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Opinión - Panorama de las Américas

Tokio, o el reloj que atrasa con normalidad

Alfredo Grieco y Bavio Panorama de las Américas rojo

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Impertérrito a toda alarma sanitaria, Japón inauguró el viernes los Juegos Olímpicos. Por discontinuo o desenfocado que sea el interés de Occidente en la política japonesa, bastaba la más distraída de las atenciones para descartar de plano que cualquier profilaxis coartara la inauguración del viernes. Ya tardó un año Tokio 2020. La determinación del gobierno jamás flaqueó en este objetivo. A diferencia del Brasil con la Copa América, sin embargo, sopesó una por una las opiniones epidemiológicas. La decisión debía ser informada, fruto de la reflexión (aunque no de la cavilación). La sentencia a posteriori coincidía con el juicio a priori, pero se había garantizado el debido proceso de las objeciones refutadas. La capacidad organizativa triunfante sobre la adversidad de la pandemia debía ser prueba y marca a la vez de modernidad (técnica) y previsibilidad (marca país). La elección global de esta sede local debía entenderse como reconocimiento mundial de la superación y enmienda del ecocidio y hecatombe que siguieron al colapso de la central nuclear de Fukushima en 2011.La nación japonesa, heroica en enfrentar bombas atómicas, terremotos, tsunamis, volcanes, esta vez no fue digna antagonista, ni siquiera sufrida víctima de enemigos naturales o antinaturales, sino protagonista de la catástrofe. El cumplimiento responsable, efectivo, improrrogable, de la obligación asumida como sede de los JJOO era tanto más fundamental porque este deber había sido solicitado con unción militante y con promesas de perfecciones y dispendios superiores a los de rivales no menos lucidos y gárrulos. La victoria en esta competencia era la promoción después de una degradación: una puntual década después de su propio Chernobyl, que había desmentido la superioridad científica y administrativa y la capacidad nacional para prever lo anticipable.

La aspiración japonesa de modernidad admira un cenit en el buen éxito de su aliado occidental de la Segunda Guerra, en la eficaz transmutación de esa potencia industrial, intermedia, nueva, que del Tercer Reich derrotado hizo la República Federal de Alemania, líder de la UE. Poder hablarle al vencedor, EEUU, cara a cara. Puede ser buen vasallo porque tiene buen señor. Es por ello que el nadir lo ve en quienes colocados desde antes bajo el mismo señorío, no son sin embargo más que una dependencia de servicio, Latinoamérica. En Alemania como en Japón, gobernaron en la posguerra casi sin alternancia dos partidos monopólicos de Estado, la Democracia Cristiana (DC) y el Partido Liberal Demócrata (PLD), de ‘economía social de mercado’ (como formaciones políticas comparables lo hicieron en India, Indonesia, México, Italia, o aun la Argentina). Las dos son democracias parlamentarias. Pero Alemania es una República, y en Japón sigue habiendo un emperador: Naruhito es heredero dinástico de Hirohito, el jefe de Estado colega de Hitler y Mussolini, que no fue juzgado por crímenes de guerra en los Juicios de Tokio, preservado por la ocupación norteamericana.

La postergación de un año de los JJOO contribuyó en poco al propósito japonés de mostrarse como edificante palingenesia. Al contrario, la mayor exposición pública que trajeron la pandemia y las demoras pusieron de relieve la laxitud, endogamia, favoritismo, machismo, misoginia, violencias de género, imprevisión, hostilidad anti LGBT+,  de los funcionarios del comité organizador local. Que se veían duplicados o potenciados por la renuencia del gobierno a admitir la gravedad de hechos y dichos de los funcionarios, y a preferir la indulgencia sin consecuencias, si estos se disculpaban, antes que investigarlos, sancionarlos o removerlos. La distancia entre el gobierno y la opinión pública, y la impotencia de esta para determinar su agenda, se volvieron perceptibles a un mundo antes predispuesto a admitir sin más a la japonesa como una sociedad exitosa en sus propios términos. Hasta finales de la década de 1980, la base de la relación de Japón con Latinoamérica era un recíproco interés económico: vender uno manufacturas industriales, vender la otra materias primas. Aún hoy, la participación latinoamericana en el comercio japonés no llega al 5%, y decrece desde 2010. A partir de entonces, no sin la bendición y el acicate de Washington en un momento de máxima expansión industrial japonesa y caída de la URSS, Tokio se estrenó en la diplomacia política, con programas que apoyaban la transición democrática desde las dictaduras. La región servía de campo de ensayo para un papel que no había desempeñado Japón desde Hiroshima, ni nunca antes: exportador y coach de democracia. Es difícil, sino imposible, que Latinoamérica pueda verlo bajo esta luz, en un período que coincide con su eclipse ante China. El mero cotejo entre las respectivas legislaciones sociales vigentes sólo puede ahondar el descrédito de la vida democrática japonesa.   

En la prensa japonesa, la mayor parte de las menciones al patio de atrás de atrás de EEUU son a cuestiones deportivas. Muy especialmente, al fútbol. Jamás erráticos en sus opiniones, hay incluso una previsible consistencia en los análisis. Comentando un partido cuarto de finales del Mundial de Sudáfrica,  leemos en 2010 en el Asahi Shimbun: “Ambos equipos mostraron ser poderosos, pero su carácter es diferente. Frente a Argentina, que presiona a su oponente, encontramos a Alemania, que tiene habilidad organizacional”. El impulso y su freno, la fuerza y la razón. Un año antes, los medios reprochaban al Comité Olímpico la decisión reparada recién  para 2020, el no haber elegido como sede 2016 a Japón (era la tercera elección consecutiva que perdían). Y además, señalaban la irresponsabilidad de haber elegido a Río de Janeiro. Hacían listas de las dificultades económicas y sociales de Brasil, enfatizaban la falta de garantías para el público extranjero, los accidentes en los estadios, la precariedad de los transportes. Y por sobre todo, la inseguridad. El mismo Asahi Shimbun, un matutino con una tirada de 8 millones de ejemplares, definía en 2009 las favelas y las caracterizaba como  origen y fuente expansiva del crimen. Hay mil en Río, decía, y muchas cerca de los estadios de fútbol: la FIFA también erraba con su elección de Brasil para la Copa 2014.  

Ni crisantemos ni signos ni espadas dormidas

A pesar de la inseguridad, en 2016 el premier japonés Shinzo Abe visitó Brasil al tiempo y con motivo de los JJOO; la Argentina para reunirse con Mauricio Macri y participar de un foro económico; viajó a Cuba (convirtiéndose en el primer mandatario nipón en visitar la isla); a Perú, donde hoy Keiko Fujimori, una descendiente de japoneses, hija de un ex presidente presidiario, ha debido reconocer que fue derrotada en tres elecciones presidenciales consecutivas, y que el gobierno corresponde a un político de izquierda, Pedro Castillo, cuya victoria buscó impugnar con todos los recursos legales, y no es seguro que renuncie a insistir en las vías del desconocimiento.  En 2018, Abe vino a Buenos Aires para el G-20, y fue el primer gobernante japonés en visitar Uruguay y Paraguay. Visitó profusamente el Oriente Medio, y se involucró en las tramas levantinas.

Shinzo Abe también era del PLD, y fue el gobernante con más años de servicio (2012-2020) de la historia japonesa. Quería que el Japón fuera una potencia normal, con diplomacia y defensa nacionales, y no supeditadas a EEUU. Es incierto qué consiguió, y es turbio qué hará su sucesor Yoshihide Suga. Tampoco es fácil aseverar que a esta política de “orientación a Latinoamérica” falte espontaneidad, y que su resorte esté en la competencia desigual con China. Una de sus dimensiones mayores es doméstica, de reafirmación nacionalista de su liderazgo y su partido. Su Make Japan Great Again.

La primera vez que los JJOO se jugaron en Asia fue en 1964 y en Japón. El otoño en Tokio. El verano es tórrido, y este julio puede ser el más caluroso de todos los julios. Los pies de la selección holandesa de Beach Volley se convirtieron en una brasa en las arenas de Shiokaze, se quejaron los atletas.  En su Diario de un invierno en Tokio (2021), Matías Serra Bradford apunta la opinión de un laboratorista holandés: “Una ciudad que sufre de ‘gigantismo, de un gigantismo normalizado’, y que a la vez ‘se puede tocar con las manos’. Y acerca del júbilo de los nativos ante el menor elogio: ‘Es como si no tuvieran el país que tienen’”. La aquiescencia de Shinzo Abe, descontada.

AGB/WC

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