Sobre Mauricio Maronna

Chau, gordo

Mauricio Maronna presentó su libro “Perro Negro”, estiró la sobremesa hasta la madrugada, escribió su columna de jueves en La Capital y se murió. Una secuencia muy simple, algo azarosa, algo sistémica, como su costumbre de ordenar libros y cedés: una pila -casi una pira- contra la pared, sometidos a ley de la gravedad y a otra, menos perceptible y difícil de decodificar, del encanto de cada texto o cada música.

Áspero y encantador, el gordo Maronna -o mi versión del gordo Maronna- se alimentaba de música, lecturas y política. Son tres elementos que parecen de otro tiempo, o que en otro tiempo fueron mejores. Fóbico de los aviones, fan de los asados, repetía los veranos en la costa, renegaba de Spotify, ardía si un político top no le daba una entrevista si visitaba Rosario, tuiteaba sin filtro, dejaba unos silencios pegajosos en las conversaciones, que no quedaba claro si eran porque él estaba procesando o daba tiempo al otro para que recapitule sobre lo que había dicho; peleaba y se reía.

Hay cierto impudor en las despedidas públicas. Uno habla del pedacito que recuerda de otro, habla de sí mismo sobre todo, rompe el pacto de intimidad como si la muerte habilitara que se cuenten episodios sin la autorización del involucrado y, además, supone que a alguien le importa lo que uno cuenta. ¿Qué tiene de particular para el lector desprevenido el microrelato de la noche que Maronna me invitó a comer a su casa, me convidó asado al horno casi a medianoche -llegué tarde porque tuve que escribir mi crónica para Clarín-, me regaló dos CD's y compartimos esa especie de hermandad pueblerina? Eso pudo ser, coincidimos con Facundo De Michele, lo que nos generó la primera empatía: él era de Teodelina, en el sur santafesino, y se sorprendió cuando supo que yo era de Alem, en el noroeste bonaerense, pueblos cercanos pero inconexos por ese unitarismo cartográfico de que todas las rutas y las vías van al Río de la Plata.

Y/o cuando se enteró de mi condición de hincha asintomático de Rosario Central, una herejía para un leproso. O, sobre todo, porque era un devorador de información, y del back de la información, contaba y preguntaba. Las charlas eran un espadeo permanente. Mucho “dejate de joder”.

El gordo Maronna, un escribidor, podía hacer un maridaje raro entre Lole Reutemann, Fabián Casas y Andrés Calamaro -debe andar, por ahí, la anécdota de cómo se conoció con el Salmón-, tomarse un micro para comprar discos en Capital o para ver a King Crimson, o arrastrarte, una tarde cualquiera, a un show en Rosario. Había algo, ahí, cierto modo de decir o hacer, un don para la invitación.

La muerte siempre es de otro. Pero esas muertes nos someten a una soledad por goteo. La gente, como si no tuviera mejores cosas que hacer, se muere mucho aunque se muera una sola vez. El gordo Maronna, con su risa patanezca, con su acidez y su mirada brutal desde los desencantos, sufrió otras muertes: las de Miguel Lifchtiz y la de Reutemann. Y padeció en esas muertes, especulo, otra muerte: la de un Rosario amable, sin la violencia y la locura que no podía comprender y que no podía aceptar.

Todavía no leí “Perro negro”. Estaba feliz con ese experimento, con que se lo haya editado Casas, con la transición de la inmediatez del periodismo a las historias de otro aliento. Cuando recibió los libros en la casa, me mandó -supongo que como a muchos de sus muchos amigos y conocidos- una foto de la tapa. La última charla de WhatsApp, que ahora releo, fue sobre periodismo y sobre aquella felicidad. “Cómprame un libro”, me dijo. “Obvio, gordo” le dije. No lo hice.

Mauricio Maronna presentó su libro “Perro negro”, estiró la sobremesa hasta la madrugada, escribió su columna de jueves en La Capital y se murió. A lo Maronna.

PI