiler”.

Así, al trabajo entraba a las ocho, pero se levantaba a las cuatro de la mañana, y se iba al Instituto de Santiago de Compostela tres mil ochocientos uno, en Soldati, al lado del Club Español, donde está el Instituto de Policía porteña –el Instituto Superior de Seguridad Pública, donde estudian policías y bomberos–. Y se quedaba esperando de madrugada, con un traje y corbata que el primo le prestó. Los de la puerta un poco lo gastaban. El traje le quedaba chico. Se asomaban las mangas de la camisa. “¿Para qué estás?”, le decían. “Para inscribirme”, decía él. “No te podés inscribir acá, tenés que hacerlo por la página”, le respondían. Él no tenía idea cómo entrar a la página. Pero no arrugaba. “¿O sea que yo me quede dos horas y media acá para que vos me digas que no me puedo inscribir?”, les respondía, gallito. Finalmente lo logró. Presentó analítico, presentó todo y esperaba el llamado, que se demoraba, mientras se lo comían los piojos. La señora con la que trabajaba en la fábrica veía que estaba sufriendo y a la mañana compraba un desayuno de más para que coma. La estaba peleando.

-Muchas cosas que te tocan hacer implican riesgo, enfrentar delincuentes, aunque también levantar vendedores de palta que se ganan el mango, ¿cómo vinculás esa tarea ingrata o injusta con tus valores?

-Y… discernir a la persona, ver más allá y descubrir quién está detrás del papel de vendedor de medias. Muchas veces tenemos que correr a una persona en situación de calle que está durmiendo. La otra vez nos pasó. Venía mi compañero todo prepotente, “¡vamos, vamos, levántate, tenés que salir de acá!”, le decía a uno. El tipo le contestó: “¿Por qué me tratas así? Soy una persona, no soy un perro”. Y mi compañero siguió con que no puede estar ahí. “Sos un atrevido”, le contestó el ciruja. Por mi lado siempre voy callado primero y dejo actuar al compañero con el que voy a ver cómo trabaja. Mi compañero en este caso era mal llevado, así que intervine y dije: “Nosotros estamos acá para protegerte”. Y me saltó al cuello, “¡qué protegerme si me tratan como basura!”. Pero yo seguí, e iba diciéndole que no era basura, sino un vecino más. Y seguimos así hasta que se quedó pensando un rato, no entendía nada de lo que le estaba diciendo. Un vecino incluso lo quiso rescatar. Pero él seguía nervioso. “Esos giles”, nos decía. El vecino logró llevárselo. Pero noté que cuando le empecé a hablar, empezó a cambiarle la actitud. Le dije que no era una cosa, que era un ser humano, que yo estaba también para protegerlo, para defenderlo. “¿Ustedes?”, dijo. “¿Qué sos, mi mamá?”. “No, pero no quiero que me veas como enemigo”, le dije.

-Tu actitud me trae un poco al viejo sketch de “Cha cha cha” de una comisaría donde los policías eran sensibles. Pero el otro policía, tu compañero, el de actitud más prepotente, ¿cómo tomaba la tuya?

-Se quedó helado, callado, me dejó trabajar. Incluso le dije al ciruja: “Soy tu amigo, si estamos acá hablando es porque Dios nos unió en este momento”. “¿Dios?”, dijo y me miraba. Duró como cinco segundos la pausa que hizo y se largó a llorar. Te juro que quebró en llanto, y le tocaba la espalda, le decía “quedate tranquilo”. Y el loco soltó que su mamá lo abandonó cuando era chico.

-¿Y ustedes sabían a dónde iba a ir o era simplemente que camine y se vaya para otro lado?

-No, que se vaya para otro lado. Pasa que era una persona agresiva. Los antiguos de la zona me advirtieron: “Mirá que este vago es muy agresivo, tiene problemas con la policía, se te para de mano y te llega a pegar”. Pensaba, ¿para tanto? Y me sentía un poco intimidado. ¿Qué hago cuando me lo cruce? Y justo me lo llegué a cruzar con mi compañero. Ese día después de llorar se quedó un rato pensando, me miró y no le dije nada, dejé que se desahogue. “¿De dónde sos?”, me dijo y cuando le dije que era formoseño nos quedamos un rato hablando de Formosa. En mi formación pensaba que nosotros somos la mano dura del Estado y que me quieren para que ejerza violencia y sentía el desafío porque mi personalidad no va tanto con lo que te pide ser policía, ¿viste? Mi misma familia me decía: “Ojo que vos sos bueno”. Me metí en el boxeo de chico porque al juntarme con mis amigos siempre está el mayor que te hace bullying, ¿no? Y allá me decían “vos sos blanquito, un chetito de ciudad, ¿qué haces acá juntándote con nosotros?”. Era blanco, es cierto. La familia de mi viejo, mi bisabuelo, vino de Checoslovaquia. Por eso me bardeaban. Me acuerdo que iba a las computadoras, a las maquinitas y venía un chico muy grande y me hacía dormir en el piso, “tirate en el piso a dormir”, me decía. Y me tiraba por miedo. Encima era muy flaco porque no comíamos bien, muchas veces faltaba para la olla en casa y un dije “me voy a aprender a defender”. Y fui con ese rencor.

-¿Tuviste alguna revancha con esos?

-No, porque cuando aprendí la disciplina del boxeo y empecé a crecer en musculatura, en cabeza, a boxear en serio, ahí entendí que no valía la pena pelearme. Y hasta el día de hoy cuando me los cruzo a algunos de los grandotes que me buscaban roña me piden perdón. Quedaron allá. Dios está en los pequeños detalles de la vida, aunque no lo veamos y siempre está, como dicen, es omnipresente. Así lo dice un versículo que le gustaba a mi papá (Josué 1;9): no temas ni desmayes, porque Dios estará contigo dondequiera que vayas.

-¿Cuántos policías son evangélicos?

-Somos bastantes.

MR