ENSAYO GENERAL

Revolucionarios millennials

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Me siento a escribir sobre Una batalla tras otra, la nueva película de Paul Thomas Anderson, y me doy cuenta de que hacer varias semanas vengo viendo y escribiendo sobre películas y series que abordan la cuestión de la violencia política. Las otras dos obras que reseñé, Belén de Dolores Fonzi y Mussolini: hijo del siglo de Joe Wright, narraban historias reales: eso hacía un poco más fácil entender de quién hablaban, con quién discutían, contra quién filmaban.

Parte de la dificultad de Una batalla tras otra es que no solo se trata de una ficción: es prácticamente una película sci-fi, una suerte de ucronía en la que la izquierda revolucionaria global ha, por alguna suerte de milagro, sobrevivido a la caída del muro, y sigue poniendo bombas y organizando redes clandestinas para luchar por sus causas. Me sorprende un poco haber leído pocas críticas que pongan el acento en eso. Para mí es el elemento más llamativo y complicado de la película, la decisión de poner como protagonistas a una suerte de montoneros del siglo XXI que toman las armas por consignas de nuestra época, fundamentalmente la lucha contra las políticas antimigratorias en Estados Unidos.

Cuando la película empieza, estos revolucionarios millennials (Bob Ferguson, el personaje de Leonardo DiCaprio, dice haber nacido “en algún momento de los años 80”) están organizando una acción violenta en un centro estatal de detención para personas que intentan cruzar la frontera mexicana. Quince años después, en nuestro presente, todo indica, estos mismos exguerrilleros están viviendo con nombres inventados y, en el caso de Ferguson, criando solo a una hija adolescente que tuvo con su compañera Perfidia (Teyana Taylor), desaparecida muchos años atrás. DiCaprio es muy convincente como Ferguson, una cruza de Che Guevara con gran Lebowsky, pero cuando un tipo de cuarenta y pocos que militaba por las fronteras abiertas hasta hace quince minutos se desconcierta ante los amigos no binarios de su hija como un viejo cascarrabias del PC de los 70 no puedo evitar preguntarme, ¿de quién habla Paul Thomas Anderson? ¿Con quién habla? ¿Por qué pone a un tipo de su edad a criticar la pasividad de una juventud que ya no tiene huevos para tomar las armas, cuando la primera generación de progresistas sin huevos es probablemente la suya?

En la revista Otra Parte, Antonio Gómez aventura una hipótesis buena, interesante y mucho más generosa que la mía: a quien Paul Thomas Anderson reivindica es en realidad a los mexicanos que sostienen redes de ayuda más allá del efectismo de las bombas, ese grupo al que pertenece Sergio St. Carlos (Benicio del Toro) que rescata al personaje de Ferguson cuando vienen a buscarlo. Después de la desaparición de Perfidia, todo indica que Bob no volvió a involucrarse en política, ni en el mundo en general; más allá de la demanda de pasar a la clandestinidad, parece que la revolución le interesó cuando era para divertirse, cuando se trataba de poner bombas y salir corriendo. St. Carlos, en cambio, está claramente involucrado con el día a día de los migrantes, su supervivencia y sus redes de ayuda, más allá de la parte más glamorosa de la militancia. Creo que tiene razón, Antonio Gómez, en esta lectura, y quizás se complementa con la mía. Tal vez esto que yo leo como una reivindicación injusta que hace Paul Thomas Anderson de su generación, mezclándola demasiado con la de los 60 (la novela de Thomas Pynchon en la que se inspira, de hecho, se trata de militantes de los 60), es en realidad un mea culpa: quizás está diciendo, nosotros somos unos chantas losers, no llegamos ni a dar la vida por la revolución como nuestros padres ni a tener el coraje de abrazar la diversidad sexual como nuestros hijos.

La otra cuestión, que me hizo volver a pensar también en Belén y en Mussolini, es que Una batalla tras otra es una película que casi no habla del Estado. Supongo que es muy difícil ver todo esto desde un país que tuvo otra relación con la guerrilla. Nuestros montoneros no necesitaban viajar a Sierra Maestra a hacer turismo aventura, como los estadounidenses; acá, a la lucha armada la daban a la vuelta de sus casas, las pastillas de cianuro estaban en sus propios bolsillos; y la relación del Estado con la violencia paramilitar, sea de derecha o de izquierda, es una de las líneas narrativas más interesantes y polémicas para seguir en la historia de nuestro país.

En ese sentido quizás Una batalla tras otra es, y esto lo digo sin matices positivos ni negativos, una película profundamente norteamericana: más allá de las menciones a ICE y a la lucha migratoria, tanto los malos como los buenos de la película son todas personas actuando por fuera del Estado y su lógica; el Estado parece entenderse como una estructura vacía, sin poder y sin esperanza, cuyos devenires son menos importantes para el futuro del país que las luchas entre poderosos y desposeídos que se dan de alguna manera lejos de él. Sigo abusando de los “quizás”, pero puede que esta me parezca, en términos políticos, la idea más interesante de la película (las mejores ideas de Anderson, claramente, son cinematográficas, narrativas y estéticas, más que políticas).

Quizás (otra vez) Belén y Mussolini son obras pensadas a partir del siglo XX; y en el fondo, el gran logro de Una batalla tras otra como obra de cine político es el de dibujar el mundo del tecnofeudalismo, de una violencia que no solo se escurre por fuera de la lógica y el funcionamiento del Estado sino que lucha con ella de igual a igual; un mundo en el que la idea del Estado como el que ostenta el monopolio de la fuerza es una antigüedad, en el que el Estado, si tiene todavía algo de peso y legitimidad, lo tiene como esas empresas de rubros en decadencia que sobreviven a base de tradición e inercia pero están, en el fondo, a punto de fundirse.

TT/MF