Historias

Salmones en el Riachuelo

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Hace pocos días, la Legislatura de Tierra del Fuego aprobó una ley que prohíbe la cría de salmónidos en las aguas de esta provincia. La medida generó reacciones encontradas. La restricción fue calurosamente celebrada en Tierra del Fuego y en las filas de nuestro ambientalismo, y recibió una favorable cobertura periodística. El principal argumento en favor de la prohibición puede resumirse así: una actividad que degrada el ambiente, que tiene elevados costos ambientales y que, por ende, no genera verdadero desarrollo, debe ser condenada a morir antes de que tome cuerpo. Gracias a la movilización popular, los ciudadanos de Tierra del Fuego se alzaron con una victoria en la larga lucha por construir un país y un planeta más verdes. Los fueguinos pueden descansar tranquilos, con la satisfacción de la tarea cumplida. Sólo el desarrollo verdadero, el amigable con el ambiente, tendrá lugar en su tierra.

Otras voces dudan de la sabiduría de estos juicios. Matías Kulfas, ministro de Industria, se pronunció en contra de la prohibición. Una nota de Martín Shapiro en Le Monde Diplomatique argumenta, con toda razón, que regular es mejor que prohibir. Esto es así, entre otras cosas, porque es importante recordar que el desarrollo no es un objetivo que pueda alcanzarse a escala local. Al alejar la lente del pequeño escenario fueguino para captar un panorama más amplio, el problema del desarrollo toma formas más complejas. La economía de Tierra del Fuego depende de manera directa de un régimen de promoción industrial que, más allá de las razones que le dieron origen, hoy sabemos que está mal concebido, y que constituye un obstáculo para el progreso económico de la provincia y del país. Al optar por prohibir en vez de regular una actividad productiva que podría haber agregado algo de dinamismo a la endeble economía fueguina y que, además, podría haber sido construida desde cero con los estándares medioambientales más exigentes, más que liberarse de un mal, Tierra del Fuego refuerza su condición de provincia rentística. Ese camino no conduce al desarrollo, cualquiera sea la definición que le demos a este término. 

Pero el problema va mucho más allá de Tierra del Fuego. Con la prohibición de esta forma de acuicultura, un país como el nuestro, desde hace demasiado tiempo siempre sediento de divisas, se niega la posibilidad de dar impulso a una actividad con un gran potencial para sustituir importaciones y, quizás, también fortalecer nuestro anémico sector exportador. Mientras esta restricción continúe vigente, pues, seguiremos gastando nuestros siempre escasos dólares en salmón importado, casi todo chileno, producido muchas veces en condiciones menos amigables hacia el ambiente que las que podrían establecerse en una salmonicultura que camina sus primeros pasos sometida a estrictos protocolos. 

Los problemas de la cría de salmón no son irrelevantes. Sin embargo, las granjas acuáticas (de cría de salmones y de otras muchas especies) se expanden por el mundo. Fuera de nuestras fronteras, pocos se animan a sugerir que la proscripción es el camino. ¿Los fueguinos no podrían haber hecho como Noruega, que es líder en cuidado del ambiente y que, en vez de prohibir las granjas acuáticas, les aplica controles muy exigentes? ¿Y ya que partían de cero, no podrían haber intentado convertirse en pioneros de una salmonicultura más amigable hacia el ambiente? En cambio, eligieron el camino fácil de la prohibición y, con ello, toda la Argentina apaga un motor de crecimiento, pierde empleo y pierde dólares. Perdemos todos, o casi todos.   

Al avanzar por esta senda, Tierra del Fuego se aferra a lo que le ofrece el régimen de promoción industrial creado al amparo del Área Aduanera Especial de 1972, cuyos aspectos negativos son muy conocidos, y que las reformas de este siglo no han vuelto mejor. No todos sufren sus falencias, sin embargo. El régimen beneficia a algunos empresarios amigos del poder y genera varios miles de empleos en las ensambladoras de equipos radicadas en la provincia. El aporte de firmas como Newsan y Mirgor no es trivial, pero que operen en Tierra del Fuego tiene costos, cuya cuenta paga el resto del país. Fuera de esta provincia, las ventajas de contar con esta “industria terminal” (es así como los especialistas denominan a la actividad de ensamblaje) son muy difíciles de percibir. Usar a la provincia más austral del país como plataforma para armar computadoras, equipos de aire acondicionado y celulares con insumos traídos de Asia, para luego trasportarlos y comercializarlos en Buenos Aires, Córdoba o Rosario, no tiene mayor sentido. Obliga al resto del país a pagar más caras sus computadoras y sus pantallas. 

Un régimen como el de Tierra del Fuego tiene dos víctimas directas: nuestros compatriotas de menores ingresos y nuestro tejido productivo. Golpea con especial dureza a los pobres y a las empresas. Antes de la pandemia, los grupos de mayor poder económico podían comprar su iPhone o su pantalla en Chile o en Miami, y podrán volver a hacerlo una vez que ésta quede atrás. Los habitantes de las barriadas humildes de Moreno o Florencio Varela, en cambio, rara vez cuentan con ese privilegio. Computadoras más caras también significan mayores costos para toda firma, pequeña o grande, que aspire a expandirse. Encarecer los costos de inversión no parece una idea muy razonable en un país como el nuestro que, desde hace varias décadas, no crece, y por ende tiene muchas dificultades para generar nuevos puestos de trabajo. Recordemos: más empleo registrado significa, ante todo, menos hogares enfrentando angustias cotidianas, menos sufrimiento, menos niños en la pobreza, escolarización más prolongada para las nuevas generaciones. Si nos interesa ampliar los horizontes vitales de los más pobres, la Tierra del Fuego de la prohibición del salmón y la “industria terminal” no es el camino. 

¿Qué hacer, entonces, con las voces que, con toda justicia, reclaman una economía y una sociedad más verdes? Hay muy buenas razones para poner esta causa en el centro de nuestras preocupaciones ciudadanas. La Argentina todavía no ha asumido plenamente el desafío de producir bienes y servicios y organizar la vida en común protegiendo el ambiente, cuidando sus recursos naturales. Por fortuna, en las nuevas generaciones crece la conciencia de que la crisis climática y la destrucción de los recursos naturales son cuestiones de enorme relevancia, que demandan acciones estatales ambiciosas y sistemáticas, y un mayor compromiso cívico. Es uno de los temas de relevancia pública que más moviliza a los jóvenes. La clase política, sin embargo, todavía no ha tomado verdadera dimensión de la importancia del problema. 

Distraídos por temas más urgentes, nuestros grupos dirigentes son parte del problema. Basta recordar los nombres de los últimos responsables del Ministerio de Ambiente para advertir que, a ambos lados de la cerca, el tema no resulta prioritario. ¿Qué decir de Sergio Bergman, un ministro más versado en la Torá que en los problemas del ambiente sobre los que tenía que decidir y que, a falta de un mejor lugar en el gabinete, aceptó este cargo como premio consuelo? ¿Qué pensar de Juan Cabandié que, hace algunos años, para complacer a sus valedores, declaró sin ruborizarse haber visto bancos de peces en el Riachuelo? ¿Y qué decir de los jefes de Estado que confían el Ministerio de Ambiente a figuras con antecedentes que, más que prepararlos para el cargo, lo descalifican? Los ejemplos podrían extenderse.  

Pero hay algo más importante, que hace a la manera en que pensamos la problemática ambiental, y a las prioridades de la política pública en este campo. Hay muy buenos motivos para argumentar que, en un país que tiene una huella de carbono positiva (esto es, que captura más gases de efecto invernadero que los que genera, contribuyendo de este modo a eliminar emisiones de carbono producidas en otras latitudes), el mayor desafío no es la minería en la región andina ni el empleo de grandes cantidades de herbicida en la agricultura extensiva, ni la creación de pasteras en el Río Uruguay, ni la producción a gran escala de carne de cerdo y, por supuesto, tampoco la cría de salmones en la Patagonia. Al concentrar la atención en estas causas, que despiertan mucha simpatía en las filas de nuestro ambientalismo (y que a veces el periodismo aborda de manera acrítica, sin sopesar su importancia relativa), nos estamos olvidando del elefante en la habitación. El que compromete la salud de cientos de miles, el que degrada la vida cotidiana de millones. 

La mayor deuda ambiental nacional no está en Tierra del Fuego o San Juan sino en el conurbano: es la contaminación de nuestros grandes ríos urbanos, entre los que se destaca la cuenca del Matanza-Riachuelo, que recorre 14 municipios del Gran Buenos Aires hasta desembocar en el Río de la Plata. Vertedero de residuos tóxicos y metales pesados, basural y letrina a cielo abierto, esta cuenca tiene el triste honor de figurar entre los ambientes urbanos más contaminados del planeta. No menos degradada está la cuenca de otro gran curso de agua, el Reconquista, que atraviesa 18 municipios bonaerenses hasta desembocar en el Luján y el Río de la Plata. Allí está nuestra mayor vergüenza, nuestro Chernobyl.

El precio de vivir en las proximidades de estos degradados cursos de agua lo pagan varios millones de personas, casi todas ellas de muy bajos ingresos, que ven su salud y su calidad de vida deteriorados por el modo en que suelen abordarse los problemas que afectan a los que tienen menos recursos y menos voz: con desidia y negligencia. Vivir en torno a los contaminados cursos de agua que recorren el Gran Buenos Aires implica tener niveles de plomo en sangre más elevados, respirar aires pestilentes y venenosos, contar con una menor esperanza de vida, en fin, llevar vidas más breves, sufridas y miserables. Allí, en los distritos más destituidos de Lomas de Zamora, Lanús o Moreno, se produce la mayor violación al derecho constitucional a vivir en un ambiente sano que oscurece el presente y el futuro de nuestra nación. 

Nuestro ambientalismo, sin embargo, no le presta suficiente atención al problema. ¿Por qué, en vez de poner a nuestros contaminados ríos urbanos al tope de la agenda ambiental, invertimos tanta energía en el combate contra las pasteras del río Uruguay o la cría de salmones en la Patagonia, a punto de que celebramos –como hicieron varios diarios– que, gracias a la prohibición de esta última actividad, la Argentina es “pionera” en la defensa del medio ambiente? ¿Es porque el Matanza, el Reconquista y el Riachuelo dañan la vida de personas que desde hace tiempo nos acostumbramos a tratar como ciudadanos de segunda, y cuyos problemas vemos como distintos a los nuestros? ¿O porque no somos capaces de concebir respuestas imaginativas frente a un desastre ambiental que hemos naturalizado y frente al cual ya no cabe sino resignarse? 

Una Argentina que conciba a todos sus habitantes como miembros de pleno derecho de una república de iguales tiene la obligación de cambiar estas prioridades, asumiendo que los problemas ambientales que degradan la vida de las mayorías deben ocupar el centro de nuestras preocupaciones. El camino que es necesario recorrer para resolverlos, sin embargo, plantea dilemas que muchos ambientalistas prefieren no abordar. El dilema radica en que el saneamiento de entornos urbanos o suburbanos tan degradados como los nuestros tiene costos económicos muy elevados. Hace falta enormes inversiones en infraestructura y ellas, a su vez, amén de un cambio de prioridades de política pública, no pueden realizarse sin poner en marcha la rueda del crecimiento. Sin más actividad económica, sin aumento del producto, cualquier iniciativa de recuperación del ambiente no es más que una quimera.  

 En particular, el principal obstáculo para construir una relación más armónica entre la ciudadanía y el ambiente depende de una profunda transformación de la infraestructura de nuestras grandes ciudades y, en particular, de nuestro enorme y desfinanciado conurbano bonaerense. Para ello es preciso invertir esfuerzos y recursos en la extensión de redes cloacales en las periferias pobres de las principales aglomeraciones, en la creación de sistemas de tratamiento para los residuos industriales y residenciales, en ampliar el acceso a la propiedad del suelo y a los servicios que van con ella, en la transformación de los sistemas de transporte urbano. Nada de esto es barato. Un Estado sin margen alguno para incrementar la recaudación y el gasto puede hacer muy poco. La superposición de jurisdicciones y la falta de capacidades estatales hacen más difícil la tarea. De allí que ninguna iniciativa será exitosa si no contamos con mayores recursos, públicos y privados, que sólo puede aportar una economía en expansión. No hay duda de que el crecimiento económico supone mayor presión sobre los recursos naturales, y que suele venir acompañado de mayores costos ambientales. La cuestión no tiene una solución fácil. Una cosa es segura, sin embargo: en la estancada y empobrecida Argentina de nuestro tiempo, no hay camino al desarrollo que no pase por el crecimiento (y, en particular, por el crecimiento exportador).

Todo esto significa que una sociedad que valora a sus mayorías debe decirle adiós a la idea de que el objetivo de sus luchas en nombre del cuidado del ambiente es impedir la cría de salmones o la instalación de fábricas de pasta de celulosa. Una Argentina que aspire a forjar una mejor relación entre sus ciudadanos y su entorno se construye, ante todo, creando las condiciones materiales que hagan posible la mejora de la calidad de vida de las castigadas mayorías que habitan en las degradadas periferias de nuestras metrópolis. Este es el gran desafío ambiental que nuestra nación tiene por delante. La medida de nuestra vocación de cambio estará dada por cuán potente es nuestro deseo de colocar los problemas ambientales que afectan a los más pobres en el centro de la agenda pública. Y la medida última de nuestros logros es si, dentro de un cuarto de siglo, será posible ver, ya que no salmones, sí dorados y pejerreyes en el Reconquista y el Riachuelo. ¿No es este horizonte, acaso, lo que debemos concebir como desarrollo?

RH