Día Internacional de Lucha contra los Trastornos Alimentarios: INFORME ESPECIAL

Digerir el silencio: la anorexia en primera persona

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–Vos tuviste un trastorno alimentario.

Sin pregunta, sin anestesia (porque todo está caro). Dieciséis años después, con el succionador de saliva en la boca, una dentista a la que había visto dos veces me sacó la ficha. Dieciséis años después, la anorexia volvió a morder. Y yo −otra vez− tenía la voz inhabilitada. 

En su Biografía del hambre, la escritora Amélie Nothomb enfatizaba la similitud fonética entre maladie (palabra francesa para “enfermedad”) y la construcción mal à dire (traducible como “dificultad para decir”). 

El desgaste dentario fue la secuela menos esperada y más tardíamente anunciada de mi maladie: una de las pocas huellas físicas −entre las muchísimas posibles− de haber pesado 38 kilos, con un metro setenta de altura. 

Pocas veces me detengo a reflexionar sobre esta, mi versión más frágil. Pero, en el transcurso de una semana, la conclusión de un artículo sobre el tema que me llevó meses, una visita a la odontóloga y el hallazgo de un poema de mi adolescencia desencadenaron esta introspección obligada.

 En lo personal, me resulta difícil enunciarme como “exanoréxica”, incluso como una “anoréxica recuperada”, porque entiendo que la condición no contiene mi identidad, nunca lo hizo. Pese a que los trastornos de la conducta alimentaria comparten una serie de síntomas, fundamentales para prevenirlos, detectarlos, diagnosticarlos y tratarlos, tienen múltiples causas y los tratamientos deben ser individualizados. Para decirlo de otra forma: las formas de vivirlos tienen sustratos comunes, pero se resisten a la universalización tajante.

A la vez, entiendo que soy lo que soy también por lo que fui. Y siento la responsabilidad de abrazar mi historia, como ser político que se inscribe en un entramado cultural de mandatos misóginos y asesinos, donde el acceso a la salud mental y a la educación sobre la diversidad corporal encuentran muchos obstáculos. 

Dentro del discurso patologizante, que asocia siempre anorexia a cronicidad, quienes la sufren o sufrieron serán siempre “pacientes”. Hay personas −no todas− que deben luchar contra los fantasmas de la enfermedad durante toda su vida (recayendo o no, desarrollando algún otro trastorno o no): el problema, en todos los casos, es asignarnos el carácter de sujetos reducidos, en vez de agentes activos de nuestras trayectorias individuales y, potencialmente, de transformaciones sociales (¿no conocen, acaso, el poder de nuestra rabia?). Creo que ahí radica el valor de los testimonios. “¿De qué sirve la rosa, sin el canto?”. Cuento mi pasado por el presente. 

La anorexia no es una metáfora. Puede llegar a grados tan peligrosos como el que conocí, donde el organismo comienza a funcionar en modo ahorro

“Ya que no había más alimento, decidí comerme todas las palabras: leí el diccionario entero”, recordaba Nothomb en el relato en primera persona de su anorexia. Existen muchos de este tipo (a veces elucubro que constituyen un género literario en sí mismo, en formato de crónicas, cuentos, novelas o memorias). El suyo uno de los pocos con los que empaticé, aunque no sufrí emigración ni abusos. 

“La voz interior, subalimentada, se había callado”, resumía la autora. En mi vivencia, puedo decir que lo callado, lo silenciado estuvo en el origen, tanto como el ideal aprendido del cuerpo delgado cueste-lo-que-cueste. Y, como ella, encontraba un refugio −no siempre seguro− en los libros y la escritura. 

2007, 17 años, 5° año de la secundaria. Había descubierto los cuentos de Silvina Ocampo. Entre estos, “Malva”, al que leía obsesivamente y con temor. La protagonista se devoraba a sí misma; primero, el dedo meñique, luego la rodilla, después el hombro, hasta no dejar rastro de su ser. Ocampo hablaba de una creciente impaciencia que “creció y la desfiguró”. 

“Dicen que Malva no sabía contenerse. Nada más falso. ¿No fue acaso por obra de su voluntad que contuvo la sangre de la herida que naturalmente hubiera corrido a borbotones revelando su oprobio?”, (me) preguntaba la narradora. Yo nunca tuve la intención, ni la sensación de dominio sobre la enfermedad: sentía que una fuerza me había tomado desde dentro, quizás para matarme.

Que no se malinterprete: la anorexia no es una metáfora. Puede llegar a grados tan peligrosos como el que conocí, donde el organismo comienza a funcionar en modo ahorro, a consumirse a sí mismo, a descomponerse por partes, primero lentamente y luego de forma acelerada. 

Aún me cuesta verbalizar que casi me muero. Que mis padres tuvieron que escuchar que no saldría del quirófano al que entré por una peritonitis aguda, con la piel −por momentos blanca, por momentos violácea− pegada a los huesos.

 Versión contemporánea del Evangelio según Juan: “En el principio, era el Cuerpo” (que no fue hecho carne, porque se lo prohibieron). Reversión del pecado original: Eva mordió la manzana grande y superó el límite de calorías marcado por la dieta de Cormillot.

Recuerdo la primera visita al consultorio de la médica que me acompañó durante la recuperación. Debido a la dismorfia corporal exacerbada, no podía reconocer la imagen exangüe que devolvía el espejo. Sí me percibía enferma y en riesgo: ese fue mi punto de partida para el tratamiento, que involucró mucho más que una guía nutricional. Todavía no logro describir acabadamente qué me llevó a la anorexia. Puedo señalar elementos ligados a mi personalidad, a mis inseguridades, a distintos eventos disparadores. 

Lo que tengo clarísimo es la presión estética que me bombardeó desde pequeña, aquella que me llevaba a fantasear con ir a Slim en tercer grado y comprar Reduce Fat Fast. La cultura de la dieta no desencadena por sí sola un desorden alimentario. Pero lo alimenta, lo estimula, lucra con su desarrollo.

Volver al terreno de la salud integral −corporal, psicológica, social− fue difícil. Durante meses, pasé más tiempo en consultorios que en clases de Matemática o Lengua. No me quejo: no todas pueden acceder a la atención adecuada y es fundamental pelear para que eso cambie.

Por otro lado, no todo fue sufrimiento. Mientras corría el pesado manto de la anorexia, revisando traumas, prejuicios y conductas, reconecté con las actividades y personas que me hacían feliz. Sin su contención, no hubiera encontrado salida. 

Debido a la dismorfia corporal exacerbada, no podía reconocer la imagen exangüe que devolvía el espejo

El mismo año en que llegué a pesar 38 kilos, me esperarían alegrías, descubrimientos, salidas, anécdotas irrepetibles, las cuales revalorizo cuando intento diseccionar ese período tan difícil. A la vez, me enojo, porque nadie debería pasar por algo así para reafirmarse o conocerse. Ni siquiera hay que llegar a los límites: cualquier mujer sabe que, en esta sociedad, “amor propio” −y no me refiero a sus variantes despolitizadas, banales o egoístas− cuesta. 

Lo que tengo clarísimo es la presión estética que me bombardeó desde pequeña, aquella que me llevaba a fantasear con ir a Slim en tercer grado y comprar Reduce Fat Fast

En 2017, la estudiante y bloguera Camille Rainville publicó “Be a lady, they said”, una suerte de manifiesto, posteriormente viralizado en un video protagonizado por Cynthia Nixon (Miranda en Sex and the city). Los estereotipos físicos −el peso del peso−, contradictorios y asfixiantes, aparecen en el centro de lo que se espera de una mujer. Dejo un fragmento: “Sé una dama, decían. No estés demasiado gorda. No seas demasiado delgada. No seas demasiado grande. No seas demasiado pequeña. Alimentate. Adelgazá. Dejá de comer tanto. No comas demasiado rápido. Pedí una ensalada. No ingieras carbohidratos. Salteá el postre. Necesitás perder peso. Ponete ese vestido. Ponete a dieta. Cuidá lo que comes. Comé apio. Chicle. Bebé mucha agua. Tenés que entrar en esos jeans. Dios, parecés un esqueleto. ¿Por qué no comés y ya? Te ves demacrada. Parecés enferma. Comé una hamburguesa. A los hombres les gustan las mujeres con algo de carne en los huesos. Sé pequeña. Sé ligera. Sé femenina. Sé una talla cero. Sé un doble cero. Sé nada. Sé menos que nada”. ¡BASTA!

Letras en el campo de batalla. Escribí, cuando cumplí 17, puertas adentro de la enfermedad:

me desgarro la piel

me muerdo la carne

insípida

incolora

pero con olor

a sangre podrida

a guerras perdidas

Me costó romper la asociación entre afección y escritura; entender el proceso de inspiración, como parte de una sanación compleja, antes que como un velo entre el mundo y mis ojos. Aquel pesimismo adolescente se convirtió, con los años, en ganas furiosas por dar vuelta las cosas, por informarme, por concientizar. Porque sobreviví, puedo narrar los días de relación resquebrajada con los alimentos −como espejo de tantas astillas emocionales−, con más fuerza que dolor. No estoy sola.

Hay un poema de Mario Benedetti, “Maravilla”, al que apelo como una suerte de mantra: “Recuperá tu cuerpo, hacelo mío, que yo lo aceptaré de mil amores”. Lo conocí durante esa época de delgadez y tristeza extremas.

Todavía lo puedo citar de memoria. Son pocas líneas, exactamente 40 segundos. Con un hambre siempre voraz de deseo y de vida, me las apropio y reformulo levemente el final. “Aprendamos la vida, boca a boca”, exhorta Benedetti; “bocado a bocado”, agrego. 

Espero, necesito, que la mengana de esos versos, yo, todas nosotras sigamos el consejo y usemos, de una vez, la maravilla.

 

Este artículo es parte de la producción realizada en el marco de la beca de periodismo sobre salud mental, ofrecida por el Rosalynn Carter Center y la Universidad de La Sabana.