CRONICA

Los comedores y el desafío de seguir funcionando con cada vez menos: “Hay que llenar la olla como sea”

El fuego de la hornalla parpadea bajo una olla ancha y honda. A las diez de la mañana del último viernes, cuando el aceite crepite en la iglesia y comedor comunitario “Camino al Cielo”, en el barrio Santa Brígida de la localidad de San Miguel, provincia de Buenos Aires, diferentes organizaciones sociales comenzarán a juntarse a unos 30 kilómetros de allí, en las inmediaciones del ministerio de Capital Humano del centro porteño en reclamo por la falta de entrega de alimentos a los comedores. 

A las once, cuando Alejandra Díaz, de 28 años y una de las cocineras del comedor, vierta el primer recipiente completo de cebolla picada a la olla, las organizaciones serán cercadas por un cordón de la Policía Federal que los separa de las oficinas de la ministra Sandra Pettovello, en la calle Carlos Pellegrini. 

A las 12, mientras otra de las cocineras –Andrea Mello, de 31 años– saque una bandeja de empandas de pollo de un horno aparatoso, Ernesto Mignone, referente de un comedor en La Matanza, será reprimido por la policía con gas pimienta. Norma Morales, dirigente histórica de las cocineras de Barrios de Pie, también sufrirá aquel ardor punzante en los ojos. “Nos quisieron callar por la fuerza, pero no vamos a parar hasta a volver a llenar a las ollas”, explicó luego Ernesto Mignone a este medio. 

Para esa hora del mediodía, mientras las organizaciones sociales que reclamaban la asistencia alimentaria eran reprimidas por las fuerzas de seguridad, Xiomara Godoy, de 11 años, y su primo, Aimar Godoy, de seis, eran los primeros en la fila para recibir un plato de comida en las puertas del comedor de Santa Brígida.

Menos días abiertos, más familias que piden comida

“Decirle a una persona que se terminó la comida es lo peor que me tocó hacer”, dice José Sánchez, presidente de la ONG “Camino al cielo”, una entidad religiosa que, junto a la organización Barrios de Pie, mantienen el comedor que funciona dentro de una pequeña iglesia del barrio. Son las diez de la mañana del viernes y las cuatro cocineras de la jornada acaban de llegar. 

“Desde que el Gobierno cortó el envío de alimentos, tuvimos que salir a buscar colaboradores para seguir abiertos”, suma Sánchez. Los colaboradores, detalla el líder de la ONG, son las empresas o comercios barriales que donan su mercadería al comedor. La marca Don Satur, por ejemplo, de la empresa de alimentos Arcor, donó 50 cajas de galletitas. La marca Oralí, del mismo rubro, envió tapas de empanadas. Las mismas que se van a usar para cocinar las empanadas de pollo que servirán este mediodía. 

Las donaciones, sin embargo, no son permanentes. Y se terminan. “Nos preocupa mucho la cantidad de gente que vino en los últimos meses”, retoma Sánchez, quien además es pastor cristiano. “Vecinos que llegan con vergüenza a sentarse pedir una vianda porque antes podían sustentarse”. 

La emergencia alimentaria, tras el cese de envío de alimentos por parte del Ministerio de Capital Humano, los llevó a reducir los días para otorgar un almuerzo. Solo los martes y viernes se cocina. El resto de los días de la semana, se ofrece una merienda modesta: leche y galletitas. Sábado y domingo se cierra. La cantidad de familias que se presentan, sin embargo, va en aumento. Hoy la organización asiste casi a 120 grupos familiares por semana. “A Milei le preocupa la corrupción que pueda haber en el medio y lo entiendo”, dice el pastor. “Pero invito a cualquier funcionario a que venga y vea cómo trabajamos desde hace 20 años. Nunca se perdió una cebolla”.

El Registro Nacional de Comedores y Merenderos Comunitarios (ReNaCoM) reconoce la existencia de 44.000 comedores en los que trabajan 134.449 personas. De aquellos comedores, Barrios de Pie tiene presencia en más de 2.000. Melisa Rivera, integrante de la organización, explica que la articulación con merenderos y comedores de otras zonas garantiza que hoy puedan seguir abiertos. “A veces tenemos que sacarle mercadería a un espacio para dársela a otro”, explica la militante. “Nos duele, pero es así”. Ella también vive Santa Brígida, un barrio de calles de tierra lindante a Moreno y José C. Paz que, junto con San Miguel, forman un triángulo de localidades con un amplio espectro de sectores vulnerables. “Las familias se pasan el dato de qué comedor da un almuerzo o cuál hace cena”

La calidad de la comida, detalla la referente social, también es algo que les preocupa. “Antes podíamos hacer una merienda más elaborada para los chicos. Ahora tratamos de ahorrar el aceite y la harina y salen más tortas fritas”, cuenta.

La falta de comida se juntará, ahora, con el inicio de clases en marzo. Con un índice de pobreza de casi el 60% y una inflación del 20,6% en enero, los útiles escolares, explica Rivero, “se vuelven prácticamente inaccesibles para muchas familias del barrio”. “Empezamos una campaña de donación, pero fue muy poco lo que juntamos. Dependemos de las empresas o vecinos”, explica. 

Alejandra Díaz, de 28 años, una de las cocineras, revuelve con un cucharón la olla humeante del relleno para las empanadas. Cocina junto a su bebé, dado que no tenía con quién dejarlo. Una de las escenas que más le impactó desde los cinco años que está en el comedor, cuenta, le ocurrió en enero. Un chico de unos 12 años llegó con las suelas de las zapatillas abiertas. “Se le veían los dedos”, recuerda Díaz. Por intermedio del comedor, pudieron conseguirle un calzado. “A mí me da mucha satisfacción cocinar para los demás. Muchos son vecinos míos. Me los cruzó en la calle cuando cerramos”, precisa la cocinera. Y agrega: “Acá nadie se salva solo”.

Para Andrea Mello, otras de las cocineras, lo más duro de éstos últimos meses fue decirle a una madre con seis hijos que la comida se había terminado. “Se puso a llorar”, recuerda Mello. “Fuimos a buscar mercadería a otro merendero para darle algo”, cuenta. Si alguien le pregunta cuál es su anhelo como trabajadora del comedor, contesta rápido, como si ya lo tuviera estudiado: “Quiero cocinar como si estuviera en mi casa”, dice. Y detalla: “Con condimentos de todo tipo y elementos de cocina. Pero esta situación no lo permite”, agrega. “Hay que llenar la olla como sea”.

Comedores cerrados 

Reducir los días de apertura de un comedor es la decisión que muchas organizaciones tomaron ante la falta de respuesta del Gobierno. La palabra “cerrado” espanta a las organizaciones caritativas. Sin embargo, ocurre. 

Martín Pini es referente territorial del frente popular Darío Santillán y del comedor “Otros Vientos” en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires. La semana pasada se quedaron sin mercadería y, desde entonces, no reciben gente. “Estamos cerrados con 50 familias y 83 chicos que asistíamos con alimentos y apoyo escolar”, cuenta Pini. “Hay un comedor cerrado y gente afuera con hambre”, destaca. “La postal que mejor representa al Gobierno de hoy”.

A las doce del mediodía, las familias empiezan a llegar. José Sánchez, el líder de la ONG Camino al Cielo, tiene un grupo de WhatsApp con varios integrantes que van cotidianamente al comedor. Y escribe, atolondradamente: “ya stan ls empanadas”. “Armamos el grupo en la pandemia”, cuenta Sánchez. “La macana es que muchas familias ya no tienen celular”, dice. Tres tablones de madera largos. Sillas. Ciento cincuenta empanadas de pollo. Las ollas están vacías, pero con la comida lista en la mesa.

La primera en llegar Xiomara Godoy, de 11 años, junto a su primo Aimar Godoy, de seis. Ella carga una bolsa de tela por si hay sobras: no habrá. Él viste una camiseta de un club de barrio de Santa Brígida: en la cancha, lo apodan “Neymar”. Suelen venir con algún familiar, pero hoy nadie pudo acompañarlos. “Todos nuestros familiares la están pasando mal”, cuenta Xiomara. “Siempre nos encontramos con algún amigo acá”, agrega.  “La comida es rica”. 

Pablo Castillo tiene 36 años. Viene al comedor “hace bastante” y vive con su esposa. Ambos están sin trabajo. “Cirujeo lo que encuentro en la calle para arreglarlo y venderlo después”, dice. Sin el plato de alimento que le brindan los distintos espacios comunitarios, no podría sobrevivir. “Me doy cuenta que la cosa anda mal porque la gente ya no tira nada a la basura. Se guarda todo”, señala. Le gustaría tener un empleo formal. Trabajó como operario en una fábrica de Coca-Cola, fue maestro pizzero y ayudante de albañil. La última vez que se fue a dormir sin cenar fue el martes de la semana pasada, cuando no vendió lo suficiente. “Antes pedía la grasa en las carnicerías y cocinaba algo. Ahora te la cobran”, cuenta. “Cada vez veo más chicos viniendo acá y eso me preocupa”, finaliza, mientras se lleva una empanada a la boca.

Para Abigail Escobar, de 21 años y madre de una beba de seis meses, los comedores funcionan como un refugio: “Más allá de la comida la parte social que hacen en el barrio es muy importante”, dice. No encuentra trabajo y viene acá “por su hija”. “Yo no quiero que le falte nada a ella y acá puedo tener alimentos y leche”, cuenta. Muchas personas que asisten a los diferentes merenderos y comedores del barrio, destaca la joven, votaron a Milei. “Hasta ellos a veces se quedan sin comer ahora”, apunta. “Uno no les quiere decir nada, pero la verdad es que se confundieron feo”. 

Julieta Juarez tiene 46 años y llegó junto su hijo de 14, quien está en una silla ruedas. Sufre una distrofia muscular que le impide moverse por sus medios. La discapacidad de su hijo, dice, le complica conseguir un trabajo donde pueda cuidarlo. “Mi esposo tuvo un ACV hace poco y tampoco puede trabajar”, cuenta. “No suelo venir siempre. Solo cuando ya se acabó la comida y no tengo alguna changuita para rebuscármela”. Por su hijo, cobra un seguro por discapacidad, pero no les alcanza. “Las calles acá en Santa Brígida son de tierra y necesita una silla mejor”, advierte. “Pero no nos rendimos. Tengo fe que todo va a mejorar”, dice, mientras le lleva un trozo de empanada a la boca de su hijo. 

Al terminar el almuerzo, 27 menores y 4 adultos habrán almorzado en el comedor. La merienda y la cena, ese día, correrán por su cuenta.

FLD/DTC