Perdidos sin traducción: de Habermas a Kardashian
Hago mi propia traducción cuando la gente se queja de que ya no se puede decir nada o ya no se puede hablar de nada, y planteo la pregunta en términos que sí me interesen: ¿vivimos en una época en la que están reducidos los límites del disenso razonable? Es difícil ponerlo en términos de un movimiento si una elige correrse de la nostalgia, en el sentido de una actitud emotiva hacia a un pasado real o imaginado: no hay una forma objetiva de medir los límites de ese disenso razonable, y cualquiera que podamos inventar probablemente arrojaría que hoy circulan discursos mucho más diversos de los que jamás circularon en ninguna otra época, por la sencilla razón de que tenemos internet. Pero aunque “ya no se pueda decir nada” no se corresponda con una realidad objetiva en relación con lo que puede efectivamente decirse o escribirse (hasta Parler, la red social de la ultraderecha norteamericana, sobrevivió a los intentos de las principales empresas de internet de negarle alojamiento luego de que se vinculara a la app con los incidentes en el Capitolio), la queja se repite, y en ese sentido tiene que estar hablando de algo que existe, aunque no hable de lo que cree que habla. Más allá de explicaciones condescendientes, que pueden a veces ser ciertas (cuando la gente se queja de que “ya no se puede decir nada” muchas veces solo quiere decir “no me festejan las personas que me gustaría que me festejen” o “los discursos que están de moda no son los míos y no estar de moda es horrible”), es evidente que pasaron cosas en el debate público en los últimos años, y que estamos todavía lejos de entenderlas. Tomé algunos apuntes sobre esto mientras releía Entre naturalismo y religión (2006), un libro de ensayos de Jürgen Habermas que está lejos de pertenecer a sus obras más importantes, pero que a mí me gusta porque en él Habermas cambia de opinión, y casi nada me resulta más conmovedor que un filósofo cambiando de opinión.
En Entre naturalismo y religión, Habermas discute con una posición que defendió durante mucho tiempo: la idea de que, en el debate público, las personas debían dejar sus convicciones privadas de lado (un ejemplo de convicciones privadas serían las razones religiosas, el caso que Habermas analiza) o al menos, debían intentar traducirlas al lenguaje público y mantener fuera del debate su vocabulario conceptual religioso: lo que no pudiera traducirse no tendría lugar en la deliberación pública ciudadana. Muchas personas sostenemos alguna versión de esta posición: creemos, por ejemplo, que nunca fue un argumento plausible para que el aborto fuera ilegal el hecho de que fuera pecado, y que los argumentos que podían figurar en el debate debían implicar al menos un intento de traducción, por ejemplo, que el aborto debía ser ilegal porque implicaba un daño a terceros, o un asesinato, o lo que fuere, pero no un “pecado”. En este libro, entonces, Habermas matiza esta postura: reconoce que impone muchos costos a los ciudadanos religiosos intentar escindirse de esa manera, y que si los ciudadanos religiosos van a hacer siempre que puedan un intento de traducción, los ciudadanos no religiosos también deben hacer un esfuerzo de acercamiento al discurso religioso y reconocer que muchas veces puede haber ideas atendibles en la discusión pública expresadas en esos vocabularios.
Me interesa este cambio de posición porque implica un reconocimiento de Habermas de que eso que él llama el “lenguaje público”, en referencia a ciertos consensos que necesariamente deben darse en una democracia, no es el único vocabulario en el que pueden expresarse ideas valiosas, o un reconocimiento de que ese consenso puede darse en más de un lenguaje; y sobre todo, me interesa porque creo que parte del problema de esta época es que nadie hace ningún intento de traducir nada. Tenemos un apego emotivo muy intenso por nuestros propios vocabularios: los de nuestra clase social, nuestro habitus cultural, nuestra pertenencia política. De hecho, gran parte de las batallas se pelean en ese terreno del lenguaje: pienso en el lenguaje inclusivo, cuyo uso produce un rechazo inmediato y agresivo, pero también en palabras como “ideología de género”, “fachos”, “progres” o “corrección política”, que se usan desde sectores diversos para reducir al interlocutor a una persona que dice tonterías y decidir que no hay un terreno común sobre el que se pueda conversar, y no solo que no lo hay, porque ese terreno nunca es algo dado, sino que no vale la pena construirlo. En parte ese es un poco el límite del relato habermasiano: da por hecho que todos acordamos en que existe un lenguaje público, una serie de principios compartidos a los que la mayoría sabe que deberíamos acercarnos, y no se ocupa demasiado de la disputa por cuáles son los componentes de esos consensos. No sé si alguna vez no hubo la sensación de que esos consensos estuvieran quebrados, pero hoy es difícil pensar que ese terreno común exista. ¿Son los derechos humanos ese terreno común? ¿Forma el feminismo parte de esos consensos? ¿La justicia social? Ni siquiera en un sentido abstracto parece que lo hagan, y si tratamos de precisar los significados encontraremos que los modos en que cada burbuja interpreta esos conceptos hacen difícil incluso afirmar que estemos todos hablando de lo mismo. Hasta dentro de cada burbuja hay microburbujas: los propios docentes de las universidades, muchas veces, sienten que no se entienden con la generación de sus alumnos y hallan difícil conversar con ellos sin que aparezcan rispideces y sensibilidades heridas. Si dos generaciones de personas tan socialmente parecidas tienen tantos problemas para entenderse quizás lo que falta no es un terreno común, sino el ejercicio de buscarlo más allá de los egos y la emotividad.
Y en relación con las emociones y los egos hay otra cuestión, que sí ha cambiado mucho a partir de la irrupción de las redes sociales, y que en el texto de Habermas se puede apreciar por contraste: el modo en que la expresión en el debate público es hoy, cada vez más, la expresión de una subjetividad entera, una exhibición de yoes. Habermas escribió, en este libro de 2006: “...puede resultar de mucha ayuda la distinción entre dos tipos de esfera pública. En nuestra sociedad de los medios, la esfera pública sirve como espacio de autorrepresentación para aquellos que alcanzan notoriedad. Visibilidad o popularidad es el objetivo propio de la escena pública. Las estrellas pagan por este tipo de presencia en los mass media el precio de una confusión de su vida privada y su vida pública. Un objetivo diferente tiene la participación en las controversias políticas, científicas o literarias. En este caso el público lo conforma no un espacio de espectadores y oyentes, sino el espacio de hablantes y receptores, en el que se rebaten unos a otros. Se trata de un intercambio de razones, no de un revoltijo de miradas. Los participantes en discursos que se concentran en una cosa común dan la espalda, como quien dice, a sus vidas privadas. No necesitan hablar de sí mismos. Esfera pública y esfera privada no se mezclan, sino que entran en una relación de complementariedad”. ¿Alguien puede pensar que hoy se conserva algo de esta definición, que alguna parte de este párrafo todavía describe algo? La participación en “controversias políticas, científicas o literarias” hoy tiene todas las características de esa esfera pública que antes solo habitaban las estrellas; intelectuales, políticos y escritores también tienen a la visibilidad o popularidad como “objetivo propio”, y todos parecemos pagar en las redes (voluntariamente, quizás) el precio de una confusión entre la vida privada y la vida pública.
Mi sensación es que la queja de que “ya no se puede decir nada” habla de los efectos de esto: en la economía de la atención, vivimos del ruido pero también lo sufrimos. Para ganarnos la vida necesitamos ser visibles (hablo de influencers, periodistas, artistas, políticos e incluso académicos; cada vez más, a mis amigos doctorandos sus directores les recomiendan “abrirse un twitter”) pero dar debates frente a miles de personas, sea en las redes sociales o en los medios que necesitan funcionar en esas redes sociales, hace imposible ese dar la espalda a la vida privada que, para Habermas, caracterizaba al debate intelectual. Y esto ni siquiera sucede solo en las redes, porque las redes han devenido una forma de habitar el mundo: las discusiones, incluso en circuitos académicos e intelectuales, toman los hábitos de las redes. Y entonces sucede que no solamente nos autocensuramos ciertas cosas en las redes (que es lógico, pongamos: uno no daría cualquier debate en una plaza pública ante miles de personas), sino que ese mismo armado de un personaje correcto, esa búsqueda de gustar, termina permeando todas nuestras intervenciones. Los espacios para conversar van siendo invadidos por la lógica de Twitter y así, desapareciendo; recuerdo el miedo que sentimos muchos de los que damos clases en la universidad, un espacio en el que algo de esta lógica de darse al ejercicio del debate honesto todavía se intenta sostener, cuando supimos que las clases que dábamos por internet iban a quedar grabadas. Sabíamos que en esas situaciones decimos cosas que, sacadas de contexto y leídas con mala intención, pueden ser “cancelables”. No sucedió casi nada de eso (ante todo, porque no le importamos tanto a nadie), pero ese miedo dice algo sobre la conclusión provisoria que quiero delinear: esto no tiene solución en las redes sociales, y lo digo como una persona que ama internet y que está completamente desprovista de nostalgia, como todos aquellos que tuvimos infancias infelices. Necesitamos producir y sostener espacios en los que esa separación entre lo privado y lo público se pueda sostener, en los que podamos jugar a sostener una idea peligrosa por un rato sin tener miedo de que la identifiquen con nuestras convicciones más íntimas. Cuanto más relevante sea dicho espacio en la economía de la atención, más difícil va a ser; por eso es quizás más fácil hacerlo en la literatura que en la televisión, en la universidad que en los medios que viven de clics y suscripciones. Todo indica que no se puede tener las dos cosas, la exposición nivel Kim Kardashian y las condiciones necesarias para un debate interesante, la notoriedad y la confianza, los clics y el diálogo.
TT
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