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Pablo Ibáñez

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Alberto Fernández garabateó un borrador. El texto circuló de mano en mano hasta una reelectura de Santiago Cafiero. Hubo una versión más fervorosa, de trinchera pero con tachaduras y agregados terminó en el discurso que Fernández leyó, desmenuzado por el teleprónter, en el Museo del Bicentenario, para el registro que se difundió por Cadena Nacional a las 20:33 del jueves.

El clima de “yo tenía razón” que se instaló en el Gobierno fue, en la puesta en escena última, menos explícito de lo que se aniticipó en Casa Rosada y Olivos. Allí, en los últimos días, con los indicadores de récords de casos y muertos, abundaron los reproches a la Corte por el fallo que validó la rebledía de Horacio Rodríguez Larreta, en particular aquella objeción sobre falta de datos para justiciar la dimensión del riesgo sanitario. Y, claro, a la oposición y su expresión más visible: el jefe de Gobierno porteño.

La foto del jueves de Fernández remite a otra postal: la del 15 de abril, la noche en la que anunció la suspensión de las clases presenciales, una decisión solitaria que tomó durante su aislamiento por Covid-19 en Olivos, con el oído puesto más en los diagnósticos temerarios de los epidemiólogos que en la temerosa cautela de los gobernadores.

Fernández, por entonces, se molestó con el “cinismo” -usó esa palabra en la intimidad- de Larreta que en esos días cuestionó el plan de vacunación pero no controló que se cumplan las restricciones. Luego rechazó la suspensión de clases presenciales y salió a jugar la carta de que CABA compraría vacunas por vía directa y que el sobrante lo repartiría entre las provincias.

Un mes después de aquella rebeldía que el gobierno interpretó como un contagio con los modos de Patricia Bullrich, Larreta suspende totalmente las clases por tres días -en los que tampoco habrá virtualidad- y se abraza al plan de vacunación nacional, la única vía que parece factible en el corto plazo.

Fernández no espera demasiado del giro larretiano: da por hecho, que el ex “amigo Horacio” se quedó sin músculo político para imponer un criterio distinto -si es que lo tiene- al que expresan los halcones del PRO, cuya vocera más prolífica es Bullrich, que la noche del jueves salió a explicar por TV, con un argumento difuso, porqué no había clases virtuales en CABA. “A mi me dicen que Cristina me impone cosas, y no es así, pero él (por Larreta) no puede garantizar ningún compromiso”, se lamenta el presidente que, en otro tiempo, interpretó saludable un vínculo empático con el jefe de Gobierno.

Ahora cuenta, con más desparpajo, que perdió la fe en Larreta en agosto del 2020, durante una charla privadísima en la que el jefe de Gobierno le trasmitió una inquietud personal de Mauricio Macri sobre si situación judicial. Luego Fernández le contó a los suyos que entrevió en esa acción quien era el verdadero jefe de JxC.

Así y todo, en defensa propia o porque no está en su naturaleza, Fernández rehúsa las propuestas para ser más enfático contra el porteño. Le armaron un informe con las medidas económicas que dispusieron en las provincias, de Axel Kicillof a Juan Schiaretti, para “visibilizar” que CABA no lanzó políticas de auxilio al comercio o la industria. Evitó, hasta acá, jugar una carta aunque a su lado martillan con que no tiene resto para ser correcto con una oposición que dice a todo que no.

Fernández, que es pura coyuntura, en ese episodio parece querer mirar más allá, adivinar lo que vendrá el día después de mañana cuando se agote el efímero consenso sobre este confinamiento. La peor versión de la pandemia, como en 2020, lo pone -aun golpeado en el centro del ring y modera la virulencia opositora. Será una tregua nomás y Fernández, que se tienta con decir que tenía razón, que su verdad solitaria de abril era correcta, baja el tono con la fantasía repetida de que hay, en la trinchera de enfrente, alguien que hable su mismo lenguaje.

PI

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