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Opinón

Los varones y el aborto II: ¿hay igualdad posible respecto del aborto?

La ley de interrupción voluntaria del embarazo (IVE) fue promulgada el 14 de enero

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La ausencia de los varones en el Código Penal

De los cuatro artículos que regulaban el castigo para las abortantes en el Código Penal previo al 30 de diciembre de 2020, ninguno hacía mención del varón conceptuante. Después de la aprobación de la nueva ley se introdujeron las modificaciones siguientes: el aborto antes de la 14ª semana no es un crimen, la mujer que aborta después de ese plazo sigue siendo una criminal (aunque con una pena menor que antes) y los varones siguen estando ausentes. 

En otros crímenes, como el suicidio, el instigador está penado por la ley. En el aborto, cuya práctica estuvo infestada de instigaciones masculinas a lo largo de la historia, la figura del instigador nunca existió. Ausentes como instigadores, ausentes como co-responsables de la decisión. Al excluir a los varones de los artículos que penalizan el aborto, el Código Penal instituye al embarazo, y por tanto al aborto, como un acto que compete exclusivamente a las mujeres. 

Sabemos que hay incontables casos en que los varones acompañan y padecen los abortos de un modo agudo y singular, un padecimiento que está en la sombra de las conversaciones. Sin embargo, cómo no preguntarnos: ¿cuántos varones que apoyaron la legalización estarían dispuestos a incluirse como coautores y culpables de violar el Código Penal? 

Cuando el aborto era clandestino nadie se preocupaba por la desigualdad entre varones y mujeres en las leyes que lo regulaban. Al no correr aquéllos el riesgo de embarazarse y antes de que pudiese comprobarse genéticamente la paternidad, no estaban atrapados en el temor constante que padecían muchas mujeres de quedar embarazadas. Y si ellas querían continuar el embarazo y él no, debían arreglárselas solas. ¡Qué ironía que ahora, con el aborto legal, irrumpa el temor de que la mujer decida sola! 

Una diferencia insalvable: los varones no gestan ni dan a luz

Cuando el aborto estaba prohibido las mujeres no teníamos el derecho de abortar pero teníamos el poder. La legalización ha reconocido nuestro poder y lo ha legitimado.

Pero ¿qué quiere decir tener un poder? Veamos un ejemplo: ¿cuál es la potencia de un camello? Acumular agua. ¿Puede el beduino compartir la potencia del camello? No puede. Puede usufructuarla. Ni más ni menos. Así también: ¿puede un varón que no puede gestar una vida, abortarla? No, no puede. Puede influir sobre la decisión de la mujer y llegar incluso a obligarla a abortar o impedírselo; ni más ni menos. Lo que no puede es abortar. Sin embargo, en pos de una ilusoria igualdad, se ignora, o más bien se desecha esta contundente diferencia. Que no haya límites para las construcciones simbólicas del cuerpo, que se privilegien éstas por sobre sus poderes concretos, ¿lo arroja del mundo material? Hay cuerpos dotados de una matriz donde puede anidar un óvulo fecundado y hay cuerpos donde esto es imposible, no por defecto, castidad o infertilidad, sino porque no hay matriz. Como dice Spinoza, a la piedra no le falta la visión.

Los hombres pueden tener un hijo y pueden perderlo. Pueden fecundar a una mujer, pueden ser donantes de semen. Pueden usar condones o hacerse una vasectomía. Pueden concebir y criar, esterilizarse, abstenerse sexualmente, no reconocer la paternidad o soñar con ella y construir lazos que la sostengan. Pero entre la anidación y el nacimiento, no pueden más que ser testigos de la gestación: como no pueden gestar una vida, no pueden abortarla ni parirla, los dos destinos de un embarazo.

Entre la fecundación y el parto, ¿cómo podrían estar implicados de igual manera la persona  embarazada y quien la fecundó? No lo están aunque quisieran, aunque ambos se sientan “embarazados”. El equivalente masculino del embarazo no existe. Es difícil hablar de esto: es tan obvio que se vuelve indecible. El derecho regula las acciones de las personas que sí pueden embarazarse, ¿significa esto discriminar a las personas que no pueden embarazarse porque no tienen con el embarazo esa relación especial, irrescindible, que se llama “cuerpo propio”? Si muere la mujer embarazada, muere el embrión; si muere el futuro padre, la naturaleza sigue su curso. 

Entre la anidación y el nacimiento, (los hombres) no pueden más que ser testigos de la gestación: como no pueden gestar una vida, no pueden abortarla ni parirla, los dos destinos de un embarazo.

El privilegio de las mujeres

Si la prohibición del aborto no hizo que las mujeres dejáramos de abortar ni que los hombres dejaran de incidir sobre la decisión de abortar, ¿qué cambia hoy cuando, en lugar de arriesgar la vida en un aborto clandestino, las mujeres abortamos dentro de la ley? Conversación y acompañamiento en muchos casos, pero también chantaje, amenazas de abandono, violencia física en muchos otros: ¿hará desaparecer la legalización del aborto estas formas de presión? 

Las relaciones de poder están en proceso de transformación. Se desvanece el estigma de la madre soltera, se afloja la presión para casarse y tener hijos, ser un buen padre se convirtió en una realización importante en la vida de muchos varones. Y forma parte de este proceso que ahora muchos hombres se sientan desprotegidos y amenazados por una ley que saca a las mujeres del aborto inseguro y las resguarda en la legitimidad. 

Coincida o no con la voluntad o el deseo masculinos, hoy las leyes amparan la decisión de la mujer tanto para abortar como para parir. Pero ¿sería posible resolver esta “injusticia” promulgando una ley que otorgue a los varones algún lugar en esa decisión sobre el destino del embarazo? 

Volvamos a las dos situaciones básicas de conflicto: 1) ella quiere ser madre, él quiere que aborte; 2) ella quiere abortar, él quiere ser padre. 

  1. Ella quiere ser madre, él quiere que aborte

Hoy es impensable una ley que habilite a los varones a decidir un aborto contra la voluntad de la mujer. Pero ¿cómo es que ellas pueden decir “No” hasta la 14ª semana y ellos no? Hay quienes proponen revertir esta situación desigual, de modo que, si una mujer decide continuar un  embarazo, el hombre pueda también decidir hasta la 14ª semana no ser padre, quedando eximido de las obligaciones que actualmente se le imponen: alimentos, apellido y herencia.

Proponer para los varones un derecho supuestamente equivalente al de las mujeres a abortar, implicaría cuestionar una jurisprudencia antiquísima que obliga a los padres a hacerse cargo de sus hijos. Recordemos que desde hace unos cuarenta años, a la puesta en práctica de esa ley se han incorporado las pruebas de determinación genética, de modo que todo varón cuyos genes se comprueban en una criatura humana está obligado a reconocerla como hijo dándole su apellido y pasándole dinero para alimentos a quien tiene la guarda, generalmente la madre. ¿Se trataría entonces de derogar esta ley o establecer una excepción a la misma? O sea, ¿que los hombres puedan “borrarse” en ese mismo tramo del embarazo donde cabe un aborto legal?

Compliquemos el panorama imaginando algunos hechos posibles trayendo a cuento situaciones frecuentes en las conversaciones de clase media: acuerdos, proyectos, promesas y, no olvidemos, las ilusiones. Por ejemplo: una pareja no quiere tener hijos y decide cuidarse, la mujer queda embarazada e inesperadamente se da cuenta de que no quiere abortar. 

Pero a él no le ocurre lo mismo, no quiere tener ese hijo. 

Hubo una promesa. Y una ruptura de la promesa. ¿Qué hacer? ¿Debe la justicia inmiscuirse en toda palabra no cumplida, en toda promesa rota? ¿Debe tomarse el consentimiento previo como un contrato? Se puede llamar traición, decepción, estafa, desamor, venganza. Ahora bien, que una mujer se eche atrás ignorando el deseo de su partenaire y tenga el derecho de hacerlo y lo ejerza ¿significa que está actuando bien? No sabemos, no se trata aquí del bien y del mal. Ella decide seguir el embarazo y él quisiera decidir, pero no es su cuerpo y no está en su poder evitar que nazca: aceptemos que está sujeto a una violencia no menor. Conminado por la vida, ¿habría que darle por tanto la chance legal de no hacerse padre de ese hijo? 

Multipliquemos los caminos abiertos por esta chance. ¿Qué pasaría si un hombre se entera del embarazo cuando ya venció el plazo supuesto en que podría decidir? ¿Qué, si la mujer no le contó que estaba embarazada porque vio venir una oposición a la que no quiere –o no puede- enfrentar, o porque siente que el embarazo no lo involucra, o porque no pudo contactarlo, o porque no lo supo hasta el cuarto mes, o no quiso decírselo, o decidió tenerlo sola y después se le complicó? ¿O qué pasaría si el tiempo pasa y el hijo que nació quiere conocerlo, y él se entera cuando le llega la citación para hacerse el test de ADN que confirmaría que ese hijo es suyo? ¿Podría el trámite que le haría posible desprenderse de la paternidad jurídica extenderse en el tiempo, y hasta cuándo? Sabemos que negarse a la paternidad no anula la inquietud de saber que hay un hijo ahí. También podría ocurrir que años después ese hombre quiera recuperar al hijo, hacerse cargo, reconocerlo. ¿Necesitaría en ese caso el consentimiento de la madre y/o del hijo? ¿O esa renuncia a ser padre que habría firmado antes de cumplirse la 14ª semana de la gestación sería definitiva?

Como vemos, nada más fácil que proponer la idea de una ley, nada más difícil que darle una forma aplicable a los casos concretos. 

  1.  Ella quiere abortar, él quiere ser padre. 

En mayo del 2021, en Salta, un hombre recurrió a la Justicia para impedir que su ex mujer se realizase un aborto. Se habían separado hacía poco tiempo y ella, que estaba embarazada, había tomado la decisión (unilateral) de abortar. Aunque la medida cautelar presentada fue rechazada por improcedente, el hecho pone sobre el tapete la existencia cierta de esa amenaza que se cierne sobre la legalización del aborto. Un mes antes en San Juan un joven, cuya novia vacilaba entre abortar o no, también intentó impedir que aborte presentándose a la Justicia y a los medios. Antes de la promulgación de la Ley IVE (Interrupción Voluntaria del Embarazo) esta escena era casi imposible: las mujeres abortábamos clandestinamente y si no había consenso con quien nos fecundó podía haber amenazas, chantaje y otras formas de violencia aunque difícilmente el recurso a un tribunal. 

A primera vista, el reclamo suena legítimo. Pero ¿cómo sería posible una ley que concediera a los varones un derecho a su paternidad, derecho que entraría en conflicto con el de la mujer a abortar? ¿Cómo haría un varón para tener ese hijo si la mujer se opone? ¿Podría legítimamente decidir sobre un cuerpo que no es el suyo? ¿Y si el varón que quiere ser padre no es la pareja ni el amante de la mujer que quiere abortar? ¿Y si es la expareja o una relación casual? ¿O violó a la mujer a la que quiere hacer madre? ¿Gozarían todos ellos por igual del derecho a intervenir en la decisión? ¿O ella, para abortar, tendría que tener el acuerdo del fulano o el marido que la dejó embarazada? En los centros de atención de mujeres ¿debería haber un requerimiento de que, de ser casadas, concubinas o civilmente unidas, venga él y firme?

Hacer lugar a ese reclamo sería establecer una especie de derecho al veto. No sólo anularía la ley recién conquistada que despenaliza el aborto y legitima la decisión de la mujer sino que repondría los peores momentos de la historia de las mujeres.

Está en ciernes una figura nueva, la del “padre soltero”. Vos tenelo que después yo me hago cargo: esta frase, repetida, pretende nada más ni nada menos que a una mujer le son indiferentes los nueve meses de embarazo y sobre todo traer una criatura a este mundo. 

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Poderes desiguales, derechos injustos

Estamos asistiendo y siendo protagonistas de una mutación cultural de alcances y efectos inconcebibles. El impacto de los feminismos hizo estallar las relaciones no sólo entre varones y mujeres, sino también entre las mujeres -con todo lo que esto significa en términos de poder- y avanza cuestionando las identidades mismas. Respecto de nuestro asunto, algunos indicios de los cambios que sacuden el teatro de la vida muestran que disminuyó la presión social sobre las mujeres para que sean madres, desapareció el estigma de la madre soltera, ya no es necesaria una pareja masculina para hacer una familia, y abortar dejó de ser peligroso, se puede hacer en casa y además ahora es legal. En cuanto a los hombres, disminuyó su poder de presión sobre las mujeres tanto para que sean madres como para que aborten, su papel de proveedores se alivió al ser compartido, y creció el deseo y la posibilidad (subjetiva y legal) de ser padres sin necesidad de fundar una familia ni de estar en pareja. Hay una urgencia generalizada por resolver las angustias inevitables que entrañan estos procesos. Imaginando leyes, inventando nuevas formas políticas, movilizando a ocupar el espacio público, con foros de críticas y denuncias antipatriarcales y talleres de deconstrucción (de las masculinidades), y tanto más.

Hasta hoy la responsabilidad de evitar el embarazo cabía casi exclusivamente a las mujeres. Para que las “consecuencias de la sexualidad” estén más repartidas, los caminos por ahora siguen siendo los clásicos: condones, coitus interruptus, abstinencia, vasectomías –y se están investigando otros métodos como el gel inyectable o las píldoras anticonceptivas masculinas, aún en fase experimental.

En un momento en que impera la ilusión de resolver las injusticias de la vida a través del  derecho, las situaciones planteadas arriba desnudan lo estéril de la creencia en ese atajo. Porque si es imposible equiparar el derecho de la mujer a abortar con un hipotético derecho de los varones a evitar ser padres, es porque se trata de algo más que de una cuestión de derechos y decisiones sobre el futuro. El futuro, de algún modo, ya está aquí, pero de distintas maneras para ambos. Además de tomar la decisión (con o sin el respaldo legal), la mujer aborta. ¿Y cómo no ver que es su cuerpo lo que se desgarra? Lo que está en juego en el acto de abortar es material, corporal -vital o mortífero- y también, por supuesto, jurídico. 

Si es imposible equiparar el derecho de la mujer a abortar con un hipotético derecho de los varones a evitar ser padres, es porque se trata de algo más que de una cuestión de derechos y decisiones sobre el futuro.

Abortar significa que el proceso de gestación finaliza no sólo para la gestante sino también para el cigoto. Abortar es destruir lo gestado, no “negar” ni “renunciar” ni “repudiar” al embrión: es que cese de existir. Tanto para la medicina como para el derecho, el aborto se define no sólo por el fin del embarazo sino simultáneamente por la muerte del embrión. 

Si una mujer se queda embarazada y decide tenerlo, el varón puede reconocer o no al recién nacido; lo que no puede –a menos que lo mate- es evitar que exista ese ser vivo que lleva sus genes. Mientras que si es él quien quiere tenerlo y ella está decidida a abortar, nada puede hacer él para que ese ser llegue a existir. Hay quienes afirman que la gestación de una vida en el vientre es comparable a una “locación temporaria”, que no es para tanto pedirle a una mujer embarazada que espere a que nazca, y que tanto la nueva vida como su progenitor también tienen derechos. Lo que en este razonamiento tan razonable queda desdibujado es que obligar a una mujer a terminar el embarazo equivale casi a un secuestro… ya que la distinción entre el cuerpo del embrión y el de la gestante, tan clara en la imagen de una ecografía como la de un corazón que palpita, no existe en la vida. Impedirle abortar implica una apropiación radical de su cuerpo, su vida y su libertad. 

Más importante aún: si ella quiere abortar por lo general no es sólo ni principalmente porque no quiere ser una incubadora nueve meses sino porque lo que quiere es que esa vida no venga al mundo, y esa vida sólo puede venir al mundo si ella la trae. Una mujer aborta no sólo porque no quiere estar embarazada. Aborta porque no quiere tener un hijo, lo entregue o no a otros para que lo críen. Abortamos no porque no hay otro, sino para que no haya Otro.

Hay quienes no pueden abortar porque no tienen el poder de embarazarse y hay quienes pueden abortar porque tienen el poder de embarazarse. Nadie elige libremente ese poder y ese no poder. Hasta que tal vez algún día la tecnología logre darle una matriz a quienes nacieron sin ella o inventar una matriz artificial que permita gestar fuera de un cuerpo. Hasta entonces, habrá desigualdad; la justicia o injusticia pasan por otro lado. 

Si hay una experiencia imposible de compartir por todos ¿qué haremos con ella? ¿dejarla afuera de la ley, ponerla a disposición de los excluidos de tal experiencia por la naturaleza? ¿Igualdad de derechos significa igualar lo desigual? ¿anular las diferencias?¿Hay igualdad posible respecto del aborto? No. La respuesta es cruda pero por ahora inexorable. 

No somos iguales: ¿eso hace injusta la vida? 

LK/IH

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