ENSAYO GENERAL

Tecnología, magia y misterio

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La última vez que fui a votar me resultó conmovedor entrar a una primaria pública; los carteles con los nombres de los chicos, las palabras en inglés, los mapas, los conceptos, los próceres. Tengo un par de amigas docentes, y sigo a muchos otros en Twitter. Casi todos los que trabajan en aulas públicas y privadas coinciden en diagnósticos profundamente pesimistas, en contraste con el optimismo voluntarioso de los padres, que razonablemente quieren pensar que sus hijos no la tienen tan mala; después están los otros discursos optimistas, los de algunos especialistas que nos quieren convencer de que “el mundo ha cambiado” (cosa cierta) y entonces “la escuela debe cambiar” (cosa discutible).

Ya he escrito, alguna vez, sobre la universidad como un templo de lo inmodificable, de lo que no necesita adaptarse a la velocidad de los tiempos que corren aunque, por supuesto, no pueda evitarlo en alguna medida. Todo indica que la situación de la escuela, como institución mucho más masiva que la universidad, y gobernada por la triple tensión entre institución, padres y niños es infinitamente más compleja; y por eso se siente un poco milagroso entrar a un aula y ver los afiches e imaginar que al menos el momento de elaborarlos es casi idéntico al que pasamos nosotros dos o tres décadas. Asombrarse de que todavía funcionen algunas cosas, de que salga agua de la canilla o de que algunos chicos efectivamente aprendan a leer, es el momento sonriente del pesimista.

Tengo muy presente la relación ambivalente que tenía de chica con la vida en la escuela. Me aburría muchísimo de tener que aprender cosas que no me importaban, prestar atención a gente que no me divertía (no estaban ahí para divertirme, finalmente), tener que estructurar mi tiempo y mi vida entera en torno de una rutina extraña que nadie podía terminar de justificar. Y al mismo tiempo, en igual medida, fantaseaba como tantos otros chicos con vivir en un internado o en un orfanato, una especie de escuela permanente. Faltar a la escuela era un planazo cuando se trataba de no levantarse temprano; dos horas después era dar vueltas por la casa empezando a adivinar eso que hoy llamamos FOMO, la sensación de que en el colegio estaban sucediéndose explicaciones y anécdotas que yo nunca podría terminar de recuperar. Pienso mucho en esta fantasía del colegio pupilo que me llegaba tanto por la edición de Robin Hood de Papaíto Piernas Largas como por las telenovelas juveniles de Cris Morena; pienso, también, en la fascinación que teníamos, por ejemplo, por los uniformes, por las camas cucheta, por la sensación de estar todas vestidas iguales, de comprarles los libros usados a los del año pasado, por hacer exactamente lo que habían hecho ellos, pasar por los mismos lugares, los mismos ritos.

Tengo la sensación de que, en 2025, la afectividad dominante es la del especial, la de quien recibe el permiso para puentear a las instituciones o mejor aún, para moldearlas o incluso evitarlas; la institución se aparece para casi todos (chicos, por supuesto, pero también adultos, la verdadera novedad) como sinónimo de opresión más que de contención. Queremos avisar que llegamos tarde, que hoy no podemos, que necesitamos algo distinto: queremos la excepción. Me pregunto si los niños criados en este mundo, por estos sujetos adultos con vocación de excepcionales, tienen en algún lado ese goce del uniforme y la uniformidad, el disfrute de la pertenencia a la normalidad que hasta los más freaks teníamos enterrado en algún rincón del corazón. Sospecho que sí, pero que debe ser más difícil encontrarlo, en un mundo que valida tanto la pulsión contrapuesta; si los adultos, en lugar de decirte “adaptate” (mi mamá decía “agua y ajo”) te dicen “vamos a hacer que todo se adapte”, hay algo del tironeo entre esos dos demonios internos, el que te dice que sos especial y el que te dice que sos un auténtico nadie, que termina un poco desajustado.

Hace unos meses vi en el MAMBA, en un ciclo curado por Alejandro Tantanián, una primera versión de Bailan como muñecos mis anhelos por volver a la escuela, obra de Nacho Bartolone que entiendo va a crecer y presentarse en alguna otra sala de esta ciudad. Ha pasado un tiempo y se me borran los detalles, pero era una especie de fantasmagoría sobre una escuela pública a la que iban niños-adultos en situaciones muy complejas y muy extrañas. Me gustó que era una obra sobre la escuela que estaba completamente desenganchada de las narrativas y los debates pedagógicos; la escuela aparecía allí como un terreno de fantasías, de magias blancas y negras, un cuento de hadas en el que pueden convivir los fantasmas con el Estado y las autoridades; un cuento de hadas cotidiano y político, costumbrista y de terror, folklórico y fantástico.

Me quedé con la sensación, volviendo a esta idea de los carteles de papel afiche y de lo que no debería cambiar, de que es valioso que haya artistas pensando a la escuela más como paisaje extraño que como tecnología; que no se trata tanto de mistificar la escuela del pasado, o lo que imaginamos que fue la escuela del pasado, como de recordar que las instituciones son dispositivos que exceden a sus definiciones más técnicas; incluso, quizá, que hay una paradoja, la de que para cumplir sus objetivos en tanto tecnologías (enseñarnos, supongamos, a leer y escribir) necesitan seguir siendo más que tecnología, necesitan seguir siendo magia y misterio.

TT/MF