Opinión

Los varones y el aborto I: el fantasma de la exclusión

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Ahora que una ley respalda la interrupción voluntaria del embarazo, muchos se preguntan si los varones no deberían estar también contemplados en la ley. Porque no parece justo que nosotras, las otrora excluidas, excluyamos ahora a los varones de las “consecuencias” reproductivas del sexo (léase embarazo e hijos). 

El problema es más complejo de lo que aparenta. ¿Qué es esta necesidad de inclusión de los varones en el derecho sobre el embarazo, ahora que se ha legalizado su interrupción a voluntad de la mujer embarazada? Si se concede a ésta un derecho ¿habría que ser equitativos con el otro sexo y adscribirle un derecho igual, análogo o correlativo? ¿Puede concebirse equidad alguna respecto del aborto aunque el hombre no pueda gestar y por tanto le sea imposible abortar? 

¿Quién tiene derecho a decidir el destino de un embarazo? Veamos las dos situaciones básicas donde puede haber desencuentro entre las partes: 

a) ella quiere continuar el embarazo y él quiere que aborte. Pero ¿cómo es que él tendría la obligación de ser padre si no quiere serlo cuando ella puede optar legalmente a decir no a tener un hijo?

b) ella quiere abortar y él quiere tener ese hijo. ¿Tendría que tener él algún derecho que ampare su decisión de tener ese hijo?

Supongamos que, conversando, presionando, suplicando o prometiendo, no hay modo de revertir el deseo contrario. ¿Qué hacer?

La legalización del aborto puso el derecho reproductivo del lado de las mujeres. Pero para muchos resulta arbitrario o injusto que los varones queden fuera de esta decisión tan importante para sus vidas. De ahí que surja la idea de que habría que equilibrar los tantos con un derecho análogo para la parte masculina.

La relación de los varones con el aborto ya había cambiado unas cuatro décadas antes de su legalización con la irrupción de los tests para determinar la paternidad genética. Este fue un punto de inflexión en la relación de los hombres con el sexo, el embarazo y la paternidad. Cuando no era posible tener certeza respecto de quién era el padre, solía bastar con decir “¿Y cómo sé que es mío?” para sentirse a salvo de la responsabilidad; en todo caso quedaba una duda fácilmente descartable. Pero desde que se pudo identificar al “autor” del embarazo, el sexo se volvió un riesgo de paternidad no deseada también para ellos, cambiando así su relación con el aborto, hasta entonces una cuestión casi exclusivamente femenina. Al mismo tiempo, como lo empezaron a mostrar películas como Kramer versus Kramer, algunas telenovelas y cientos de casos judiciales de varones reclamando la tenencia compartida, la paternidad se instalaba con más fuerza como una nueva posibilidad vital de realización masculina. 

En esta nueva configuración de los afectos surge la pregunta acerca de si hay derecho a dejar afuera a los varones de la decisión de la vida por venir. ¿Acaso son ellas las dueñas del embrión? ¿Acaso ellos no tienen nada que ver con la concepción, termine en aborto o en parto? Sin el gameto macho no hay concepción, ¿no es entonces necesaria la participación masculina, si no la del órgano viril, al menos la del espermatozoide?

En esta nueva configuración de los afectos surge la pregunta acerca de si hay derecho a dejar afuera a los varones de la decisión de la vida por venir.

En el interior de esta inquietante nebulosa perdemos de vista que aborto remite a embarazo, una experiencia intransferible para quienes no pueden embarazarse. Abortar significa, etimológicamente, privar de nacer. O sea, si la embarazada no aborta nace una criatura, hay un hijo. Abortar, se dice, es “perder” un embarazo o “sacarse” un embarazo, ponerle punto final. No significa destruir un óvulo fecundado. Por eso ni la gente ni las leyes llaman “aborto” a la destrucción de un embrión de probeta (técnicamente se llama “desechar” y todavía no hay un término unificado en el habla cotidiana para poder nombrarlo de otro modo). 

Los embriones de probeta no son “abortables” porque no forman parte de la mujer embarazada: no están confundidos, atados y amparados por una persona que los está gestando. En la probeta, en cambio, congelados, los embriones están suspendidos a la espera de entrar en el tiempo, a la espera de anidar en un cuerpo capaz de darles el poder de crecer. En fin, un óvulo fecundado artificialmente no puede ser abortado si no es antes implantado en una matriz.

El derecho a tener derecho

Con el aborto prohibido, los hombres incidían no poco en las decisiones y los actos de las mujeres. Cuando querían tener hijos, el matrimonio era suficiente presión y alcanzaba para domesticar a esposas rebeldes e inclinarlas a una maternidad que no hubieran “elegido libremente”. En general, no había necesidad de que los maridos subrayaran su decisión de ser padres o vigilaran a la mujer para que no usara anticonceptivos. La escasa autonomía económica  y la equivalencia mujer=madre funcionaban eficazmente. Y cuando ellos no querían tener hijos, la prohibición del aborto no era óbice para disuadir a las mujeres de seguir un embarazo que ellos no iban a acompañar, de un hijo que no iban a reconocer y de arreglar con el abortero de turno para que les ligara las trompas a sus espaldas.

El oprobio que significaba ser madre soltera empujaba a muchas mujeres al aborto clandestino. La vergüenza familiar de una hija adolescente y parturienta llevó a padres a hacer abortar a niñas. Los juristas del siglo XIX se apiadaron y, para salvar a estas desgraciadas de la indignidad en que caerían, incluyeron en el Código Penal la benigna figura del infanticidio honoris causa, que atenuaba el homicidio del recién nacido en pos de resguardar el honor familiar (figura que lamentablemente fue derogada en 1995, permitiendo que Romina Tejerina fuera sentenciada a cadena perpetua). La prohibición de abortar, más que convertir en madres a muchas mujeres que no querían serlo, conminaba a abortar en la clandestinidad y correr el riesgo de quedar con secuelas en su salud física y psíquica, o incluso morir. 

Siempre hubo mujeres que abortaron contra la voluntad manifiesta de maridos, padres o amantes. Y muchas que jamás les informaron de su embarazo y abortaron sin que ellos pudieran siquiera estar o no de acuerdo. Pero desde la existencia de las pruebas de la paternidad, cuando las mujeres decidían continuar el embarazo sin consultarle al varón o incluso contra su expresa voluntad, empezaron a poder recurrir a la justicia y, coercitivamente, hacerlo padre frente al tribunal, con lo que esto conlleva: dinero, apellido y herencia. Y para colmo, décadas más tarde, con el aborto legal, ellas legítimamente pueden impedirle al varón consumar su paternidad. 

En fin, si a partir de las técnicas de reconocimiento genético ellas pueden reclamar alimentos y reconocimiento del dueño del esperma, ¿podrán ellos reclamar algún papel en el drama? La pregunta es si podrán reclamar alguna participación legal en la decisión de abortar o no: ¿podrían negarse a asumir la paternidad o podrían vetar la decisión de la mujer de abortar? 

En la carta al director general de la Unesco que envía Gandhi en 1947 en respuesta a la invitación a participar en las reflexiones preparatorias de la Declaración Universal de los Derechos Humanos decía que derechos sin deberes son usurpación. En este nuevo estado de cosas lo que se plantea es si los hombres tienen derecho a tener derecho. 

LK/IH