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Opinión - Perdón que interrumpa
Pintura de batallas: el primer muerto de cien mil

Martin Rodríguez rojo Perdón que interrumpa

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Pintura de batallas: el primer muerto de cien mil 

Pasaron 500 días de Pandemia. Superamos los 100 mil muertos por COVID. Número que, además, y así se lo hicieron saber, el propio Alberto Fernández había repetido. “Prefiero que haya 10 por ciento más de pobres a que haya 100 mil muertos”. Esa frase quedó agarrada. La frase era del año pasado, de la incertidumbre, de la “discusión” vida o economía. Dijo cien mil. Llegaron los cien mil.  “Los muertos tironeando del corazón”, como escribió Idea Vilariño.

El verano de 2020 en que se empezaba a hablar del COVID aparecieron una serie de frases, unas “primeras interpretaciones” en boca del ex ministro de Salud, Ginés González García, que hacían hincapié en una lectura clasista que anticiparía “hacia adentro” los costos políticos con que se podría contener el impacto del virus. Es decir: ajustar el mapa de por dónde podía entrar y a qué clase sociales involucraba el ingreso del COVID. Y entonces decir: “me importa más otra enfermedad” o “me involucro más en otra enfermedad” (era decir –incluso para un sanitarista como él– que el Ministerio está para atender la salud de los pobres, la salida por arriba que a veces da la pretendida “ideología”). Ergo, la primera versión oficial del COVID empezó en eso que se ama odiar: la clase media alta que viaja por el mundo y que se lleva los dólares. Y ahora encima trae las pestes. Luchas de clases medias. El COVID nació ideologizado. El dengue como la enfermedad “popular” y el COVID como una enfermedad “de elite”, incluso enunciado por un gobierno cuya composición pertenece también a una elite política bastante transnacionalizada. Pero se razonó así: si lo traen ellos, lo pagarán ellos. Llegó el primer contagiado. Llegó el primer muerto. ¿Quién era? 

Un cuadro de Cándido López lleva este nombre: “Velatorio del primer soldado muerto perteneciente al batallón de Guardias Nacionales de San Nicolás”. Cándido López fue un soldado (se alistó como soldado voluntario) en la Guerra del Paraguay, quedó manco (tuvo que “educar el brazo izquierdo en el uso del pincel”), y mutó de retratista (había pintado al presidente Mitre) a pintor de óleos sobre las batallas de aquella Guerra de la Triple Alianza que hundió al Paraguay en la miseria y el mito. Creó lo que después se llamaría “all over” (pintar apaisado en panorama) pero en una técnica donde el condimento es el plato (prima el detalle, pero ningún detalle le gana a los demás). Se trató de una de las primeras guerras fotografiadas, y que –en un sentido– significó para Argentina un paso en su “unidad”: la unidad del Ejército (una unidad rota para una frontera rota, como cuentan los “Recuerdos de la Guerra del Paraguay”, de Garmendia, o en otro tono Lucio Mansilla). La unidad del mando por arriba para la unidad espacial que conquistará Roca años después. “¡Unidad a palos!”, bramó Mitre para esa guerra que sabía impopular y prolongada desde un balcón al mando de la elite que además donó sus joyas: la sangre de sus hijos. Dominguito, el hijo adoptivo de Domingo Faustino Sarmiento, murió en la batalla de Curupaytí, como otros miles de compatriotas. Las cartas del joven a su madre las encabezaba en el uso más familiar desconociendo también su destino: “Querida vieja”. Esas cartas forman un diario de guerra inquietante lleno de pedidos, relatos breves, comentarios y mangazos entre los cruces fronterizos. Como la fechada el 15 de marzo de 1866 cuando le escribe a su madre Benita: “Me alegro que al fin sepas la verdad respecto a mí. Son las doce de la noche, pero como estoy de servicio, me ocupo de escribirte esta carta, mientras no tengo que ir a revisar los centinelas.” Días después, ya en abril, tras las tormentas que azotan la tropa, le sugiere unos requerimientos textiles: “Dile a mi sastre, me haga un capote de paño gris, con esclavina y caperuza, como los que usan los oficiales de línea, un pantalón de algún castor doble, con franja verde y una blusa de paño verde o colchada. Que la haga lo más pronto posible…”. 

El 19 de abril, desde Tres Bocas (ya en territorio paraguayo), comienza diciendo a su querida vieja que “el fantasma del paso del río ha desaparecido”. El hijo adoptivo de Sarmiento cae muerto, y su sangre, mezclada en la misma mezcla ordinaria hace la prueba de sangre de las clases argentinas: en el mismo lodo. “¡Adiós Madre mía!”, escribe en la carta final de ese 22 de noviembre. Las imágenes de siempre: las madres y las guerras. Los jóvenes soldados que viajan a la frontera. El muchacho en la escalera del tren, el sombrero levantado, el viento en la cara, el silbato. La patria es esa madre esperando la carta, el guarisover. Sobre Paraguay, encerrado en sus ríos que no dan al mar, se desató esa guerra huracanada. Mitre fracasó en la guerra, pero escribió su historia. La guerra desata: los esclavos de Brasil van a pelear para ser libres. Al final de la guerra Paraguay se quedó prácticamente sin hombres, con una población diezmada, y los intereses económicos en el medio y desde el vamos. El “Velatorio del primer soldado muerto” es un cuadro sobre una noche de luna, una luna potente que ilumina ese toldo que funciona de capilla ardiente, dentro del cual velan al soldado. La luna es tan fuerte que ilumina también las nubes, copos de nubes en la zona más húmeda argentina. Si no llueve esa noche, lloverá mañana. Hace frío. Es el cuadro más fantasmal de Cándido. Pinta el fantasma de la guerra, que es el retrato más realista. 

Para Cándido la guerra no eran sólo las batallas (que son más bien acotadas, todo lo que pasa antes, después, los días de la guerra). Y en la guerra no fueron muertos sólo en los campos de batalla: fueron muertos en el camino, muertos por malaria, muertos de sed o hambre. Miles de muertos de todos los bandos. El primer soldado muerto, todos los muertos. La tumba del soldado desconocido y el primer muerto. 

Esta pandemia no es una guerra, aunque los muertos son los muertos. Lo que para el reloj. El primer argentino que fallece de COVID en un hospital público, en el Argerich. ¿Y quién es ese primer ciudadano muerto? Un cuadro. Un hombre de 63 años, que recién llegaba de Francia donde visitó parte de su familia. Guillermo Abel Gómez, cuya biografía hizo saltar los platillos, “volvía de Europa”. Se trata de un exiliado, un ex militante del Movimiento Villero Peronista, preso y torturado en 1975, escapado a Francia, adonde tuvo una hija y una nieta a la que había ido a conocer, vuelto a la Argentina hace apenas nueve años, y así. Otra vida circular. El “Día de la memoria del primer fallecido por COVID” que juntará la memoria de todos los muertos tendrá su nombre. Fue el primero y paradójico: rompía el abrigo de esa resistencia ideológica al virus según la cual venían de la mano de “la clase”. 

A partir de ahí la muerte pateó el hormiguero, ya casi no se puede velar a nadie y los muertos son los muertos del COVID y los demás muertos, las otras sangres derramadas. ¿Cómo era morir de COVID y cómo era morir de cualquier otra cosa? Marzo de 2020, empieza la carrera contra la nada. Las calles vacías y las víctimas se contaban con los dedos de una mano: una, dos, tres. Se suspenden las clases y se dispone apenas días después el Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio por 15 días. Nace la ASPO. Y comienza a circular una palabra que ahora también organiza el presente: los “varados”. Quienes quedaron fuera del país y que no podían volver a la Argentina. Llega el IFE. Lo que el Estado no vio: el radar que no captó los millones de inscriptos, los no estatalizados, el pueblo desconocido. El Estado también es una torre de marfil. “Quedate en casa” se repetía como una expectativa demasiado igual para una sociedad demasiado desigual. El sueño de un país de clase media: todos a ver Netflix. 

El Covid llevó al Estado a su grado cero y dejó al desnudo la periferia de la periferia. Los que había que ir a buscar. Se desata la ola. Lo que vimos. Las colas en los bancos. Los que no pueden quedarse en casa, la changa nacional que rompe por abajo. Los que rompen por arriba. El banderazo del 20 de junio. La lavandina, la “infectadura”, Vicentín, cacerola, abran las escuelas, el hambre, la oposición desquiciada, la inflación, el papá con su hija en brazos en las rutas de los controles idiotas, los runners, la máquina de producir extremos: cuarentena, vacunas, la vuelta de las clases, lo que dijo hasta la tapa de Clarín (“el sistema sanitario fue reforzado y nunca colapsó”), un 40 por ciento de pobres… y así. 

Y quedó el muerto que tuvo nombre, y viene para retornar el final del camino: Mario Guillermo Abel Gómez. A veces la Argentina entra enterita en un pecho. Un 18 de mayo de 1866 Dominguito fue corto con Benita: “Nada de nuevo –le dice– todo va muy lento. No habrá nada antes de 15 días. Tuyo, Domingo.” 

MR

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