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Pablo Plotkin / Natalí Schejtman

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A los 15 años le dieron la extremaunción en una cama del Cemic. Sobrevivió, pero durante mucho tiempo solo deseaba morir. Cada mañana, al despertar, pensaba en dos opciones: desayuno o me suicido. 

Es difícil conectar esos escombros humanos con esta mujer radiante y segura de sí misma que nos recibe en una casa de estilo racionalista en un barrio privado del Tigre y que todos los atardeceres de pandemia guía meditaciones desde su cuenta de Instagram. Pasó más de un año desde que la nueva identidad de género de Isha Escribano cobró notoriedad pública, al recibir el DNI con rectificación de género número 9000 de manos del presidente Alberto Fernández. 

La casa no es de ella. Se la prestó un amigo para que pudiera avanzar en el borrador de su primer libro. Tampoco es de ella Bora, un mestizo de 40 kilos que demanda atención con una tenacidad invencible. Al comienzo de su estadía en esta casa, cuando su vecino salía a trabajar, los aullidos de Bora al otro lado del cerco le impedían concentrarse, así que le propuso cuidar al perro durante las horas que él no estuviera.

“Nos hacemos compañía mutua, y ya no llora”, dice Isha. “Win win”. 

Debe dejar la casa en pocos días, y nos dice que tiene algo así como un 25% del libro escrito. Para contar de qué se trata, retrocede al momento en que terminó el secundario y, a instancias de sus padres, comenzó a ver a un psiquiatra por una depresión. Isha cita el discurso del Príncipe Rama, del libro Yoga Vasishtha, otra de las pasiones de esta mujer multivocacional que es médica, música y coach espiritual. “Es sobre un príncipe de 16 años, el hijo del rey, que vuelve de un viaje y se pregunta sobre el sentido de todo, de qué sirve todo ese poder, tanta riqueza. En la Corte se piensa que el chico está deprimido, pero entonces vienen los sabios, Vishvamitra y Vasishtha, y dicen: ‘No, no está deprimido, ese chico se está iluminando’”. Para volver a ese momento oscuro de su biografía, Isha dice algo similar: “En retrospectiva, me doy cuenta de que no estaba deprimida: me estaba despertando”. 

Su historia empieza el 10 de marzo de 1969, cuando nace en un sanatorio de Pergamino, provincia de Buenos Aires, en una cesárea a cargo de su abuelo materno, médico obstetra. Fue el primogénito de José Claudio Escribano, ex secretario general de Redacción de La Nación. Durante cinco décadas, en la era imperial del periodismo gráfico, Escribano encarnó la influencia política de La Nación como ningún otro hombre, y la leyenda de su liderazgo implacable todavía flota en las oficinas del diario. Es un tipo de figura periodística que ya no existe, de un poder difícil de medir desde el presente. Isha creció bajo la mirada de ese padre ilustre y poderoso, en el seno de una familia tradicional, y a los tres años, en ese departamento de Recoleta por el que desfilaban personajes eminentes de la política y la cultura, se vistió por primera vez de mujer frente al espejo del baño de servicio. 

Después de un par de años en la escuela pública, pasó al Colegio del Salvador, una tradicional institución católica para varones. “No me han abusado físicamente, pero sí puedo decir que me han abusado emocionalmente –dice–. A los ocho años veía en el manual una página doble con la ilustración de un hombre en llamas que decía: ‘Si crees te salvas, y si no crees vas a arder en el Infierno’. Eso, a una persona de ocho años, le hace mucho daño, es el miedo enquistado en tu conciencia que no lavás ni con toda el agua del océano.”

En la adolescencia tuvo problemas serios de disciplina. “Tenía mucha agresión, mucha violencia. A un nivel casi zarpado te diría. No me enorgullezco.” Finalizó el segundo año con un Regular en Conducta. Si al año siguiente no obtenía al menos un Bueno, tendría que irse. Pero en el invierno de ese tercer año, a sus 15, se levantó una mañana con un terrible dolor en la pierna izquierda. Hacia la noche tenía 40 grados de fiebre y todo terminó con un mes de internación en el Cemic: un absceso sacroilíaco que se complicó hasta hacer peligrar su vida. “Los curas [del colegio] vinieron a darme la extremaunción porque me estaba muriendo –cuenta Isha–. Y después de eso medio que tuvieron piedad de mí. A mis dos mejores amigos los echaron; yo zafé por eso y –pequeño detalle– porque mi papá era director de La Nación, y en cualquier ámbito donde vayas estas cosas tienen peso. El episodio te habla del estrés que tenía yo a los quince años. La no contención. El mundo era hostil, la sensación era que me estaban bombardeando y no tenía adonde ir. Mucha sensación de orfandad.” 

Al terminar el secundario, el psiquiatra le prescribió ansiolíticos y antidepresivos que tomó durante un año y medio. Sin saber qué hacer de su vida, se anotó en Medicina en la Universidad de Buenos Aires. La decisión implicaba un acto de apertura pero también la ratificación de un mandato: estudiar una carrera seria. “Creo que sentí que así iba a ganar reconocimiento, aceptación, amor, seguridad, y de a poco me fui haciendo grupos. La carrera fue divertida en ese sentido, me pelé el traste, pero una vez que agarré ritmo fue simple.” 

Su principal refugio era la música, y el origen de este vínculo estuvo mediado, como muchas otras cosas en su vida, por las redes del periodismo: a los 10 había empezado a aprender guitarra con una de las hijas de Magdalena Ruiz Guiñazú, Alejandra, que vivía a un par de cuadras del departamento de los Escribano, ubicado en Guido y Montevideo. Rita, su madre, escuchaba folclore, música clásica, jazz, los Beatles, y los discos fueron su primer salvavidas. También los viajes. Mientras hacía la carrera, todos los veranos se iba a dedo a la Patagonia. “En esa inmensidad –dice– empecé a sentir una conexión mayor con algo interno.”

En 1992, durante un viaje a Boston para estudiar inglés, conoció a Sofia, una chica norteamericana de la que se enamoró. Al año siguiente, cuando terminó Medicina y mientras sus compañeros luchaban por obtener una residencia en algún hospital, se fue a vivir a Boston con ella. Se querían mucho, pero Isha esperaba el momento de que su novia dejara la casa para ir a las tiendas, comprar ropa de mujer y volver para montarse frente al espejo, en soledad. “No tenía idea qué era lo que me pasaba. ¡No tenía internet todavía!”

Isha esperaba el momento de que su novia dejara la casa para ir a las tiendas, comprar ropa de mujer y volver para montarse frente al espejo, en soledad. “No tenía idea qué era lo que me pasaba. ¡No tenía internet todavía!”

Convivieron un año y medio en Boston y otro año y medio en Buenos Aires, pero Isha, dice hoy, tuvo que “dejarla ir”. “Sabía que mi destino no era la casa con los dos perros, los chiquitos rubios y el auto station-wagon. Lo sabía, aunque no lo podía verbalizar.”

Lo pudo verbalizar a los 28, después de diez años de sesiones, frente a su psiquiatra, que le sugirió que le diera espacio a lo que le pasaba. Vestirse de mujer siempre le había provocado una excitación en la soledad de su casa, y ahora probó la noche queer de Buenos Aires: El Morocco, América. Pero le daba pánico encontrarse con alguien conocido. Se sentía más libre fuera del país. “Nueva York, Miami, Fort Lauderdale, Frankfurt, Los Ángeles, Londres… Todo lo que esperaba era fin de año para irme al exterior, comprarme ropa y make-up, salir dos o tres noches y después tirar todas esas valijas con culpa, con asco, diciendo que no lo iba a hacer nunca más. Aun así, era una excitación tremenda. Después, cuando empecé mi camino espiritual a mis 32, 33, pasaron otras cosas: me hice vegana, dejé de tomar alcohol. Antes tomaba un montón de whisky para ganar coraje y salir. Pero cuando llegaba a esos lugares y veía a todas estas personas –transexuales, drag queens, crossdressers–, me daba rechazo porque yo me rechazaba a mí, no me aceptaba, no me amaba como lo que soy. Fue una vida para poder amarme y aceptarme.”

La figura de su padre, de su familia y del diario La Nación –en donde sirvieron también el tío abuelo y el bisabuelo de Isha– aparecen de manera recurrente en la conversación. Durante su infancia y juventud, la impronta poderosa de José Claudio –modelada con precisión en el libro Escribano: 60 años de poder y periodismo en La Nación, de Hugo Caligaris y Encarnación Ezcurra– tenía un correlato ambiguo en casa. “A mi papá lo veía como un hombre súper fuerte, súper poderoso. Era el más importante, el que todo lo podía, pero a la vez tenía una visión puertas adentro que no tenía nada que ver con el personaje público. Y con respecto a La Nación, era una cosa fuerte, rígida, había amor y odio, porque también me quitó a mi papá. Mi papá estaba todo el tiempo allá, lo más importante para él era eso”. 

Por supuesto, la posición del padre también implicaba privilegios para Isha y sus tres hermanas menores. “Yo tuve una bendición muy grande. Venía Gilberto Gil, cantaba en el Colón y tenía fila 4 al medio para escuchar a alguien que amo. Y así con lo que sea. Y eso que mi viejo –y eso es algo muy hermoso de él– nunca fue una persona de andar bardeando, era muy perfil bajo, muy discreto con la posición que él tenía respecto del poder. Eso nos lo inculcaron, y creo que en mi casa fuimos hasta tontas, con mis hermanas, de no haber aprovechado un poco más.”

El Viernes Santo de 2019, cuando ya había comenzado el tratamiento hormonal, Isha le dijo a su padre que necesitaba verlo. La relación siempre había sido conflictiva, y no se hablaban desde diciembre. “No quería que se enterase por otra persona. Yo tenía una cirugía de feminización facial que se venía, y eso iba a cambiar todo –recuerda–. Él no me quería ver, pero le dije que tenía un deadline, y que era importante. Me citó en la plaza detrás del Museo de Bellas Artes. Nos sentamos ahí. Le pude contar toda mi historia, todo lo que no le había podido decir nunca, y el capítulo 45 era sobre mi transición de género, algo que había empezado a mis tres años. Todo el tiempo le decía ‘¿Sentís que te estoy hablando con odio?’ ‘No’. ‘¿Querés seguir escuchando?’ ‘Sí’. Al final me abrazó, me deseó suerte y nunca más lo vi.

El resto de su familia tampoco volvió a hablarle.

La historia tiene otro comienzo posible: el 13 de febrero de 2020. 

“Esto es un canto a la vida, lo que está pasando en este instante”, decía Isha Escribano esa mañana cálida pre pandémica, en un acto concurrido por más de cien personas y televisado por medios nacionales. “Nos une algo muy fuerte”, dijo, dirigiéndose en especial a representantes del colectivo trans. “Lo que nos costó llegar hasta acá... A mucha gente le resulto una provocación por el mero hecho de existir, y no se me valora por lo que le aporto a la sociedad sino por mi condición de género.” A su lado se acomodaban un presidente y dos ministros: Alberto Fernández, Eduardo “Wado” de Pedro y Elizabeth Gómez Alcorta. 

La resonancia política de la escena era innegable. En 2003, Alberto Fernández organizó en su departamento una reunión entre el futuro presidente Néstor Kirchner y José Claudio Escribano para acercar posiciones. Según reconstruye el libro de Caligaris y Ezcurra, el encuentro fue de lo más cordial, pero el efecto no fue el que buscaba quien sería jefe de Gabinete del primer kirchnerismo. El 15 de mayo, Escribano publicó un recordado editorial en el que le auguraba un año de vida al nuevo gobierno. Tres días después, la flamante cúpula dejó correr su versión del encuentro (versión que Escribano niega), según la cual el subdirector había ido con una lista de exigencias que pretendían condicionar la agenda política del gobierno entrante. Para el kirchnerismo germinal, el epítome de La Nación fue el primer adversario mediático a nivel nacional. Antes que Magnetto, antes que Clarín, antes que el poder político acuñara y derramara expresiones como medios hegemónicos o poderes fácticos. El encono original fue con Escribano. 

El hecho de que ahora el propio Fernández le entregara el documento de rectificación de género a Isha era una parábola política casi surrealista.         

Isha había conocido a Wado de Pedro en uno de los talleres que coordinaba en el Arte de Vivir, la fundación liderada por Sri Sri Ravi Shankar que ayudó a instalar en Argentina. Según su relato, cuando su ex alumno convertido en ministro del Interior supo de su transición, le escribió para enviarle un mensaje de apoyo. “Un día lo fui a visitar a la Rosada y me dijo: ‘Si querés te acompaño al Renaper a iniciar el trámite del DNI’. Después me dijo: ‘Si querés, en una semana, cuando te lo den, hacemos un pequeño acto en la Casa Rosada, en una salita que tiene el Ministerio del Interior’”. Tras algunos idas y vueltas protocolares sobre la lista de invitados, Isha recibió un llamado de De Pedro la noche anterior al acto: 

–Me acaba de llamar el Presidente. Me dice que se enteró del acto y que le encantaría estar; siempre y cuando vos quieras. 

–Obviamente –le dijo Isha al ministro–. Tiene que estar. 

–¿Eras consciente del peso simbólico de ese acto: un presidente peronista, un adversario político de tu familia, entregándote tu DNI de cambio de género?

–Si, obviamente. Entre la inocencia y la inteligencia hay un lindo punto de equilibrio. Pero más allá de si hubo una revancha o alguna cosa, o si al partido le conviene porque promulgaron la ley, lo que te puedo asegurar es que, esa mañana, la bandera que flameó en ese salón de actos era la bandera del amor. 

–¿No sentiste que el Gobierno se lo estaba haciendo a tu viejo?

–No, nunca lo sentí así. Y entiendo que el periodismo… Es interesante la mente de los periodistas. Cómo el periodismo está tan en la mente, y no puede conectarse con algo de amor. Es increíble. Ponele que hubo algo de eso… Es como en el amor y la lujuria: el amor tiene 2% de la lujuria y la lujuria tiene 2% de amor. Yo creo que acá hubo un 2% de eso que decís, pero si algo permeó fue el amor. 

–Se entiende, aunque del lado político es difícil que haya sido un gesto inocente.

–Obvio. De todas formas, mi familia no me hablaba desde hacía un año. Para ellos puede ser un buen argumento para no verme más. Pero me encantó también mi acto de libertad. Así como yo tuve que ir a un montón de actos de mi viejo en la Embajada de Francia, saludar a presidentes que no quiero ni mencionar sin que nadie me preguntara si estaba de acuerdo, yo también ahora tengo la libertad de ir a un acto hecho por kirchneristas y peronistas. O incluso ser kirchnerista. De hecho, yo debería ser mucho más kirchnerista que macrista por todo lo que me ha permitido este gobierno. Si yo no tuviese esa ley de identidad de género, hoy le estaría chupando la pija a un comisario para salir en libertad. It’s a fact. Yo no tengo partidos políticos, pero si eventualmente tengo que agradecer: muchas gracias. Y además, si me usaron, es porque soy útil dando un mensaje o un testimonio de vida que puede ayudar a abrir corazones y mentes.

–Hay una naturalidad en vos al transitar espacios de poder, que es también una continuidad en tu vida…

–Es que tal vez yo soy eso, tal vez yo soy de esas personas. Me pasaba cuando me mandaban a entrevistar a gente famosa, de renombre, yo me sentía que era una persona así. Porque sentía que lo que tengo para decir es muy valioso. Siempre sentí eso. Pero no como una cosa de arrogancia y soberbia, sino de naturalidad. Cuando caminaba por Casa Rosada ese día, iba como en casa. Me sentía en casa.

–¿Te sentís una privilegiada en relación a otras mujeres trans?

–En algún aspecto soy privilegiada. Yo no me tuve que prostituir, siempre tuve para comer, tuve acceso a educación, a vivienda, higiene, a salud y mucho más. En ese sentido, gracias a mi familia, porque eso es fruto del trabajo de mi papá. Entonces a mi padre y a mi madre les tengo mucho agradecimiento y amor. Mi sufrimiento pasó por otro lado: fue un sufrimiento existencial, pero también es cierto que he tenido un montón de momentos hermosos, divertidos, intensos, de viaje, de acceso. Sería injusto que me equipare con personas que tienen que dormir en una pensión, prostituirse, drogarse y amanecer un día en una zanja. Además, no nos olvidemos que yo transicioné de muy grande. Entonces todo lo que podría haber sufrido como trans no lo sufrí, y en ese punto es genial que haya sido así, porque hoy puedo ir a empoderar a otras personas con un montón de herramientas, desde la espiritualidad, desde el arte, desde la ciencia.

–¿Te duele, en alguna parte, la gente con la que rompiste relación? 

Al principio duele, cuando te arrancan, te quitan, pero mirá: esto es hermoso. Cuando meditás, esto llama se llama Mahamudra (extiende las manos). Cuando vivís así, no te estás aferrando literalmente a nada. Tuve que deconstruir conceptos como el de “mi familia”. La familia es el mundo. Entonces eso que viví como algo doloroso después dije “no, es que la vida me ama tanto que se está llevando todo lo que es tóxico”. Entonces perder es en realidad una ganancia que no tiene precio. Y nada es estático en la vida, todo se transforma. No tengo deseos, pero me encantaría, eso sí, antes de que muera mi mamá, invitarla a Italia: dos semanas con ella, en los mejores hoteles, viajando en business. En agradecimiento por haberme regalado la vida.

Los privilegios de clase no le ahorraron la angustia desesperante por no poder mostrarse cómo era. “De todas las cosas que conseguí, el gran logro que tengo en la vida es no haberme matado, haberme mantenido con vida, mordiendo el polvo. Vos decís: tenía acceso a todo. Pero todos los días pensaba en suicidarme. Todos los santos días.”

Hacia fines de los 90, tras desencantarse de la medicina alopática, probó suerte en el periodismo, la profesión heredada, y escribió una cantidad importante de artículos. En abril de 2001, le encargaron una nota con Ravi Shankar para La Nación. Lo entrevistó, tomó el curso de meditación y terminó ayudando a fundar la sede local de El Arte de Vivir. “Mi maestro me salvó la vida”, dice Isha sin dudarlo. “Yo medito todos los días desde hace veinte años. Me levanto, tomo dos vasos de agua tibia, hago yoga, pranayamas, medito y leo conocimiento. A eso me aferré como a un salvavidas.”

Por ese entonces comenzó también su carrera musical. Grabó un par de discos de folclore y después armó el proyecto Indra Mantras, con el que editó cinco álbumes en los que integra textos sagrados del hinduismo con música pop global. “Alrededor de 2008 –dice– la idea suicida como parte de mi cotidianeidad se empezó a disipar”. 

Aun así, su análisis retroactivo de esa época se detiene en un malestar, en la búsqueda del sentido. Isha recuerda una visita de Jorge Drexler a Buenos Aires, cuando llenó cuatro veces el Gran Rex, que le disparó una reflexión que resume su encrucijada. “Recuerdo que sentí envidia. Pero después pensé, ponele que tengo éxito en la música, ¿al servicio de qué está eso? ¿De fama, prestigio, dinero, exposición? Ponele que tengo todo eso –yo viví con lo justo muchos años–, ponele que tengo plata de repente, ¿en qué destinaría ese dinero? Todo lo que querría es que llegue fin de año e irme a Estados Unidos y vestirme dos o tres días. Entonces dije, guau, es una bendición que no tenga eso, porque sería mucho más complejo si fuera una persona conocida.”

Durante muchos años, creyó que una transición sería imposible. Y esa represión convertía su vida, según su metáfora, en un viaje a 130 kilómetros por hora con el freno de mano puesto. “En definitiva, toda mi vida fue un vano intento de deshacerme de quien soy, para encajar en algo. Hice un esfuerzo sobrehumano por encajar, por pertenecer, y no funcionó.” 

A fines de 2017, en un curso avanzado con su maestro en Carolina del Norte, le comentó que otra vez le había agarrado fuerte “esto de vestirse”: “Yo siempre me quería deshacer de eso, pensaba que un día se me iba a ir. Después, otra vez conocí a una mujer en Miami y me imaginé formando una familia. Siempre creyendo que iba a poder hacer la vida que tenía que hacer para encajar.”

–¿Todas tus parejas eran mujeres?

–Siempre. No me atraían los hombres. Si me atraían, no me lo podía permitir. Ahora no me imagino estando de vuelta con una mujer. Estoy mucho más permeable a estar con un hombre que con una mujer. Igual se van a cumplir tres años que no estoy con nadie. No tengo deseos sexuales, se me fueron. Estoy tan feliz que no tengo deseos. No necesito nada.  

En la primavera de 2018 grabó su séptimo álbum. La música ya le había dado mucho: tres años antes, “Everything Is Love”, su tributo a George Harrison –otro cultor del hinduismo–, había llegado a Olivia Harrison, la viuda del Beatle, que posteó la canción en sus redes sociales. La historia terminó con una noche compartida en la casa de los Harrison en Los Ángeles, en la que Isha cantó temas del repertorio de Mercedes Sosa para Olivia y Dhani, el hijo de la pareja. 

Sin embargo, la música también le estaba demandando demasiado, y por la manera que lo cuenta, también se lee algo de frustración vocacional y existencial que acompañaba su proceso hacia la transición de género. Necesitaba un cambio de vida total. “Después de haber hecho no sé cuántas giras a pulmón, cargando todo de acá para allá, dije ‘esto ya no es digno’. Me rompía el traste ya no solo para pagar las cuentas, sino para sostener un proyecto artístico. Le di cursos de meditación a más de 30 mil personas: mantras, técnicas de meditación, empoderamiento personal. Escribí un montón de artículos con la intención de elevar conciencia. Como médica psicoterapeuta atendí a no sé cuánta gente. Grabé siete discos. El Arte de Vivir, que había sido una gran familia para mí, ya no era lo que era antes. Había un montón de cosas que no me empezaban a cerrar. Nunca fui una persona de instituciones. Algo se estaba terminando.”

Después de grabar ese disco cuyas letras anticipan su transición (“porque el agua brota aunque no te lo propongas”), entró en un “silencio de dos meses”. Pasó la Navidad del 18 en casa de una amiga y la noche de Año Nuevo en su departamento, sin nadie más. “Esos días eran un hervidero: algo iba a pasar.” La decisión ya estaba tomada. “Me pregunté: ¿Yo soy feliz? No, no soy feliz. Y la vivencia que tuve fue: No tengo nada que perder. Nada. El 3 de enero de 2019 no tuve que pensar ni decidir nada: me hice una orden médica para saber cómo estaban mis hormonas, mis enzimas hepáticas, mi ionograma sérico, y me prescribí un tratamiento hormonal cruzado. Fui a la farmacia y me dije: No estoy haciendo nada, está todo fluyendo. Estaba todo en conexión total.”

Antes de contárselo a su familia, antes de aquel abrazo de despedida con su padre, Isha llamó a muchas personas que se habían cruzado en su camino. Una fue Sofia, la chica de Boston que le quería dar la Green Card. Sofia ya tenía marido, hijos y probablemente un coche station-wagon y una casa perfecta en Providence: el destino que Isha no había podido darle. Le contó todo y Sofia le dijo: “No puedo creer el amor que me tuviste al dejarme ir”. 

–Fue un día hermosísimo –dice Isha–. Cerré un círculo.

La candidez de la conversación en el jardín se quiebra dos horas después de haber comenzado. Son casi las siete de la tarde y tiene que conectarse a Instagram para su meditación guiada. Pero Bora desapareció, y es la primera vez que Isha parece nerviosa. Da vueltas por la casa, lo nombra a los gritos y después de un par de minutos al borde de la desesperación, su vecino la llama: acaba de volver del trabajo y Bora está con él. Isha respira profundamente y recobra su gesto apacible. Con ese porte inmaculado encara el vivo del día. Antes de despedirnos, nos dice que está feliz con la audiencia que sigue sus meditaciones: la de ayer, señala, ya la reprodujeron más de 8.000 usuarios. Isha hace un cálculo mental rápido y de pronto la cara se le ilumina: “¡Son dos Gran Rex!”

PP/NS

A las 12:44 del 27 de marzo, se reemplazo la palabra “disforia” por no ser un término adecuado.

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