De todos nosotros me río

De las veces que fui a Mar del Plata con alguna feria del libro o festival de cultura (los viajes laborales de los escritores a veces se parecen mucho a un viaje de egresados) recuerdo que siempre alguien proponía organizarnos para ir todos juntos a ver teatro de revistas. Siempre nos detenía el precio de las entradas de temporada, demasiado exorbitante para algo que íbamos a hacer un poco en chiste. Alguna vez alguien intentó conseguir gratis, pero éramos muchos y la verdad tampoco teníamos tantas ganas. La última vez que fui a Mar del Plata y pensé en esto ya no había en cartel nada que valiera la pena ver ni siquiera por curiosidad antropológica; ya no hay capocómicos ni vedettes, y no me produce ni interés ni morbo ir a ver un pastiche protagonizado por algún chimentero y una ex Gran Hermano. Todo esto para decir que la primera revista que vi en mi vida fue La Revista del Cervantes, que se estrenó esta semana, obviamente, en el Teatro Nacional Cervantes.
La Revista del Cervantes es un homenaje autoconsciente; en ningún caso es una parodia. Con lo de “autoconsciente” me refiero a que el espectáculo (que es, ante todo, monumental: no solo en la maestría de sus intérpretes y del despliegue escénico y de vestuario, sino también en la proeza técnica de su guion, que logra enhebrar números históricos de la era de oro de la revista con una trama simple, clásica y simpática, sin tener que meter nada con tenazas) se hace cargo de los elementos del género que han quedado demasiado fechados. No intenta ser una pieza de museo, o más bien: opera como esas exposiciones que nos muestran obras de arte de otras épocas, pero lo hacen para pensarlas en su contexto, sin hacer como que no ven lo que han quedado anticuado, pero tampoco quedándose solo en la denuncia o en la crítica. La Revista del Cervantes es, ante todo, una celebración, pero eso no significa que celebre todo lo que tenía que ver con la revista porteña.
Me resultó interesante lo que hace con el componente soez, si se quiere, de la revista; la centralidad de la vedette, las bailarinas y coristas; y si se quiere, también, esa otra cuestión sexual de la revista que es su binarismo absoluto, el juego de opuestos entre el capocómico y la primera vedette que se ríe de sus chistes. Otra vez, el eje que elige la obra es el de la celebración: la celebración de la belleza del cuerpo, pero con bailarines de todos los géneros, y con un foco en el talento de los y las intérpretes mucho más que en la exhibición de sus carnes. Lo queer aparece, pero lo que intenta hacer La Revista del Cervantes es, sobre todo, mostrar que ya estaba allí. Queda en evidencia que incluso ese esquema del capocómico y la vedette es, justamente, en su dicotomía salvaje, un esquema queer: hay algo claramente travesti en la femineidad de la vedette, pero también en la masculinidad que portan tal como la portan el Tato Bores y el Enrique Pinti de la obra (toda imitación es, en el fondo, una demostración del travestismo cotidiano con el que nos trucamos todos los días).
Me hizo pensar, además, en esa relación tan persistente en la Argentina (¿viene del vodevil francés, imagino?) entre el despliegue sexual y el humor político; por alguna razón, mucho más allá de la revista, la televisión insistió en esa asociación. No solemos recordarlo en la nostalgia del humor político de otra época, pero evidentemente hay una clave ahí, como si hubiera algo refrescante en sacar al discurso político del mundo de las corbatas y la pacatería y llevarlo al de lo escabroso; en el fondo es parte de una denuncia de la hipocresía. Por supuesto que es extraño pensar esto ahora, cuando el mundo de la política ya no tiene ninguna pretensión de seriedad, ninguna intención de distinguirse del mundo del espectáculo, sino más bien todo lo contrario; es una experiencia curiosa, entonces, ver una revista en un mundo en el que ya no nos parece particularmente subversiva la falta de pudor en la política.
Y lo último: me quedé pensando en algo que había olvidado de los monólogos de Tato Bores y Enrique Pinti (son cosas que vi en repeticiones, digamos, no es tiempo real, y que tengo poco guardadas en la memoria) pero que, una vez que volvió a mente, recordé que siempre me había parecido muy idiosincrático, muy característico de esa clase de humor político masivo, que es esa idea de que “estamos todos en la misma”, “qué difícil es ser argentinos, siempre nos cagan de una manera o de otra”, “si alguna vez nos pusiéramos de acuerdo nos ahorraríamos bastantes dolores de cabeza”.
Supongo que tiene que ver con el ethos de la postdictadura y el consenso alfonsinista en un sentido laxo (suponiendo, digamos, que ese consenso de alguna manera se mantuvo durante el menemismo), la idea de la importancia de construir consensos, de que somos todos buenos, y solo nos confunden las palabras, pero en realidad podríamos tirar todos para el mismo lado; es curioso cómo en algún momento esta idea estaba mezclada con esa otra que explotó en 2001, la de que estamos todos en la misma, menos los políticos, que son los que nos cagan a todos los demás.
Hoy estas dos ideas están muy divorciadas; en la primera no cree casi nadie, la segunda es una de las ideas fuerza del gobierno de turno. No sé si existe hoy un humor político que consuman personas tan diversas como las que podían consumir a Tato Bores; pero me interesa pensar que no era solo ingenuidad lo que sostenía la posibilidad de ese humor. Recuerdo ese momento final de Esperando a la carroza, cuando el personaje de Susana dice “de todos nosotros me río”; no había en Esperando a la carroza una negación del conflicto, por ejemplo, del conflicto de clase al interior de la familia protagónica. El conflicto estaba, y así y todo era pensable igual que en algún sentido podíamos estar todos en el mismo barco.
No creo que se pueda regresar al mundo que hacía posible ese humor. Esa supuesta unidad detrás de todas las grietas no parece algo que podamos imaginar, ni de lo que nos podamos reír; solo puede recordarse esa fantasía con romanticismo, mirando una gran imitación de Tato Bores.
TT/MF
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