El título de esta nota suena exagerado, como si fuera el producto del enojo, la desesperación o el pesimismo. Pero no debe ser leído desde esa perspectiva emocional. Cuando utilizo el concepto de tradición hago referencia a un fenómeno social tangible, que opera sobre la configuración del campo judicial en su totalidad y las personas que componen esas instituciones judiciales. Recurro a la presentación del tema que hace alguien que no puede ser catalogado de otro modo que moderado, sobrio, hasta en exceso.
Me refiero a Bidart Campos, que da cuenta de esta tradición en su libro La Corte Suprema (Allende y Brea, 1982: 183 y ss.), comenzando con la “comunicación” del golpe de Estado de Uriburu, que depuso al Presidente Irigoyen. Ante las diversas posiciones posibles, la Corte emitió una Acordada fatídica para nuestra tradición institucional, en la que reconoció la legitimidad de “facto” de dicha asonada militar.
La historia es bien conocida, pero recordarla no es el objeto de esta nota, sino evidenciar cómo nuestra Corte Suprema, a lo largo de muchas décadas y hasta el presente, se ha mostrado especialmente débil para sostener y exigir el cumplimiento de las reglas de juego por parte de los actores políticos instalados en cualquiera de los otros dos poderes del Estado. Un párrafo de esa Acordaba es fundante de esa tradición: “Que el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país es pues un gobierno de facto, cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas, en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y de seguridad social”.
Dejemos de lado el hecho de que no discutimos ya (por obra de muchas generaciones que han luchado por ello) el origen ilegal de un gobierno dictatorial, pero la frase que interesa es la que nos dice que no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad social. Cuatro veces la Corte Suprema repitió esta idea (1943, 1955, 1966 y 1976), con las desastrosas consecuencias para nuestro país que conocemos o hemos vivido. En 1962, en lugar de responder un amparo positivo para que se reponga al presidente legítimo, apoyó su sustitución por Guido, presidente provisional del Senado. Bidart Campos es condescendiente con esta historia, a la que considera “equilibrada”, más allá de la angustia de los constitucionalistas, porque esta debilidad de la Corte no ha significado que pierda independencia e imparcialidad en otros casos.
La tradición sumisa de la Corte no se manifiesta en los innumerables fallos que sigue dictando, con deliberación o no, conociendo lo que firma o a consecuencia de la “maquinaria” de relatores —lo que constituye otro grave problema, admitido incluso por integrantes de la Corte—; sino porque no protege con especial cuidado las reglas de juego institucionales y no permite (no es que reconoce) que las personas puedan tener éxito (como en la Acordada del 30) en los reclamos judiciales, para que esas reglas de juego, previstas en la Constitución Nacional como derechos de la ciudadanía, salgan fortalecidas. Esa es la tradición sumisa de la Corte.
¿Qué tiene que ver ello con el presente? Claro está que nos encontramos con un gobierno que tiene legitimidad constitucional en su origen y elección. Nadie duda de eso. Pero luego, en el ejercicio de su poder, ha dejado de lado muy claras reglas constitucionales. Por ejemplo, el art. 99, inciso 3, de la Constitución Nacional nos dice: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo”. ¿Es muy difícil comprender el sentido de esa norma? ¿No ha abusado el Poder Ejecutivo de un modo brutal con ese principio? No se puede decir que la excepción siguiente (los decretos de necesidad y urgencia, fundado en “circunstancias excepcionales”) es la verdadera regla, porque entonces el idioma español ya no vale en el mundo judicial.
Se ha dicho que la Corte debe esperar que le llegue un caso, pero eso es también falso porque ante temas menores (recordemos el del traslado de jueces) no dudó en utilizar el avocamiento que permite saltar instancias. Lo que hace la Corte es aplicar la doctrina de la Acordada del 30, para desesperación de los ciudadanos. Es tan grande el abuso del Poder Ejecutivo y tan estruendoso el silencio cómplice la Corte, que el mal desempeño está a la mano, si no fuera porque este sistema les conviene a los representantes, que deberían ejercer el control sobre la Corte en nuestro sistema de pesos y contrapesos. El circulo vicioso se cierra.
Nos dirán los ministros y algunos constitucionalistas, como ya decía Bidart Campos, que este es un tema menor, porque mientras tanto la Corte sigue fallando, a veces bien a veces mal, en muchos de los otros casos. Pobre consuelo leguleyo. Permitir que se degraden a este punto las instituciones es el peor de los males posibles, que ningún buen fallo en otra materia lo remedia. Además, transmite un pésimo mensaje a todo el sistema judicial, en especial a los Tribunales y Cortes provinciales que repiten el mismo funcionamiento sumiso ante los poderes provinciales. Se produce una doctrina burocrática de la indulgencia moral. La burocracia, como se ha dicho, se convierte en un espacio de fuga moral, donde la integridad de cada uno de los magistrados ya no importa e igual son aceptados por la academia, por los juristas, por los colegios de abogados, etc. El mundillo académico-judicial se rinde ante el boato del cargo, no ante la calidad de la función.
Lo mismo ocurre con el Poder Legislativo federal. La Corte le ha ordenado que nombre cargos previstos especialmente para poner en marcha los derechos de los ciudadanos (como el Defensor del Pueblo) y puede pasar más de una década sin que cumpla con esa regla constitucional. Dejar vacantes (esto es un decir, porque se llenan con jueces interinos) a los cargos judiciales se ha convertido en un negocio, incluso para sectores del Poder Judicial que no dudan en prestarse a ese juego espurio, por un suplemento de su sueldo. Ha establecido plazos para que se dicten normas de base constitucional (como la del Consejo de la Magistratura) y nadie hace caso, como si la Corte fuera una instancia de meras declaraciones abstractas.
La degradación institucional que observamos cotidianamente no es un fenómeno natural. Es el resultado del accionar concreto de personas de carne y hueso, con nombre y apellido, que podemos identificar, denunciar y, si la denuncia no tiene efecto, repudiar y guardar en la memoria. La última dictadura, la más terrible, contó con la complicidad silente de la administración de justicia que se escondía en la burocracia. Siempre me impactó ese papel de los jueces. ¿Si hoy tuviéramos un dictador —que por suerte no lo tenemos— sería el Poder Judicial un escudo que protegería la democracia, o se repetiría la complicidad del pasado? Por este camino me temo que fácilmente hallaríamos jueces que nos dirían que las violaciones a la Constitución Nacional “no pueden ser judicialmente discutidas con éxito por las personas en cuanto el Poder Ejecutivo ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad social”. La tradición servil de la Corte sigue viva.
*El autor es Presidente del Instituto de Estudios Comparados en Ciencias Penales y Sociales (INECIP).